El amanecer en Desembarco del Rey trajo consigo una inusitada agitación. Los muelles bullían de actividad: marineros aseguraban las velas, escuderos cargaban los cofres con provisiones, y soldados de la Guardia Real organizaban la escolta. El aire olía a sal y brea, mientras las gaviotas sobrevolaban el puerto emitiendo chillidos estridentes, como si anunciaran la partida del príncipe.
En lo alto de la Fortaleza Roja, las campanas repicaron, señalando que el rey había ordenado el embarque. El puerto se llenó de curiosos; comerciantes, pescadores y plebeyos se arremolinaban para ver de cerca al príncipe Jaehaerys, el niño del cabello de plata que muchos ya susurraban sería el futuro del reino.
Antes de partir, en el salón del trono, se celebró una reunión privada. El rey Viserys, cansado y con el rostro demacrado por los años y las enfermedades, se encontraba sentado en el Trono de Hierro. A su lado, con la dignidad de su nuevo cargo, Lord Lyonel Strong aguardaba de pie.
—Durante mi ausencia —dijo el rey con voz solemne, aunque quebrada por la fatiga—, usted, Lord Lyonel, ejercerá como regente del reino. Velará por los asuntos de la corte y mantendrá la paz en el Consejo.
Lyonel, inclinado en un gesto de respeto, respondió con voz grave y firme:
—Serviré al reino y a su majestad con toda lealtad. Puede confiar en que ningún asunto quedará descuidado.
El rey asintió satisfecho, mientras Ser Harrold Westerling daba un paso adelante para anunciar la hora de la partida.
Poco después, Viserys descendió acompañado de su hijo Jaehaerys hacia el puerto. El príncipe, vestido con una túnica negra con bordados rojos oscuros y plateados, caminaba con la cabeza erguida, consciente de las miradas que lo seguían. A su lado, Ser Erryk Cargyll lo escoltaba con paso firme, mientras los estandartes Targaryen ondeaban en lo alto, anunciando el paso de la familia real.
Los gritos de ovación llenaban las calles empedradas. El pueblo se agolpaba a los costados del camino, extendiendo manos y lanzando vítores al joven príncipe. La belleza de Jaehaerys, con su cabello de plata y sus ojos azules intensos, arrancaba suspiros de las doncellas, que parecían hipnotizadas por su sola presencia.
—¡Ah, me miró! ¿Viste cómo me miró? —exclamó una joven, ruborizada, a su amiga.
—¡No seas tonta! Fue a mí a quien miró —replicó la otra, entre risas nerviosas.
Escenas como aquella se repetían una y otra vez, con doncellas disputándose una mirada fugaz del príncipe.
Más atrás, entre los curiosos, los hombres murmuraban con más seriedad.
—Dicen que es el joven más prometedor con la espada que se haya visto en la Fortaleza Roja —comentó un veterano con una espada colgando de la cintura, observando al príncipe con atención.
—Bah, eso son exageraciones —cuestionó otro, cruzando los brazos con desdén.
El veterano frunció el ceño y replicó con firmeza:
—Exageración no es. Yo mismo lo vi enfrentarse a un escudero que le doblaba la edad. Tiene reflejos rápidos como el viento y una técnica que pocos niños de su edad podrían siquiera imaginar. Los de su generación no le representan reto alguno. Por eso entrena con jóvenes mayores, para probar su temple.
Los hombres que lo rodeaban asintieron con gestos serios, mientras las mujeres volvían a corear vítores.
Desde la galera real, ya visible en el muelle, los marineros se mantenían en formación, alineados con disciplina. El estandarte negro con el dragón tricéfalo ondeaba imponente en la brisa marina. El puerto entero parecía vibrar de expectación: la partida del príncipe no era solo un viaje, era un mensaje para el reino entero.
Viserys avanzaba despacio, cansado pero orgulloso. A cada paso, miraba de reojo a su hijo, como si quisiera grabar en su memoria aquel momento: Jaehaerys caminando erguido, recibiendo la ovación de un pueblo que ya lo veía como un heredero digno.
El murmullo del gentío crecía, mezclado con el repicar de las campanas que anunciaban la inminente partida hacia Rocadragón.
—Parece que el príncipe tiene un club de admiradoras —comentó Ser Erryk Cargyll con una ligera sonrisa, caminando a un costado de Jaehaerys mientras observaba los suspiros y gritos de las jóvenes a lo largo del camino.
Jaehaerys, sin perder la compostura, esbozó una pequeña sonrisa.
—Por eso prefiero salir con capucha —replicó en tono bajo, sin dejar de avanzar con paso firme.
La multitud se agitó cuando un carruaje adornado con los colores verdes de la Casa Hightower descendió hacia el puerto, tirado por dos caballos de buen porte y escoltado por una docena de caballeros de la Guardia de la Reina.
De él descendió Alicent Hightower, vestida con una elegante túnica verde esmeralda que resaltaba su porte regio. En brazos sostenía al pequeño príncipe Aemond, de apenas dos años, envuelto en un manto de seda. A su lado, dos nodrizas cuidaban de Aegon, que ya rondaba los cinco años, y de la pequeña Helaena, inquieta y curiosa, que jugueteaba con un colgante de plata.
El gentío se inclinó al ver a la reina consorte, aunque no con la misma efusividad que mostraban hacia el joven príncipe Jaehaerys. Los gritos de ovación se tornaron murmullos, como si la presencia de Alicent y sus hijos recordara a todos la división silenciosa que comenzaba a gestarse en la corte.
Aegon forcejeaba con la mano de la nodriza que intentaba mantenerlo quieto.
—¡Quiero ver los barcos! —gritó con impaciencia, atrayendo algunas risas del pueblo.
—Calma, Aegon —dijo Alicent en un tono suave pero firme, intentando mantener el orden mientras ajustaba al pequeño Aemond en sus brazos.
Helaena, en cambio, señalaba hacia el cielo, distraída con una gaviota que revoloteaba sobre el puerto.
—Mira, madre, un pájaro blanco… ¿crees que vuela hasta Rocadragón? —preguntó con voz inocente.
Alicent forzó una sonrisa, acariciando el cabello de su hija.
—Quizá, pequeña mía… quizá.
Mientras tanto, Jaehaerys se había detenido un instante, girando la cabeza para observar la llegada de su madrastra y sus medio hermanos. Sus ojos azules permanecieron impasibles, aunque en su interior sentía el peso de la mirada del pueblo: algunos lo aclamaban como el futuro de la corona, otros, en silencio, fijaban sus esperanzas en los hijos de Alicent.
El pequeño Aegon al verlo corrio hacia su encuentro.
Jaehaerys sonrió ante la carrera del pequeño Aegon; la algarabía del puerto parecía quedado a un lado por un instante, como si todo el bullicio se hubiera comprimido en ese gesto fraternal. Alzó la mano para frenar a la nodriza con un movimiento ligero.
—Tranquila, no hará falta envolverlo en vendas hoy —dijo con tono suave, dirigiéndose a la mujer que intentaba sujetar al muchacho.
Aegon se dejó caer contra la pierna de su hermano mayor y lo miró con ojos brillantes, como quien descubre un secreto.
—Hermano, cuando lleguemos me llevarás a ver un dragón, ¿verdad? —preguntó con la candidez de los cinco años.
Jaehaerys no dudó. Con un gesto ágil recogió a Aegon en brazos y lo colocó sobre sus hombros, de modo que el niño quedara encaramado en su cuello, las manitas aferradas al cabello plateado.
—Si te portas bien, tal vez —respondió, en voz baja y juguetona—. Si no te portas bien… te daré de comer al Caníbal.
Aegon tragó saliva y sus ojos se agrandaron; una mezcla de miedo y emoción le cruzó el rostro. Por un instante su sonrisa se quebró, y luego rió con nerviosismo.
—¡No, no, no! —pataleó entre risas—. ¡No me lleves al Caníbal!
La risa de Jaehaerys fue cálida. La gente cercana murmuró y más de una doncella soltó un suspiro ahogado ante la imagen: el príncipe, serio en la política y en la espada, dulce con el hermano pequeño.
Alicent observó la escena desde la escalinata del muelle, el rostro impasible por fuera pero la tensión notable en la mandíbula. Sosteniendo a Aemond en brazos, volvió la mirada a su hija Helaena, que permanecía en silencio junto a la nodriza, sus ojos grandes y reservados absorbiendo cada detalle.
—Aegon —dijo la reina con voz medida—, obedece a tu hermano cuando estemos en la isla. Los dragones no son jugetes.
El niño asintió solemnemente, como si acabara de recibir una orden de la mayor seriedad.
Viserys, que caminaba unos pasos delante, se volvió al oír las voces y clavó la vista en la escena fraternal. Una sombra de orgullo cruzó su rostro; en su mirada hubo cariño, pero también el peso de la responsabilidad que depositaba en sus hijos.
El rey suspiró, la brisa marina agitando su melena plateada mientras murmuraba con un dejo de melancolía:
—Me hubiera gustado que Rhaenyra fuera así…
Jaehaerys, aunque ocupado sosteniendo a Aegon sobre sus hombros, no pudo evitar escuchar las palabras. Sus labios permanecieron en silencio, pero sus ojos azules se entornaron con una mezcla de sorpresa y reflexión. El tono de su padre no había sido duro, sino dolido, y aquello le revelaba algo que hasta entonces solo había intuido: la relación entre Viserys y Rhaenyra se habia fragmentado después de aquel suceso.
El joven príncipe bajó la vista unos instantes, acariciando con una mano la pierna de Aegon para que no se moviera demasiado. Por dentro, un pensamiento lo atravesó como una daga: ¿Me ve mi padre a mí como el hijo que Rhaenyra nunca fue? ¿O simplemente carga con una decepción que yo no podré sanar?
La presión habían forjado en él le obligaban a meditar en silencio, guardando para sí aquellas dudas. Una leve sonrisa apareció en su rostro, disimulada, mientras alzaba de nuevo la mirada hacia el puerto y hacia su padre.
—No temas, padre… —susurró apenas audible, como una promesa hecha al viento—. Yo no te fallaré.
Erryk, que marchaba a su lado, giró la cabeza al escuchar ese murmullo, pero no dijo nada. En su interior, comprendía que el destino de aquel niño estaba marcado por palabras que quizás ni el propio rey entendía del todo.
El puerto ya se alzaba frente a ellos, con los mástiles de los barcos recortando el horizonte y el rugido del mar como telón de fondo. El viaje a Rocadragón sería más que un simple traslado; para Jaehaerys, sería el primer paso hacia el peso de un legado que resonaria por el resto de la historia.