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Chapter 53 - Capitulo 51

El pasillo estaba en penumbras, iluminado apenas por la luz temblorosa de las antorchas que colgaban de los muros de roca negra. El eco de sus pasos resonaba suavemente en la fortaleza mientras ascendían hacia las cámaras privadas. Aegon había sido ya llevado por su doncella con la reina, y los guardias reales marchaban algunos pasos detrás, atentos pero discretos, dejándoles un respiro de intimidad.

Jaehaerys caminaba junto a Rhaenyra, en silencio. Durante largos instantes, solo se oía el roce de sus botas contra la piedra y el murmullo lejano del mar rompiendo contra los acantilados. Fue entonces cuando, de pronto, el príncipe rompió la calma con una pregunta que flotó en el aire como un filo inesperado:

—¿Me guardas rencor, Rhaenyra? —susurró, con voz contenida.

Ella giró el rostro hacia él, desconcertada.

—¿Rencor? —repitió, como si necesitara asegurarse de haber oído bien.

Jaehaerys sostuvo su mirada con una seriedad poco propia de su edad.

—Ya sabes… por haber tomado tu lugar en el trono.

Las palabras la atravesaron con la misma brusquedad con que se abalanza el viento al abrir una ventana. Rhaenyra se detuvo un instante, incapaz de dar respuesta inmediata. La sombra de la antorcha oscilaba en su rostro, marcando la tensión en sus facciones.

Por un momento, no supo qué decir.

Rhaenyra guardó silencio unos instantes, como si las palabras le pesaran demasiado en la boca. Caminaba despacio, con la vista perdida en las piedras oscuras del pasillo, hasta que al fin dejó escapar un suspiro cargado de años de dolor.

—¿Sabes, Jaehaerys? —dijo en voz baja, apenas un murmullo—. El día en que naciste… no quise ni verte. Ni siquiera escuchar tu llanto.

El muchacho la miró con ojos abiertos, sorprendido por la confesión, pero ella no se detuvo.

—Habías sido la causa… —continuó, con la voz quebrándose—, la razón por la que nuestra madre murió.

Las palabras golpearon como dagas en el aire silencioso. Por un momento, Jaehaerys no supo qué responder, y Rhaenyra apretó los puños, como si quisiera contener todo lo que llevaba dentro desde entonces.

—Quise volcar todo mi dolor en ti —confesó al fin, levantando apenas la vista hacia él—. Porque cada vez que te miraba, cada vez que escuchaba tu voz… lo único que veía era a mamá. Y recordarla me desgarraba más de lo que podía soportar.

El pasillo quedó en silencio, roto apenas por el eco de los pasos de los guardias que marchaban a lo lejos. Jaehaerys bajó la mirada, herido, pero entonces Rhaenyra se acercó un paso más, con una extraña dulzura en los ojos.

—Pero me equivoqué —susurró, con un temblor en la voz—. Porque con el tiempo entendí que no eras la causa de su muerte… sino el último regalo que ella dejó en este mundo.

Lentamente, extendió la mano y rozó con suavidad la cabeza de su hermano menor. La dureza de su confesión se fue disolviendo, dejando en su lugar un afecto profundo.

—Perdóname, Jaehaerys —dijo con un hilo de voz, dejando caer al fin la carga que había llevado tanto tiempo—. Te vi como un recordatorio del dolor… cuando en realidad debí verte como lo que eres: mi hermano, mi sangre.

El muchacho permaneció en silencio, atrapado entre la sorpresa y la emoción, mientras Rhaenyra sostenía su mirada con una mezcla de tristeza y ternura. Entonces, después de un largo respiro, ella continuó, como si liberara otra verdad que había guardado demasiado tiempo.

—Y sobre el trono… —su voz sonó firme, sin titubeos—. No voy a negar que me hubiera gustado ser reina. Desde niña lo soñé, lo creí posible… pero bien sé que los lores del reino nunca hubieran aceptado mi mandato.

Sus labios se curvaron en una media sonrisa amarga.

—Tarde o temprano, se habrían alzado en rebelión. Y no quiero que mi ambición, ni mi orgullo, sean la chispa que incendie el reino.

Avanzó un paso hacia él, apoyando una mano en su hombro con gesto sincero.

—Así que es mejor que seas tú quien ocupe ese lugar, hermano. Tú que llevas la calma de nuestro padre y la fuerza de nuestra madre.

Por un instante la distancia entre ellos desapareció. En aquel momento, no había aspiraciones, rencores ni títulos que los separaran: solo dos hermanos unidos por la sangre y por el peso del destino.

Entonces, con una calma impropia de su edad, Jaehaerys la miró fijamente y dijo:

—Has crecido, hermana… ya no piensas como una niña.

Rhaenyra parpadeó sorprendida. No esperaba escuchar tales palabras de labios de un niño de apenas siete años, que apenas le llegaba a la altura del pecho. Sus ojos se suavizaron, y aunque por un instante pensó en soltar una risa por lo insólito de la escena, lo único que hizo fue observarlo con ternura.

Aquel comentario, sencillo y sincero, le recordó que su hermano, pese a su corta edad, cargaba ya con pensamientos y reflexiones que superaban a muchos hombres adultos.

—¿Y desde cuándo hablas como un maestre viejo? —preguntó Rhaenyra, arqueando una ceja, con un dejo de burla afectuosa.

Jaehaerys sonrió apenas, encogiéndose de hombros, como si llevar el peso del mundo fuese algo natural en él.

Rhaenyra, en silencio, comprendió entonces que aquel niño no solo era su hermano menor… también era el futuro al que debía cuidar, proteger y, llegado el momento, dejar brillar.

—Y gracias por la advertencia sobre Daemon… —dijo al fin, con un suspiro que llevaba tanto cansancio como gratitud—. Debí hacerte caso y tener más cuidado con él. No creí que su ambición por el trono llegara tan lejos.

—Daemon nunca vio a nadie más que a sí mismo —respondió con voz baja, casi como si repitiera una verdad que ya se había grabado en él—. Pero mientras estemos juntos, nada podrá quebrarnos.

Las palabras quedaron suspendidas entre ellos, ligeras como un juramento no pronunciado, pero tan firmes como el acero de una espada.

Las palabras de Jaehaerys resonaron como un juramento solemne, pero Rhaenyra, incapaz de sostener tanta solemnidad, dejó escapar una risa suave.

—Deja de decir palabras tan cursis —replicó con una sonrisa, arqueando una ceja mientras lo miraba de arriba abajo.

El niño, ofendido por un instante, frunció el ceño, aunque en seguida la seriedad se quebró y sus labios se curvaron en una leve sonrisa cómplice.

En aquel intercambio sencillo, sin títulos ni protocolos, los dos hermanos se sintieron más cercanos que nunca.

Pero la armonía se quebró de golpe.

Un rugido profundo y desgarrador sacudió los cimientos del castillo, haciendo vibrar las piedras bajo sus pies.

Rhaenyra y Jaehaerys se miraron con los ojos muy abiertos, cuando otro estruendo retumbó, mezclándose con el rugir de la tormenta que azotaba Rocadragón.

Entre la lluvia torrencial y el resplandor de los relámpagos, una sombra colosal emergió en el cielo. Negra como la obsidiana, su silueta se recortaba entre nubes y truenos, desplegando unas alas tan vastas que parecían abarcar la tormenta misma.

El Caníbal había regresado.

(Imagen)

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