Aquella noche, cuando el castillo volvió a quedar en silencio, Jaehaerys no pudo dormir.
El rugido del Caníbal seguía resonando en su cabeza, grave y profundo, como si la montaña misma lo repitiera una y otra vez entre sueños.
Desde su cama, veía cómo las sombras del fuego danzaban sobre el techo de piedra. Cerró los ojos, pero cada vez que lo hacía, volvía a ver la figura colosal del dragón girando entre la tormenta… y la herida, enorme, ardiendo con un brillo enfermizo en su costado.
Se levantó en silencio, descalzo, y caminó hacia la ventana. El aire nocturno era frío y olía a azufre. Allá, en lo alto de Montedragón, un tenue resplandor verde se filtraba entre las nubes, como si el fuego aún no se hubiese apagado del todo.
—Canibal… —susurró, con una mezcla de fascinación y miedo.
No entendía por qué, pero algo dentro de él lo llamaba. No era solo curiosidad: era una conexión visceral, un tirón invisible que lo empujaba hacia las cavernas.
El Caníbal no le había parecido un monstruo, sino una fuerza indómita, algo que no debía temerse, sino comprenderse.
—
A la mañana siguiente, los sirvientes lo encontraron despierto antes del amanecer, aún con la mirada perdida hacia la montaña.
Sus ojos, normalmente serenos, tenían algo distinto… una chispa que Rhaenyra reconoció de inmediato: la misma que alguna vez había visto en su padre cuando hablaba de dragones y destinos.
—No debiste verlo tan de cerca —le dijo ella, apoyando una mano en su hombro—. Hay cosas que los Targaryen no deben intentar dominar.
Jaehaerys no respondió. Apenas asintió, aunque en su interior sabía que no podía obedecerla.
Cada rugido distante, cada ráfaga de viento caliente que llegaba desde las fauces del volcán, lo llamaba.
Y cuando cerraba los ojos, podía jurar que oía una respiración profunda, casi humana, mezclada con el rumor del fuego.
Esa noche volvió a asomarse a la ventana. La tormenta se había calmado, pero el cielo aún conservaba un resplandor verdoso, como una herida abierta en el firmamento.
Sabía que el Caníbal estaba allí, en algún lugar entre las grietas ardientes de la isla.
—Si estás herido… —murmuró—. Te encontraré.
Con esa promesa silenciosa, Jaehaerys encendió una vela y la colocó junto a la cama. Luego, con paciencia casi ritual, acomodó varias almohadas bajo las sábanas, formando la silueta de un cuerpo dormido. Las sombras del fuego hacían que el engaño pareciera real, incluso para un ojo atento.
Tomó su capa negra y la echó sobre sus hombros. Ajustó el cinturón donde colgaba su espada —una hoja demasiado grande para su edad, pero que él empuñaba con determinación— y aseguró el arco junto a su espalda.
Antes de salir, echó una última mirada a su habitación, sabiendo que si lo descubrían, su padre jamás le permitiría volver a poner un pie fuera de esos muros.
Empujó lentamente la puerta, cuidando que las bisagras no crujieran, y se deslizó al pasillo de piedra.
Solo el rumor lejano de las olas golpeando los acantilados acompañaba sus pasos. La fortaleza dormía, ajena a lo que el joven príncipe estaba a punto de hacer.
Avanzaba en silencio, esquivando guardias y sirvientas que cruzaban los corredores con antorchas en mano. Esperaba pacientemente a que se alejaran, oculto tras columnas o tapices, antes de seguir su camino.
En Desembarco del Rey había hecho lo mismo muchas veces: escabullirse cuando debía dormir, huir de su alcoba para perderse entre los patios y pasadizos del castillo. Pero esta vez era distinto. No estaba en la Fortaleza Roja, sino en Rocadragón… un lugar antiguo, lleno de túneles, ecos y sombras que parecían observarlo.
El aire era más pesado allí, cargado con un calor que no provenía del fuego humano. Jaehaerys lo sentía en la piel, como si algo bajo la piedra respirara, lento y profundo, marcando el pulso de la isla.
Había dejado atrás la fortaleza sin ser visto, deslizándose entre sombras y pasadizos hasta alcanzar el sendero que conducía a los acantilados orientales. La bruma se arremolinaba en torno a él, y el sonido del mar golpeando las rocas lo guiaba como un tambor lejano.
El Caníbal, como los demás dragones que habitaban Rocadragón, tenía su guarida en la isla. Pero, a diferencia de los dragones del pozo del dragón su cueva no formaba parte de los túneles que serpenteaban bajo el castillo. No, el Caníbal era distinto: su refugio estaba aislado, apartado incluso de los otros dragones, como si hubiese elegido reinar sobre su propio reino de piedra y fuego.
Jaehaerys avanzó entre las rocas negras y resbaladizas, siguiendo el eco profundo que emanaba de la montaña. El aire se volvía más cálido a cada paso, y un tenue resplandor verdoso comenzaba a filtrarse entre las grietas del suelo.