El sendero terminó abruptamente en un risco cubierto de ceniza. Frente a él, entre la bruma y las sombras, se alzaba la entrada de la cueva.
Era enorme, tan alta como una puerta de castillo, tallada por siglos de fuego y viento. De su interior emanaba un calor seco, y el aire olía a azufre y piedra quemada. Cada tanto, una corriente caliente salía desde la oscuridad, como si la montaña exhalara.
Jaehaerys se detuvo, su corazón golpeando con fuerza. Por un instante dudó. Aquella no era una simple caverna… era la guarida de una criatura que había vivido libre desde antes de que él naciera.
La lluvia resbalaba por su capa, y el rugido lejano del mar chocaba contra los acantilados, pero en ese silencio entre truenos, juraría haber escuchado algo más: un respiro profundo, un sonido grave y constante, que provenía desde lo más hondo del túnel.
El joven príncipe tragó saliva, ajustó el arco en su espalda y dio un paso adelante.
La oscuridad lo recibió como una boca abierta, devorando la tenue luz del exterior.
—No hay vuelta atrás, Jaehaerys… esto es lo que querías, ¿no? —murmuró para sí, intentando convencerse.
Con manos temblorosas encendió una antorcha. La llama parpadeó un instante antes de alzarse, proyectando sombras danzantes sobre las paredes rugosas de la cueva.
El calor aumentó de inmediato, y el aire se volvió espeso, cargado de vapor y un olor a hierro quemado.
El joven príncipe dio su primer paso dentro. El suelo estaba cubierto de ceniza y fragmentos de roca negra, y a cada movimiento su eco resonaba con un retumbe profundo, como si la montaña respondiera a su presencia.
A medida que avanzaba, la luz de la antorcha revelaba huellas enormes impresas en la piedra fundida, cicatrices del paso de una criatura descomunal. En los muros, las marcas de garras se entrecruzaban como heridas antiguas.
Cada paso lo llevaba más adentro… hacia el corazón del Caníbal.
El aire se volvió más denso conforme Jaehaerys avanzaba. La antorcha apenas iluminaba unos pocos pasos frente a él, y lo que comenzó a distinguir lo hizo detenerse en seco.
El suelo estaba cubierto de huesos.
Decenas, quizá cientos, desparramados entre ceniza y piedra fundida. Algunos eran de animales —mandíbulas de cabras, costillas enormes, cráneos partidos—, pero otros no dejaban lugar a dudas: eran humanos.
Espadas corroídas por el tiempo, escudos deformados por el calor, restos de armaduras ennegrecidas… todos esparcidos como si un ejército entero hubiese perecido allí. Algunos huesos aún tenían marcas de dientes, grandes como la mano de un hombre.
El olor era insoportable, una mezcla de azufre, sangre vieja y humo. La antorcha crepitó, y su luz reveló algo más al fondo: un muro ennegrecido, cubierto de marcas de fuego, y sobre él… una sombra enorme, inmóvil.
Jaehaerys tragó saliva. El eco del viento que se colaba por las grietas parecía un suspiro, un aliento profundo que venía desde el interior de la oscuridad.
El joven príncipe apretó la empuñadura de su espada.
—¿Estás ahí…? —susurró, sin saber si temía o deseaba la respuesta.
Un sonido profundo rompió el silencio.
No fue un rugido… sino un resoplido bajo, como el aliento de un volcán que despierta. La llama de la antorcha tembló, y en la penumbra, una chispa verde se encendió.
Un ojo.
Un ojo inmenso, reptiliano, se abrió entre las sombras, reflejando la luz con un brillo esmeralda. La pupila se contrajo, fijándose en el pequeño intruso que se atrevía a entrar en su guarida.
Jaehaerys sintió que el corazón se le detenía, pero no retrocedió.
Aquel fuego que siempre había sentido arder dentro de sí se avivó, mezclándose con el miedo.
—Lykirī… ñuha zaldrīzes —dijo con voz firme, en alto valyrio—. "Tranquilo… mi dragón."
El eco de su voz resonó en las paredes de la cueva, y por un instante, el silencio regresó.
El ojo del Caníbal lo observó, sin parpadear. Cada exhalación del monstruo levantaba polvo y hacía vibrar las piedras.
Jaehaerys dio un paso más, apenas uno, sosteniendo la mirada de la bestia.
—Ñuha brozi, ñuha tolvys —continuó, con una mezcla de respeto y súplica—. "Soy sangre de fuego, soy tu igual."
El dragón respondió con un gruñido tan profundo que pareció nacer desde las entrañas mismas de la montaña. El sonido reverberó por las paredes de la cueva, haciendo vibrar el aire. Luego, un resoplido ardiente estalló frente a él, levantando una ola de calor y polvo que lo obligó a cubrirse el rostro.
Jaehaerys se tambaleó, la antorcha casi se le escapó de la mano. El fuego iluminó fugazmente las escamas negras del Caníbal, tan oscuras que parecían absorber la luz.
—Sōvēs… ñuha zaldrīzes —jadeó, sin retroceder—. "Escúchame… dragón mío."
El Caníbal inclinó levemente la cabeza, y el aire se volvió insoportablemente caliente.
Jaehaerys sintió el olor del azufre, el humo filtrándose por sus pulmones. El dragón lo olfateó, exhalando un aliento que quemaba la piel.
Por un instante, el joven príncipe creyó que moriría allí mismo.
Pero el Caníbal no atacó. Solo lo observaba, como si intentara recordar algo… o reconocerlo.
Jaehaerys, aún temblando, dio un paso al frente.
—Ñuha perzys tepagon ao —susurró—. "Mi fuego te busca."
El ojo del dragón se entrecerró, y el aire pareció contener la respiración del mundo.
El suelo tembló bajo sus pies.
Primero fue un leve movimiento, luego un estruendo que hizo caer fragmentos de piedra del techo. El cuerpo del Caníbal comenzó a levantarse lentamente, y solo entonces Jaehaerys comprendió la magnitud de la criatura que tenía delante.
Las sombras se apartaron revelando su inmensidad: alas que rozaban las paredes de la cueva, músculos que se movían bajo un manto de escamas negras como la obsidiana. Cada respiración era un trueno, cada movimiento levantaba polvo y brasas.
Jaehaerys alzó la antorcha, tembloroso, y la luz cayó sobre el costado del dragón. Allí vio la herida.
Era enorme, abierta, aún fresca en algunos bordes. Parecía el resultado de un zarpazo, una marca larga y profunda que recorría casi toda su flanco.
El tejido alrededor estaba ennegrecido, como si el fuego interno del Caníbal intentara cauterizarla sin éxito.
Aquel no era un golpe de lanza ni una herida de ballesta. Era el arañazo de otra bestia.
El príncipe sintió cómo la garganta se le secaba.
—Otro dragón… —murmuró, casi sin voz.
El Caníbal giró su enorme cabeza hacia él, como si hubiese escuchado aquellas palabras.
Dos ojos del tamaño de escudos lo observaron con una ferocidad ancestral. En ellos ardía algo más que ira: había dolor, rabia contenida… y un rencor antiguo, como si la criatura recordara cada herida, cada intento de someterla.
El aire se volvió denso, pesado, vibrante.
El pecho del dragón se expandió lentamente, como una fragua viva a punto de estallar
Entonces abrió sus fauces.
Un rugido desgarró la cueva, tan potente que las antorchas se apagaron al instante, tragadas por la oscuridad.
El estruendo golpeó el pecho de Jaehaerys como una ola invisible, arrojándolo hacia atrás con una violencia brutal. El joven príncipe rodó por el suelo, sintiendo el aire quemarle los pulmones.
En un reflejo desesperado, desenfundó su espada y la clavó en el suelo de piedra negra, aferrándose al pomo con ambas manos. El metal chirrió, resistiendo apenas la fuerza del rugido que seguía retumbando en la caverna.
El aire vibraba, cargado de polvo, ceniza y el hedor sulfuroso del dragón.