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Chapter 48 - Capitulo 46

El barco principal se aproximó lentamente al muelle de Rocadragón. La estructura se alzaba oscura y solemne, hecha de roca volcánica ennegrecida y madera robusta, pulida por siglos de sal y tormentas. En las vigas y pilares habían dragones tallados: fauces abiertas, alas desplegadas, ojos de piedra que parecían vigilar a cada recién llegado.

El retumbar de las olas contra los acantilados acompañaba la maniobra de atraque, mientras las velas húmedas eran recogidas y los marineros tensaban las sogas. El olor a azufre, mar y ceniza llenaba el aire, recordando a todos que aquella no era una isla cualquiera, sino el corazón de la antigua herencia Targaryen.

En el muelle, aguardaban dos figuras principales: el maestre de Rocadragón, vestido con sus pesadas cadenas que tintineaban al moverse, y el guardián de las llaves, un hombre corpulento de expresión imperturbable que sostenía, colgando de su cinturón, el manojo metálico que abría cada rincón de la fortaleza. Tras ellos, algunos sirvientes y soldados con armaduras negras aguardaban en silencio.

Las miradas de la tripulación y de la familia real convergieron en una sola figura: la princesa Rhaenyra. Había llegado el día anterior, surcando los cielos en el lomo dorado de Syrax, y ahora aguardaba firme en el muelle, erguida con la dignidad que la distinguía. Una capa oscura, agitada por el viento marino, envolvía su silueta, mientras sus ojos violetas se suavizaban al reconocer la embarcación que se acercaba entre la bruma salada.

—Rhaenyra… me alegra verte sana y salva —dijo Viserys al descender del barco, la voz cansada pero cargada de alivio—. Con la tormenta que azotó anoche, temí que hubieras corrido peligro.

—Agradezco vuestra preocupación, padre —respondió ella, inclinando la cabeza con respeto, aunque una calidez genuina brilló en su mirada.

Jaehaerys, que avanzaba por la pasarela con Aegon aferrado a su mano, levantó la vista hacia su hermana.

—Hola, hermana. Espero que te encuentres bien —dijo con seriedad, aunque en su tono juvenil asomaba un matiz de sincero afecto.

Pero en su interior lo atenazaba el temor. Tras los sucesos recientes, no sabía si Rhaenyra aún le guardaba rencor. Él había hecho lo que creía correcto al advertirle sobre Daemon, pero ella no quiso escuchar. Ahora, por esa desobediencia, había quedado desplazada como heredera del Trono de Hierro.

Rhaenyra sostuvo la mirada de su hermano por un instante que se sintió eterno. En sus ojos había un destello de orgullo herido, pero también un matiz de amargura contenida. No pronunció reproches ni excusas; en el fondo sabía que Jaehaerys había tenido razón al advertirle, aunque admitirlo en voz alta era algo que su orgullo no le permitiría.

En lugar de palabras, inclinó levemente la cabeza, un gesto sutil pero cargado de significado. Fue una aceptación silenciosa, un reconocimiento que solo Jaehaerys sabría leer: no lo odiaba, no lo culpaba… y quizás, en algún rincón de su corazón, lo agradecía.

—Me encuentro bien, hermano —respondió finalmente, con voz serena y firme, como quien se rehúsa a mostrar debilidad.

El guardián de las llaves, Ser Harren Dargan, un caballero robusto de cabello oscuro y rostro endurecido por los años de servicio en la isla, se adelantó junto al maestre. A su lado estaba Maestre Othar, un hombre delgado y encorvado, con el rostro surcado de arrugas y una cadena de eslabones oscuros que tintineaba suavemente en su cuello.

Ambos se inclinaron profundamente ante el rey Viserys.

—Ya hemos preparado todo para su llegada, majestad —dijo Othar con voz grave, mientras Ser Harren asentía en silencio, firme como la piedra negra del muelle que custodiaba.

El recorrido hacia la fortaleza continuó entre el eco de pasos y el rugido del mar golpeando con furia los acantilados. El aire olía a sal y a ceniza, como si la isla misma respirara fuego antiguo.

El maestre Othar, con el rostro surcado de arrugas y la túnica gris empapada por la bruma, comenzó a hablar mientras caminaba junto al rey.

—Dicen que los magos de Valyria no tallaban la piedra como simples albañiles, sino que la moldeaban con fuego y magia, igual que un alfarero trabaja la arcilla. Por eso Rocadragón no se parece a ningún castillo de Poniente. Sus muros adoptan formas de dragones agazapados o listos para alzar el vuelo, y donde otros alzan almenas, aquí encontramos gárgolas. Miles de ellas… vigilando. Grifos, mantícoras, basiliscos, sabuesos infernales… criaturas que parecen respirar cuando la bruma las cubre.

Jaehaerys, que caminaba a la par de su padre, alzó la vista hacia lo alto de la muralla, donde el relámpago iluminaba figuras monstruosas.

—Parecen vivos… —susurró con fascinación—. ¿Es cierto que los valyrios les daban alma con su magia?

El maestre esbozó una leve sonrisa, complacido por la curiosidad del joven príncipe.

—Algunos lo creen, mi señor. Otros dicen que es solo piedra… aunque en Rocadragón nada es lo que parece.

Rhaenyra, que avanzaba un paso detrás, con el cabello plateado moviéndose al compás del viento, intervino con voz serena:

—La primera vez que estuve aquí pensé lo mismo. Creí que una de esas gárgolas me seguiría con los ojos en cualquier momento. Pero aprendí que así es esta isla: un recordatorio de que descendemos de un imperio forjado en fuego y sangre.

Othar asintió y continuó mientras señalaba el camino.

—Las antorchas se sujetan con garras de dragón; alas de piedra envuelven la herrería y la armería; las colas forman arcos, puentes y escaleras exteriores. Y más allá, tres murallas delimitan tres patios: la exterior, la intermedia y la interior. Todas custodiadas por puertas de hierro negro.

Cuando cruzaron el primer portón, el sonido del hierro resonó como un rugido apagado. El eco acompañó las últimas palabras del maestre:

—Dentro se alzan torres unidas por puentes elevados y galerías que parecen flotar en el aire. Y en cada piedra, en cada rincón, late aún la grandeza de Valyria.

Viserys miraba en silencio, los ojos húmedos no solo por la bruma, sino por la emoción. Y en el rostro de Jaehaerys se reflejaba la mezcla de asombro y orgullo, como si aquel lugar lo reclamara también como suyo.

El recorrido prosiguió tras la cena, cuando el rey Viserys y la reina Alicent ya se habían retirado a descansar. Acompañados por el maestre Othar y Ser Harren, guardián de llaves, fueron Jaehaerys, Rhaenyra y Aegon quienes se aventuraron a conocer las maravillas de Rocadragón. El joven príncipe llevaba en brazos a su hermanita Helaena, que observaba todo con ojos muy abiertos, fascinada por la extraña fortaleza.

Al llegar a la Torre del Dragón Marino, el viento azotó con fuerza desde el mar, haciendo que la niña se aferrara al cuello de su hermano.

—Mira, Helaena —susurró Jaehaerys con una sonrisa—. Allí arriba duermen los cuervos que llevan nuestras palabras a cualquier rincón del mundo.

La pequeña soltó un balbuceo y alzó la mano como si quisiera atraparlos.

Más adelante, el suelo pareció vibrar bajo sus pies cuando Othar señaló la Torre del Tambor de Piedra.

—Cuando la tormenta ruge, sus muros laten como un tambor —explicó el maestre.

Aegon, curioso, posó la mano en la pared y frunció el ceño.

—Parece que el castillo respira… como si estuviera vivo —comentó.

Rhaenyra, seria, se limitó a decir:

—Así fue concebido. Valyria nunca hacía nada como los hombres comunes.

Al llegar a la Cámara de la Mesa Pintada, todos quedaron en silencio. La inmensa mesa mostraba con detalle los Siete Reinos, como si Aegon el Conquistador aún estuviera allí planeando sus campañas. Rhaenyra se acercó y acarició con la yema de los dedos el relieve de Rocadragón.

—Aquí empezó todo… —murmuró.

El recorrido siguió hacia la Sala Principal, cuya entrada era la boca entreabierta de un dragón tallado en piedra. Helaena escondió el rostro contra el pecho de Jaehaerys al cruzar bajo los colmillos, pero pronto se asomó de nuevo, riendo al ver el amplio salón iluminado por antorchas.

En la Torre del Dragón del Viento, el rugido del aire hizo estremecer a Aegon.

—Este dragón no deja de gruñir —bromeó, aunque sus ojos delataban respeto.

Las cocinas, con su dragón enroscado, arrancaron una risita a Helaena al ver cómo el humo escapaba de las fosas nasales de piedra.

—Mira, escupe nubes —rió la niña con inocencia.

Atravesando el Arco de la Cola del Dragón, llegaron al Jardín de Aegon. Allí, la calma reemplazó los rugidos del viento y el rumor del mar. Los altos árboles oscuros proyectaban sombras profundas, mientras rosales silvestres trepaban por los muros. Jaehaerys bajó a Helaena, que corrió tambaleante hacia unos arbustos de arándanos, arrancando risas tanto de Aegon como de Rhaenyra.

Por último, el maestre Othar los condujo al septo, silencioso y solemne.

—Aquí Aegon rezó la noche antes de conquistar los Siete Reinos —dijo el maestre con tono reverente.

Rhaenyra miró a sus hermanos en silencio, consciente del peso de esa historia sobre todos ellos.

El recorrido concluyó en las mazmorras, donde el calor sofocante ascendía desde Montedragón. El aire pesado hizo que Helaena se acurrucara otra vez en brazos de Jaehaerys.

—Aquí nunca llega el invierno… —comentó Othar.

Rhaenyra observó las paredes negras, brillantes de humedad, y un escalofrío le recorrió la espalda. Por un instante, creyó escuchar un rumor profundo, como un rugido que dormía bajo la piedra.

Rocadragón había mostrado su grandeza. Y cada uno de ellos, en silencio, comprendió que esa fortaleza no era solo su hogar temporal: era un recordatorio vivo del poder y del destino de su sangre.

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