Mientras tanto, en la fortaleza de Rocadragón, la tormenta había amainado, dejando solo el rumor constante de las olas golpeando los acantilados.
Ser Erryk Cargill caminaba por el corredor principal con paso lento, sosteniendo un farol en una mano. No era su turno de guardia, pero algo lo había inquietado toda la noche —una sensación difícil de explicar, como un peso en el pecho
Había estado ya un par de años al servicio del príncipe Jaehaerys, y sabía bien lo impredecible que podía ser.
El muchacho tenía el fuego de su linaje, la curiosidad de un erudito y la temeridad de un jinete de dragón. Una combinación peligrosa para alguien tan joven.
Erryk había aprendido a reconocer los silencios sospechosos, las miradas distraídas antes de que el príncipe tramara alguna locura. Y esa noche, algo en su interior le decía que Jaehaerys no dormía en paz tras lo ocurrido con el Caníbal.
Giró por otro pasillo, el eco de sus botas resonando suavemente contra la piedra húmeda. Las antorchas se consumían, dejando sombras que se movían como fantasmas sobre los muros antiguos.
El guardia, al notar la presencia del caballero de la Guardia Real, se irguió de inmediato y golpeó el puño contra el pecho en señal de respeto.
—Ser Erryk —saludó con voz firme, aunque con un leve temblor—. ¿Ocurre algo?
Erryk alzó el farol, observando el rostro del joven soldado, pálido bajo la luz anaranjada.
—Nada que pueda llamar "algo"… todavía —respondió en tono grave—. ¿El príncipe sigue dentro?
El guardia asintió al principio, pero luego vaciló.
—No he escuchado movimiento alguno, ser. Desde que comenzó mi turno, no ha pedido nada. Supuse que descansaba.
Erryk frunció el ceño.
—¿Has visto entrar o salir a alguien?
—Nadie, ser. Las puertas han estado tranquilas —respondió el guardia de turno, llevándose una mano al yelmo con gesto respetuoso.
Erryk asintió, aunque la inquietud en su pecho no se disipó. Se acercó a la puerta y tocó suavemente con los nudillos.
—¿Mi príncipe? ¿Se encuentra bien? —llamó, manteniendo la voz baja para no alarmar a nadie.
Solo el silencio le respondió. Ni un murmullo, ni un movimiento al otro lado.
Frunció el ceño. Volvió a llamar, esta vez con más fuerza.
—Jaehaerys, abrid la puerta.
Nada.
Erryk probó el picaporte y sintió resistencia: estaba trabada desde dentro. Un mal presentimiento lo recorrió de inmediato.
—Hazte a un lado —ordenó al guardia, su tono más duro ahora.
Retrocedió un paso, apoyó la bota contra la piedra y, con un golpe seco, derribó la puerta. La madera cedió con un estallido que resonó en el pasillo, seguido por el chirrido de las bisagras al romperse.
El farol que sostenía proyectó un temblor de luz sobre la habitación vacía, revelando una calma inquietante.
La puerta cayó con estrépito, levantando una nube de polvo. Erryk avanzó con paso firme, levantando el farol para iluminar el interior.
El resplandor anaranjado tembló sobre los muros de piedra, revelando una estancia en orden casi impecable… demasiado impecable.
El fuego del brasero se había apagado hacía horas; el aire era frío y olía a cera derretida. La cama, sin embargo, mostraba la silueta de un cuerpo bajo las mantas.
—Mi príncipe… —murmuró Erryk, acercándose con cautela.
No obtuvo respuesta. Solo el leve golpeteo del viento entrando por la ventana entreabierta.
Con una mezcla de prudencia y temor, alzó la manta. Su respiración se detuvo.
Bajo las telas, no había un cuerpo, sino un montón de almohadas acomodadas con precisión, imitando la forma de alguien dormido.
—Por los Siete Infiernos… —susurró, dejando escapar el aire lentamente.
Se incorporó, su mirada recorriendo el resto de la habitación. La capa del príncipe no estaba en el perchero. Sobre la mesa, una vela se había consumido hasta la base, y junto a ella, una mancha de cera seca indicaba que había sido encendida hace poco.
El guardia que lo acompañaba entró con timidez.
—¿Qué ocurre, ser?
Erryk apretó la mandíbula.
—Lo que ocurre es que el príncipe no está aquí —dijo en voz baja, grave—. Y parece que no tiene intención de dormir esta noche.
Caminó hasta la ventana. Desde allí, podía verse el mar golpeando los acantilados, iluminado por destellos de relámpagos lejanos.
El viento marino entraba frío y húmedo, moviendo las cortinas.
Caminó hasta la ventana. Desde allí, podía verse el mar golpeando los acantilados con furia, iluminado por los destellos lejanos de los relámpagos que aún rugían sobre el horizonte. El viento marino entraba frío y húmedo, haciendo ondear las cortinas y apagando parte del farol que Erryk sostenía.
El caballero se quedó inmóvil un instante, observando la oscuridad que envolvía Rocadragón. Algo en el aire —una vibración, un presentimiento— le hizo sentir que aquello no era una simple travesura infantil.
—Advierte a los guardias del castillo —dijo al fin, con voz firme pero contenida—. Nadie entra ni sale sin mi autorización.
Luego, giró levemente la cabeza hacia el soldado, su expresión endurecida por la sospecha.
—Y consigue un grupo de guardianes de dragón… —añadió con gravedad—. Tal vez los necesitemos antes del amanecer.
El joven guardia tragó saliva, comprendiendo el peso de la orden, y salió corriendo por el pasillo mientras Erryk permanecía en la penumbra, mirando hacia Montedragón.