El puerto de Desembarco del Rey hervía de actividad aquella mañana. Las campanas resonaban y los muelles estaban repletos de marineros, soldados y curiosos que deseaban ver partir al rey y a su hijo. El barco principal, un imponente navío de velas carmesí con el dragón tricéfalo bordado en negro, esperaba anclado y resplandecía con los bronces recién pulidos. Su proa, tallada en forma de cabeza de dragón, parecía desafiar al horizonte.
Cuatro galeras acompañaban a la nave real: dos abrían paso al frente, con los estandartes Targaryen ondeando al viento, y otras dos escoltaban por detrás, cargadas de soldados y provisiones. La formación avanzaría como un puño cerrado sobre el mar, una muestra silenciosa de poder para cualquiera que osara cruzarse en su camino.
Viserys ascendió primero por la pasarela, lento pero firme, saludando con una leve inclinación de cabeza a los presentes. Jaehaerys lo seguía de cerca, vestido con una túnica de negro profundo adornada con bordados en rojo y plata. El príncipe avanzó con porte erguido, consciente de las miradas que lo seguían desde los muelles: doncellas suspiraban, caballeros murmuraban sobre su destreza en el campo de entrenamiento. A su lado, Ser Erryk Cargyll se mantenía siempre alerta, mano sobre el pomo de su espada.
Cuando al fin zarparon, los remeros comenzaron a marcar un ritmo constante y el aire se llenó del crujir de las cuerdas y el batir de las velas. Desde cubierta, Jaehaerys se inclinó sobre la baranda, contemplando cómo la ciudad se hacía cada vez más pequeña hasta quedar reducida a un borrón de torres y murallas difuminadas por la bruma.
La jornada transcurrió tranquila. El mar estaba sereno y el sol bañaba la cubierta con calidez. Durante la tarde, los marineros prepararon la comida, y en el camarote del rey se dispuso una mesa sencilla: pescado fresco, pan moreno, queso curado y un vino oscuro de las bodegas de la Fortaleza Roja.
Viserys alzó la copa y miró a su hijo.
—Jaehaerys, ¿sabes por qué Rocadragón es el corazón de nuestra casa? —preguntó, con voz pausada.
El muchacho inclinó la cabeza.
—Porque fue donde los Targaryen se asentaron antes de conquistar los Siete Reinos.
—Correcto… pero la historia comienza mucho antes —respondió el rey, su mirada perdida como si viera a través de las paredes del camarote—. Rocadragón fue construido por los valyrios, cuando todavía su imperio estaba en su cúspide. Sus hechiceros y herreros fundieron la piedra volcánica como si fuera cera y alzaron aquella fortaleza negra contra el mar y las tormentas. Para muchos fue solo otra obra de poder, pero para nosotros… fue el destino.
Erryk, que permanecía en silencio a un costado, no pudo evitar inclinarse hacia adelante, atento al relato.
—Cuando la Maldición arrasó Valyria —continuó Viserys—, todo se perdió. Ciudades, dragones, sangre y fuego. Pero nuestra familia sobrevivió porque ya teníamos un hogar en Poniente. Rocadragón fue refugio y faro. Un lugar nacido del fuego que nos aguardaba cuando todo lo demás ardió en cenizas.
Jaehaerys lo miró con asombro.
—Entonces, ¿los dioses querían que Rocadragón fuera nuestro?
Viserys suspiró, dando un trago a su copa.
—Quizás fue destino, o quizás advertencia. El fuego nunca pertenece del todo a quienes lo cabalgan. Es fuerza, gloria… pero también condena.
El silencio reinó por un instante, solo interrumpido por el vaivén de las olas golpeando contra el casco.
Cuando la noche cayó, el mar se tornó en un monstruo desatado. El viento aullaba como un ejército invisible, las olas crecían con furia y el cielo se quebraba en destellos de relámpagos que iluminaban fugazmente la oscuridad. El navío gemía bajo el embate del oleaje, cada tabla retumbando como si fuese a partirse. Los marineros corrían de un lado a otro, tensando sogas y asegurando velas para que la tormenta no las desgarrara.
En la proa, Jaehaerys se aferraba a la baranda, con el rostro azotado por la sal y el viento. Sentía el rugido del mar como un desafío, un duelo entre su propia sangre y la furia de los elementos. Por un instante, creyó escuchar en el bramido del viento un eco lejano, como el rugir de un dragón que lo llamaba desde Rocadragón.
Cada relámpago revelaba su silueta plateada, con los ojos azules encendidos por el reflejo de las aguas embravecidas. Era apenas un niño, pero en ese momento parecía un príncipe marcado por el destino.
—Jaehaerys, ve adentro —ordenó Viserys, cubriéndose con una capa empapada.
—Déjame presenciar este desafío, padre —respondió el niño, sin apartar la mirada del horizonte.
El capitán, con la barba chorreando agua y las manos curtidas firmes en el timón, se acercó al rey.
—Con esta tormenta, el viaje se retrasará, su majestad —anunció, alzando la voz por encima del estruendo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Viserys con el ceño fruncido.
—Mañana, al caer el sol… si los vientos no empeoran.
Antes de que el rey pudiera replicar, una ola gigantesca se estrelló contra el costado de la nave. El barco se inclinó con violencia y varios marineros rodaron por la cubierta mojada. Uno de ellos estuvo a punto de caer por la borda, pero Jaehaerys reaccionó de inmediato: soltó la baranda, tomó una cuerda y la lanzó con precisión.
—¡Aguanta! —gritó, tensando sus pequeños brazos hasta que el hombre logró aferrarse y volver a la seguridad de la cubierta.
El marinero, jadeante, lo miró con asombro.
—Gracias, mi príncipe… —susurró, incrédulo.
Ser Erryk y otros hombres presenciaron la escena, y en sus miradas brilló un respeto nuevo. No era común ver tal entereza en un niño de siete años, ni menos en medio de una tormenta que parecía querer tragarse al mundo.
Viserys, desde la popa, contempló en silencio, y un destello de orgullo iluminó sus ojos cansados.
—Tiene fuego en la sangre —murmuró para sí, antes de volver la vista hacia el mar enfurecido.
La tormenta rugió durante toda la noche. Los barcos de escolta apenas eran sombras titilantes entre relámpagos, resistiendo como podían. La demora estaba sellada, pero también lo estaba algo más: aquel viaje se había convertido en la primera prueba de Jaehaerys, el inicio de un destino forjado entre viento y tormenta.
Mientras tanto, en el interior del navío, las nodrizas luchaban por mantener a salvo a los pequeños. El camarote, estrecho y oscuro, era iluminado apenas por una lámpara de aceite que se balanceaba como si fuese a apagarse en cualquier momento.
Aegon, de apenas cinco años, lloraba desconsolado, con los oídos tapados para no escuchar los truenos.
—¡Quiero que pare! ¡Haz que pare! —gritaba, escondiendo el rostro en el regazo de su nodriza.
Helaena, en contraste, permanecía callada. Sus grandes ojos violetas se clavaban en la llama de la lámpara. Murmuraba cosas que nadie lograba comprender.
—Mira cómo tiembla… pero no se apaga… —decía, como si hablara con la tormenta. Sus palabras inquietaban tanto como los relámpagos.
Aemond, apenas un infante, chillaba sin cesar en brazos de una nodriza que lo acunaba con desesperación.
—Shhh, mi príncipe… todo estará bien, ya pasará —susurraba, aunque ni ella misma lo creía.
De pronto, una ola golpeó con tal violencia que el camarote entero se estremeció. Las mujeres gritaron y cubrieron a los niños con sus cuerpos. Por un instante, pareció que la nave entera iba a partirse en dos. Afuera, el viento ululaba como un dragón enfurecido.
Aegon, con lágrimas corriendo por sus mejillas, alzó la vista hacia su nodriza.
—¿Y si el mar nos traga? ¿Y si no volvemos a casa?
Ella lo estrechó con fuerza, acariciándole el cabello empapado de sudor frío.
—No, joven príncipe… tú eres sangre de dragones. Y los dragones no se hunden.
Las palabras resonaron en el silencio, mitad consuelo, mitad profecía.
Así, mientras el navío crujía bajo la furia del mar, quedaba claro que aquella noche no era solo una tormenta. Era un presagio. Los hijos del rey, cada uno a su manera, estaban siendo puestos a prueba. Y en la penumbra, entre truenos y lamentos, el destino de los Targaryen comenzaba a forjarse.