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Chapter 51 - Capitulo 49

—¿Y el resto de dragones salvajes? —preguntó Aegon, curioso pero con un temblor en la voz.

El maestre Othar asintió lentamente.

—Existen varios, cada uno con su carácter y su propia leyenda. Grey Ghost, por ejemplo, es aún joven. Se le ve poco, pues evita la presencia de hombres; suele cazar en soledad y esconderse entre los vapores del volcán. Es tímido, pero nadie debe olvidar que hasta el más joven de los dragones puede ser mortal.

Jaehaerys frunció el ceño.

—¿Y qué hay del Ladrón de Ovejas? He oído rumores de que ha causado problemas en las aldeas costeras.

—Cierto, príncipe —replicó el maestre con un suspiro—. El Ladrón de Ovejas es un dragón astuto y voraz. Dicen que es contemporáneo de Caraxes y de tamaño parecido. Se alimenta de ganado, y los pastores de la isla maldicen su nombre cada vez que baja de la montaña.

Aegon rió nervioso, aunque sus ojos brillaban de emoción.

—Entonces… ¿podría domarlo alguien?

Rhaenyra intervino con dureza, cruzando los brazos.

—No. Los dragones salvajes no aceptan riendas. Y aquellos que lo han intentado, han muerto abrasados.

El silencio se apoderó del grupo. Solo el rumor del viento marino y el crujido de las gárgolas parecían responder.

—¿Y cómo se encuentran Vermithor y Ala de Plata? —preguntó el rey Viserys con curiosidad, mientras alzaba la vista hacia la silueta oscura de Montedragón.

El maestre Othar inclinó levemente la cabeza antes de responder.

—Vermithor sigue habitando las laderas de la montaña. Su tamaño es imponente, mi rey, y su fuego tan temible como en los días del Viejo Rey. Aunque sin jinete, se muestra tranquilo, siempre rondando las cavernas más altas.

—Y Ala de Plata —continuó con un tono más solemne— vuela a menudo sobre los valles y las playas de la isla. conserva la gracia que la hizo célebre junto a la reina Alysanne. Dicen que a veces se posa junto a Vermithor, como si aún recordara los años en que ambos volaban juntos sobre los Siete Reinos.

Viserys sonrió con melancolía, y por un instante el cansancio en su rostro pareció desvanecerse.

—Viejos compañeros de gloria… aún fieles a Rocadragón.

Los príncipes escuchaban con atención. Aegon abrió la boca como si quisiera preguntar más, pero Rhaenyra posó una mano en su hombro, en silencio, como advirtiéndole que aquellas historias de dragones eran más que simples cuentos: eran memoria viva de su linaje.

Mientras los niños recorrían con ojos curiosos la superficie de la Mesa Pintada, el rey Viserys se apartó unos pasos junto al maestre Othar y Ser Harren, el Guardián de las Llaves. Ambos hombres hicieron una leve reverencia antes de hablar.

—Majestad —empezó Othar con tono grave—, Rocadragón se ha mantenido firme durante su ausencia. Las cosechas de la isla han sido suficientes para sustentar a la guarnición, aunque las últimas tormentas han afectado a los embarcaderos del norte.

Ser Harren, con un manojo de llaves tintineando en su cinturón, asintió con gesto serio.

—La seguridad ha sido estricta. Se han reforzado las murallas y no se ha permitido que nadie ajeno a la fortaleza cruce el arco de la cola de dragón sin autorización. Los dragones salvajes, sin embargo, siguen siendo un problema para los aldeanos en las afueras.

Viserys, aún pálido por el cansancio del viaje, escuchaba con atención.

—¿Han causado daños recientes?

—Un par de ovejas desaparecidas y rumores de que el Ladron de Ovejas fue visto sobrevolando al amanecer —replicó Ser Harren—. Nada que lamentar más allá del miedo de los pastores.

El rey suspiró, masajeándose la frente con cansancio.

—Ese maldito dragón siempre ha sido una espina en el costado. Mandaremos más vigilancia, pero sin provocar.

Othar intervino con voz medida:

—En cuanto a las cuentas, majestad, los cofres de Rocadragón siguen en orden. El comercio de obsidiana ha crecido en los últimos meses; los mercaderes de Essos pagan buen precio por ella. Sin embargo, algunos sugieren que se establezca un control más estricto, pues las piedras terminan en manos desconocidas.

Viserys asintió, aunque sus ojos se desviaron hacia la Mesa Pintada, donde sus hijos y Rhaenyra observaban con fascinación las tierras del continente.

—Habrá tiempo para discutir eso en consejo. Ahora… Rocadragón vuelve a ser hogar para mi familia. Que nada lo altere.

Othar y Ser Harren inclinaron la cabeza en señal de obediencia.

Mientras tanto, a pocos pasos de ellos, los príncipes y la princesa permanecían reunidos alrededor de la imponente Mesa Pintada, absortos en sus formas y colores, ignorando por un instante las preocupaciones de los adultos.

—¿Cuándo iremos a ver los dragones? —exclamó Aegon, incapaz de contener su impaciencia, apoyando ambas manos sobre el borde de la mesa como si el mapa mismo le diera la respuesta.

Jaehaerys lo miró con calma, como quien ya había aprendido a templar su entusiasmo.

—Supongo que mañana, cuando padre lo permita —respondió, aunque sus propios ojos brillaban al pensar en aquellas bestias majestuosas.

Helaena, que se había acercado más al centro de la mesa, acariciaba con sus pequeños dedos la figura tallada de un río que atravesaba el continente.

—Vamos, iremos a ver el pueblo —dijo Rhaenyra de pronto, con un brillo travieso en los ojos.

Aegon casi saltó de alegría, tirando de la mano de Jaehaerys.

—¡Sí! ¡Quiero ver el puerto y los barcos!

—¿Ahora mismo? —preguntó Jaehaerys, sorprendido.

—Sí, ahora mismo —confirmó Rhaenyra, alzando la barbilla con determinación—. No necesitamos esperar al sol de mañana. El pueblo está vivo a cualquier hora, y quiero mostrarles cómo late el corazón de Rocadragón más allá de estas murallas… y a los nativos de este lugar.

Aegon abrió los ojos con sorpresa.

—¿Nativos? ¿Acaso hay gente que siempre ha vivido aquí?

Rhaenyra asintió mientras empezaba a caminar hacia la salida.

—Mucho antes de que nuestra familia llegara desde Valyria, aquí ya había pescadores, canteros y marineros. Son ellos quienes mantienen viva la isla, quienes conocen cada recoveco del puerto y cada sendero bajo el volcán. Sin ellos, Rocadragón no sería más que roca y ceniza.

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