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Chapter 47 - Capitulo 45

—Padre, ¿la Ciudadela no te había dicho que no habría tormentas? —preguntó Jaehaerys, con la voz firme pese al rugido del mar.

Viserys giró hacia él, el agua chorreando por su barba.

La Ciudadela, en Antigua, tenía maestres que recibían cuervos de todo el reino, observando cielos, mareas y vientos para advertir de tormentas o fenómenos naturales. Un mes antes, el rey había enviado un cuervo preguntando por posibles contratiempos en la travesía.

—Lo hice —respondió Viserys con un deje de frustración—. Pero parece que se equivocaron en esta ocasión.

Un relámpago iluminó el cielo, revelando por un instante la furia en los ojos del rey. Su enojo no era solo contra los maestres, sino contra su propia fragilidad: necesitaba certezas, y aquella tormenta era una burla al poder de la corona.

El capitán, aún firme en el timón, intervino con voz ronca.

—Su majestad, con el debido respeto… ni los maestres ni los cuervos conocen este mar como nosotros. El Estrecho y las costas de Rocadragón siempre han sido traicioneros. Aquí las tormentas nacen en cuestión de horas, como si los propios dragones del mar las invocaran.

Viserys no contestó de inmediato. Se aferró al borde de la baranda, el agua golpeando su capa, y miró a su hijo.

—Escucha, Jaehaerys. La Ciudadela pretende saberlo todo, pero a veces olvidan que la naturaleza no responde a pluma ni tinta. Aquí manda el mar. Aquí manda Rocadragón.

El príncipe bajó la vista hacia el oleaje embravecido, que parecía querer devorar el barco. Su corazón latía con fuerza, no de miedo, sino de un extraño fervor. La tormenta lo desafiaba, y parte de él sentía que debía aceptar ese reto.

Otra ola gigantesca se levantó como un muro oscuro frente a la proa. Los marineros gritaron, el barco crujió como si fuera a partirse, y por un instante, todo quedó suspendido en el aire antes de caer de golpe contra la superficie.

El trueno retumbó, y Jaehaerys, aferrado a la baranda, exclamó con una sonrisa temeraria:

—Si esta es la bienvenida de Rocadragón… ¡entonces no pienso ceder!

Los marineros lo miraron con asombro. En medio de la furia de los cielos, el niño hablaba como si fuera ya un jinete de dragones.

La tormenta cedió al fin cuando el sol ya comenzaba a descender, tiñendo el horizonte de tonos rojos y anaranjados. El mar, aunque todavía agitado, había perdido la furia de la noche anterior. Los barcos de escolta, maltrechos pero firmes, reaparecieron entre la bruma como fantasmas cansados, sus velas rasgadas y mástiles astillados.

En la cubierta, los marineros, empapados y exhaustos, trabajaban con manos temblorosas para recomponer lo que la tormenta había arrancado. El olor a sal, madera húmeda y alquitrán lo impregnaba todo.

Fue entonces cuando un grito surgió desde el vigía del mástil principal:

—¡Tierra a la vista! ¡Rocadragón!

Todos los presentes levantaron la cabeza. Ante ellos, emergiendo de entre la bruma como una bestia dormida, apareció la isla. Rocadragón se alzaba sombría y majestuosa, una fortaleza nacida del mar y el fuego. Sus acantilados negros se levantaban como muros naturales, y sobre ellos, el castillo con torres retorcidas y almenas talladas en forma de dragones vigilaba el horizonte.

Pero más allá de la fortaleza, lo que dominaba la vista era el imponente Montedragón: el volcán ancestral, de cuya cima se alzaba una columna de humo tenue que teñía el cielo con tonos grises. El corazón de la isla latía allí, recordando a todos que Rocadragón no era un lugar común, sino un altar viviente de fuego y ceniza.

Jaehaerys, de pie en la proa, contemplaba la visión con los ojos abiertos de par en par. El reflejo del volcán en su mirada azul brillaba como un presagio.

—Parece… una fortaleza hecha por los dioses —murmuró, sin apartar la vista.

Viserys, agotado pero con el rostro iluminado por el espectáculo, se colocó a su lado.

—No por dioses, hijo mío… —dijo con voz grave—. Por nuestros ancestros. Aquí fue donde los Targaryen se asentaron tras dejar Valyria. Rocadragón es más que una fortaleza: es el recordatorio de lo que fuimos y lo que aún debemos ser.

El viento arrastró el olor a azufre y salitre hasta la cubierta, como si la isla misma respirara. Jaehaerys apretó los puños, sintiendo que aquello era un llamado.

A lo lejos, Syrax apareció planeando sobre las nubes, el brillo de sus escamas doradas iluminado por los últimos rayos del sol. El rugido del dragón se extendió por la bahía, saludando a quienes llegaban.

Los marineros se santiguaron, algunos cayendo de rodillas ante el estruendo.

Pero Jaehaerys sonrió.

—Padre… hemos llegado al hogar de los dragones.

Y en ese instante, el príncipe supo que Rocadragón no solo sería un refugio, sino el lugar donde comenzaría a forjar su destino.

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