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Chapter 54 - Capitulo 52

Jaehaerys salió corriendo, sus pasos resonando con fuerza en las escaleras de caracol que llevaban a una de las torres del castillo. El aire estaba cargado de ceniza y miedo; cada rugido hacía vibrar los muros de piedra como si el propio Rocadragón respirara con angustia.

—¡Jaehaerys, espera! —gritó Rhaenyra, intentando alcanzarlo mientras la lluvia golpeaba los ventanales con furia.

El niño no se detuvo. Su corazón latía al mismo ritmo que los truenos que iluminaban el cielo. Quería verlo con sus propios ojos, al dragón del que todos hablaban, al monstruo que el trueno anunciaba.

Al llegar a la parte más alta de la torre, empujó la pesada puerta de madera. Un viento helado lo recibió de golpe, casi arrancándole el aliento. Desde allí, lo vio.

Entre la oscuridad de la tormenta, un dragón de escamas negras como la obsidiana surcaba el cielo. Sus alas se desplegaban inmensas, reluciendo con cada relámpago; su rugido no era solo un sonido, sino una fuerza que estremecía el alma.

Rhaenyra llegó un instante después, empapada, con el cabello pegado al rostro. Cuando vio lo que su hermano contemplaba, el miedo la atravesó como una daga.

El Caníbal estaba de regreso, y su mirada parecía clavarse directamente en ellos.

Mientras Rhaenyra observaba con el rostro pálido y los labios entreabiertos, paralizada por una mezcla de miedo y asombro, Jaehaerys no podía apartar la vista del dragón.

Su corazón latía con violencia, no de terror, sino de fascinación pura. Una sonrisa se dibujó en su rostro, amplia, temeraria, como si ante sus ojos no se alzara una amenaza… sino un sueño hecho carne y fuego.

El Caníbal giró sobre la fortaleza, dejando caer una lluvia de brasas color esmeralda que encendían el cielo como un presagio antiguo. Cada aleteo sacudía el aire, levantando olas que chocaban contra los acantilados y haciendo vibrar los muros del castillo como si fuesen simples hojas bajo el viento.

—Jaehaerys… —susurró Rhaenyra, sin poder ocultar el temblor en su voz—. Aléjate de la ventana.

Pero él no se movió. Sus ojos reflejaban el fulgor verde del fuego que ardía en los cielos.

Con más de ciento treinta metros de largo y una envergadura cercana a los doscientos, el Caníbal era una visión colosal, una sombra viviente que dominaba los cielos de Rocadragón.

Ni Caraxes con su figura serpenteante, ni Syrax con su elegancia dorada, ni siquiera Dreamfyre, la joya del Pozo de Dragones, podían compararse con aquella bestia nacida del fuego y la libertad.

El Caníbal nunca había conocido cadenas, ni riendas, ni montura. Había cazado, devorado y reinado sobre los cielos sin amo alguno. Y por eso, su tamaño y su poder desafiaban toda comprensión.

Rhaenyra dio un paso atrás, sintiendo cómo el suelo temblaba bajo sus pies mientras el dragón lanzaba un rugido que rasgó el cielo y partió la noche en dos.

Jaehaerys, en cambio, sonrió.

Ante aquella criatura inmensa y salvaje, no vio un monstruo… sino el reflejo de algo que siempre había sentido dentro de sí: fuego, libertad y destino.

El Caníbal rugió una última vez, un sonido profundo que pareció hacer vibrar el corazón del volcán mismo. En medio de la tormenta, giró su colosal cuerpo, y entonces Jaehaerys lo vio con claridad: una herida abierta recorría uno de sus costados, larga como nueve codos, marcada por cicatrices aún frescas. Las escamas cercanas estaban ennegrecidas y agrietadas, como si hubiesen sido tocadas por fuego enemigo.

Rhaenyra contuvo el aliento. Aquella bestia, tan indómita y antigua, había sangrado.

Con un poderoso aleteo, el dragón se elevó entre las nubes, perdiéndose en la negrura del cielo. Solo quedaron su rugido resonando entre los acantilados y el olor a azufre flotando en el aire.

El Caníbal había desaparecido, deslizándose de nuevo en las sombras de Rocadragón… pero su regreso había dejado una advertencia que nadie podía ignorar.

Los muros de Rocadragón seguían temblando cuando los primeros guardias irrumpieron en el pasillo. El aire olía a azufre y a humo, y los ecos del rugido del Caníbal aún parecían retumbar en las piedras.

—¡Cierren las puertas del patio! ¡Nadie salga al exterior! —gritó Ser Lorent Marbrand, espada en mano, mientras atravesaba el corredor con media docena de soldados tras él.

En el gran salón, los sirvientes corrían de un lado a otro, apagando antorchas que el viento había encendido más de lo debido. Las ventanas golpeaban contra los marcos, y la lluvia se colaba por los ventanales como si el castillo mismo respirara con dificultad.

Rhaenyra entró empapada, los ojos aún fijos en el cielo más allá de los muros.

—Era él —susurró—. El Caníbal ha regresado.

Los guardias se miraron con temor; algunos hicieron la señal de los Siete, otros simplemente callaron. En Rocadragón, ese nombre bastaba para helar la sangre incluso de los más valientes.

Pocos instantes después, Viserys llegó acompañado del maestre Othar. Su túnica estaba desordenada, y su expresión oscilaba entre el desconcierto y la ira.

—¿Quién lo vio? —preguntó con voz ronca.

—Jaehaerys y yo —respondió Rhaenyra sin apartar la vista del ventanal—. Voló sobre la fortaleza… herido.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas como el humo que aún flotaba entre las antorchas. Durante unos segundos, nadie se atrevió a hablar. Los rostros de los presentes se endurecieron; algunos se miraron entre sí con incredulidad, otros con un temor antiguo que no necesitaba explicación.

—¿Herido? —repitió Ser Lorent Marbrand, con el ceño fruncido—. ¿Qué podría herir a una criatura así?

El maestre Othar bajó la cabeza, murmurando para sí fragmentos de oraciones valyrias olvidadas. En Rocadragón, incluso los hombres de ciencia sabían cuándo callar.

Para los nativos de la isla, el Caníbal no era solo un dragón: era una presencia ancestral, una sombra viva que los más viejos llamaban el dios oscuro del volcán. Se decía que habitaba las grietas más profundas de Montedragón, donde el fuego nunca se apaga y la roca aún sangra lava. Nadie —ni hombre ni bestia— podía desafiarlo y sobrevivir.

Y sin embargo, había vuelto… herido.

El murmullo se extendió entre los soldados y sirvientes, como un viento helado. Algunos hacían la señal de los Siete; otros, los más viejos, simplemente tocaron el suelo con dos dedos, en señal de respeto hacia el espíritu de la montaña.

Viserys permanecía inmóvil, los ojos perdidos en las llamas del brasero.

—Si el Caníbal sangra —dijo al fin, con voz baja pero firme—, entonces algo mucho peor que él ha despertado en el mundo.

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