Los príncipes abandonaron la fortaleza acompañados de sus guardias reales asignados. Lorent Marbrand marchaba al frente con paso marcial, mientras Erryk Cargyll cerraba la comitiva, atento a cada movimiento en torno al sendero de roca negra que descendía hacia el pueblo.
El sol de la tarde teñía el cielo de un dorado rojizo que hacía brillar las torres y gárgolas de la fortaleza a sus espaldas. El aire traía consigo el inconfundible olor a salitre y a azufre, propio de Rocadragón, y el murmullo de las olas se mezclaba con los gritos lejanos de los pescadores en la costa.
Aegon avanzaba inquieto, deseoso de ser el primero en llegar, mientras Jaehaerys observaba con atención cada detalle del paisaje, como si tratara de grabarlo en su memoria. Rhaenyra caminaba entre ambos, con porte firme, guiando a sus hermanos menores con la seguridad de quien ya se sabía parte del futuro de la isla.
Al llegar a las primeras casas del pueblo, los pobladores alzaron la vista. Nadie se arrodilló ni hizo grandes reverencias como sucedía en Desembarco del Rey. Aquí no había cortesanos ni aduladores, sino hombres curtidos por el mar, mujeres de manos fuertes y niños descalzos que miraban con una mezcla de respeto y cautela.
—Son los príncipes… —susurró una mujer a otra, inclinando apenas la cabeza.
Un anciano pescador, con la piel tostada por el sol, se descubrió el sombrero en señal de respeto, aunque sin inclinarse más de lo necesario. Para los habitantes de Rocadragón, la verdadera devoción no estaba dirigida a los Targaryen, sino a las sombras aladas que dominaban el cielo y descansaban en las cavernas: los dragones.
No era raro ver entre los pobladores cabellos plateados y ojos de un violeta apagado que recordaban, de manera lejana, a la estirpe valyria. En Rocadragón, aquello no sorprendía a nadie. Algunos nativos eran las llamadas "semillas de dragón", hijos de uniones antiguas —y a veces recientes— entre señores Targaryen y mujeres de la isla.
—Mírales… —susurró Aegon con cierta fascinación, bajando el tono como si compartiera un secreto con Jaehaerys—. Podrían ser de nuestra familia.
—No —respondió Rhaenyra en voz baja, con un dejo de severidad—. Somos Targaryen, ellos son… otra cosa.
Jaehaerys, en cambio, se limitó a observar con atención, sintiendo un leve cosquilleo de incomodidad. Aquella mezcla de familiaridad y distancia le hacía pensar que la sangre de dragón, lejos de ser exclusiva, se extendía como raíces invisibles por la isla entera.
Los lugareños, acostumbrados, no parecían darle importancia. Para ellos, lo que verdaderamente contaba no era el color del cabello ni de los ojos, sino la cercanía con los dragones que dormían bajo la montaña. Allí residía el verdadero vínculo sagrado de Rocadragón.
El grupo avanzó por las estrechas calles de piedra volcánica, flanqueadas por casas bajas con techos oscuros. El aire olía a sal y a humo, y entre los puestos del mercado se mezclaban los aromas de pescado recién sacado del mar y hierbas locales que los pobladores quemaban como ofrendas al volcán.
Los isleños miraban a los príncipes con respeto, inclinando la cabeza brevemente, pero sin la devoción exagerada de Desembarco. Aquí, la reverencia verdadera no se dirigía a la sangre real, sino a las bestias aladas que dormían bajo Montedragón.
Rhaenyra caminaba al frente, con la postura orgullosa que la caracterizaba, mientras Jaehaerys observaba con detenimiento a la gente. La mayoría eran hombres y mujeres de aspecto común, piel tostada por el sol y el mar, manos endurecidas por la pesca o la piedra. Pero de vez en cuando, entre la multitud, se cruzaban con un niño de cabello plateado o un joven de ojos violáceos: semillas de dragón, fruto de uniones antiguas entre jinetes Targaryen y nativos de la isla.
—No son muchos —murmuró Jaehaerys para sí mismo, con una mezcla de curiosidad y desconfianza—. Pero los hay.
Los lugareños, acostumbrados a ver la estirpe valyria en sus calles, no parecían alterarse. Para ellos, lo que importaba no era la apariencia, sino la cercanía con los dragones.
Uno de los ancianos del pueblo, encorvado y con una espesa barba gris, se acercó al ver al grupo. Se apoyaba en un bastón de madera ennegrecida, quizá hecha del mismo volcán.
—Bienvenidos, altezas —dijo con voz ronca, cargada de años y de humo—. La isla siempre recibe a los hijos de dragones…
Rhaenyra asintió con respeto, y Jaehaerys apretó la mano de Aegon mientras escuchaba atentamente.
—Si me permiten —continuó el anciano, señalando un estrecho camino de piedra que serpenteaba entre las casas—, les mostraré los lugares que hacen de Rocadragón un hogar y un santuario. No todos los rincones están abiertos a cualquiera; algunos son sagrados incluso para los Targaryen.
Los príncipes avanzaron detrás de él, siguiendo cada giro del camino. A su alrededor, los habitantes continuaban con su vida cotidiana, pescando, reparando redes o tallando la piedra volcánica para reparar sus hogares. Algunos niños de cabello plateado los observaban desde los balcones, curiosos pero prudentes.
—Aquí —dijo el anciano, deteniéndose frente a un edificio de piedra negra— se encuentra la herrería de la isla. No es solo un taller; algunos creen que los metales aquí tienen memoria del fuego del volcán. Las armas y armaduras forjadas en estas llamas siempre recuerdan la sangre de dragón que las toca.
Rhaenyra asintió, fascinada por la explicación, mientras Jaehaerys observaba la textura de la piedra y la forma de las vigas de madera, reconociendo el ingenio que solo un lugar nacido de fuego y magia podía albergar.
—Más adelante —prosiguió el anciano—, hallarán el puerto menor, donde llegan los barcos que no se atreven a entrar al muelle principal. Muchos pescadores prefieren estas aguas; dicen que los dragones los protegen de tormentas y de criaturas que moran en las profundidades.
Jaehaerys apretó los labios, impresionado.
—¿Y es cierto que los dragones todavía patrullan cerca del mar? —preguntó con voz baja, más para sí mismo que para el anciano.
El anciano sonrió, mostrando dientes amarillentos.
—Algunos lo hacen. Pero la mayoría descansan en las cavernas de Montedragón. A veces los vientos traen sus rugidos hasta el pueblo… y aquellos que nacieron bajo la sombra del volcán los escuchan incluso en sus sueños.
Continuaron avanzando, y pronto llegaron a un puente de piedra que cruzaba un barranco pequeño.
—Este puente fue construido sobre las alas de un dragón de piedra —explicó el anciano, señalando las tallas que se extendían a lo largo de los muros—. Cuando los antiguos magos de Valyria vinieron a Rocadragón, decían que era la manera de honrar la grandeza de los dragones que dominaron estas tierras antes de nosotros.
Aegon, sin poder contener su curiosidad, corrió hacia una de las alas talladas, tocando las garras de piedra.
—¡Son enormes! —exclamó, con los ojos brillando de emoción.
—Sí, hijo de dragones —respondió el anciano con un guiño—. Aquí, cada piedra recuerda la historia de quienes volaron y rugieron antes de nosotros. Y también de los que aún guardan silencio en las cavernas.
El pequeño grupo continuó recorriendo las callejuelas del pueblo, con la fortaleza elevándose a lo lejos, como una bestia dormida sobre la roca negra. Cada edificio, cada arco y cada puerta parecía contar una historia, desde la vida cotidiana de los isleños hasta los secretos que solo los dragones podían conocer.
El anciano condujo a los príncipes y a Rhaenyra por un estrecho sendero que se abría entre rocas volcánicas y vegetación escasa, hasta que finalmente llegaron a la base de Montedragón. El suelo estaba cálido al tacto, y un aroma de azufre y humo impregnaba el aire, recordándoles la presencia latente del volcán.
—Aquí es donde descansan los dragones —dijo el anciano, su voz adquiriendo un tono solemne—. Solo los Targaryen y los guardianes de la isla pueden acercarse a estas cavernas sin peligro. Cada grieta, cada roca, recuerda el calor de su aliento y el poder que reside dentro de la montaña.
Los príncipes se detuvieron al borde del sendero, donde la roca se abría en bocas oscuras que emanaban un calor constante. Jaehaerys, con Aegon aferrado a su mano, miraba hacia las profundidades de las cavernas con una mezcla de asombro y respeto. Incluso Rhaenyra, que había crecido conociendo la isla y sus secretos, se inclinó ligeramente hacia atrás ante la advertencia del anciano.
—Hasta aquí es donde llegamos —repitió el viejo, golpeando suavemente con su bastón la roca caliente—. Más allá, cada paso podría ser una muerte segura.
Un silencio reverente se apoderó del grupo. Los sonidos del viento y el lejano rugido del mar parecían desvanecerse, dejando solo el calor y el murmullo de las piedras.
—Es hora de regresar, mis príncipes, ya está anocheciendo —dijo Ser Lorent Marbrand, con voz firme pero tranquila, señalando el camino de vuelta hacia la fortaleza.
Jaehaerys se volvió hacia el anciano, que aún los observaba con ojos sabios y cansados. Sacó una moneda de oro de su pequeño puño y se la lanzó suavemente al anciano.
—Gracias por mostrarnos su hogar —dijo el príncipe con una leve reverencia.
El anciano atrapó la moneda, sus arrugas se marcaron más mientras esbozaba una sonrisa cansada.
—Que la sangre de dragón los proteja siempre, joven príncipe —murmuró, guardando la moneda en su túnica.
Rhaenyra y Aegon asintieron, y juntos siguieron a los guardias por el sendero de regreso a la fortaleza. El sol se escondía tras la montaña, tiñendo el cielo de tonos naranja y púrpura, y el olor a sal y ceniza seguía impregnando el aire.
Mientras caminaban, Jaehaerys miró una última vez hacia las cavernas y la silueta de Montedragón. La emoción y el respeto por el poder que dormía bajo la montaña lo llenaron de determinación. Sabía que aquel lugar no era solo un hogar para los dragones, sino también un recordatorio del destino que algún día le aguardaba.
Finalmente, los muros oscuros y majestuosos de la fortaleza surgieron frente a ellos, protegiendo los secretos de Rocadragón y el sueño de los dragones que aguardaban bajo la montaña.