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Chapter 58 - Capitulo 56

El eco del rugido aún retumbaba en las paredes cuando Jaehaerys logró incorporarse. Le ardían los brazos y las piernas por los golpes, y un zumbido sordo le llenaba los oídos.

El aire estaba espeso, cargado de humo y ceniza. Apenas podía ver más allá de unos metros; solo la silueta colosal del dragón moviéndose entre las sombras, una montaña viva envuelta en fuego.

El Caníbal lo observaba. Sus ojos, dos brasas verdes, lo atravesaban con un fulgor que mezclaba furia, dolor y desafío.

Jaehaerys respiró hondo. Su cuerpo temblaba, pero algo dentro de él —algo más antiguo que el miedo— se encendió.

Se enderezó, alzó la antorcha y habló con voz firme, clara y resonante:

—Ñuha zaldrīzes! Ñuha perzys, ñuha ēdruta!

(Mi dragón. Mi fuego, mi destino.)

La caverna pareció contener el aire. El sonido de las llamas y del viento cesó por un instante, como si el mundo escuchara.

El Caníbal gruñó, bajo y prolongado, haciendo vibrar el suelo. Dio un paso hacia adelante, y su sombra cubrió por completo al príncipe.

Jaehaerys, sin retroceder, continuó con una voz más fuerte, cargada de autoridad y sangre valyria:

—Ñuha brozi, ñuha tolvys! Āeksio iā zaldrīzes!

(Soy sangre de fuego, soy tu igual. Un señor de dragones.)

Por un instante, algo cambió en los ojos del Caníbal. No era sumisión, ni aceptación, pero sí un reconocimiento. Como si esa voz —esa fuerza— despertara un eco antiguo, un juramento olvidado entre fuego y ruina.

De su costado herido emanaba un humo verdoso, y Jaehaerys, sin apartar la vista, vio las marcas: garras profundas, quemaduras recientes… las señales de una batalla contra otro dragón.

El príncipe apretó el puño sobre la empuñadura de su espada, sin bajarla ni alzarla, y susurró en el idioma de su linaje:

—Lo grevyssy ābrar ziry vāedis.

(El fuego no teme al fuego.)

El Caníbal exhaló una nube de calor y ceniza. Las llamas no lo consumieron.

Solo el silencio quedó entre ambos, y en ese silencio, la línea entre el dragón y el príncipe se volvió peligrosamente delgada.

El trueno rugía sobre Rocadragón cuando Ser Erryk Cargill descendió por el sendero escarpado que conducía hacia las entrañas de la isla.

El viento le azotaba el rostro, trayendo olor a azufre y mar. A su espalda lo seguían una docena de guardias y un grupo de guardianes de dragón, hombres endurecidos por años junto a aquellas bestias imposibles. Todos iban armados con lanzas de hierro negro, cadenas templadas y antorchas que chispeaban bajo la lluvia.

El caballero no dijo palabra durante el trayecto. Había seguido las huellas del príncipe Jaehaerys hasta ese lugar maldito —una grieta abierta en la roca, profunda y silenciosa como una tumba.

Cuando llegaron a la entrada, un calor sofocante emanaba desde dentro, pese a la tormenta que rugía afuera.

Erryk levantó su farol.

—Ahí está —dijo en voz baja—. La guarida del Caníbal.

Los guardianes avanzaron primero, con paso firme. Sabían que ningún dragón común habitaba allí. Este era el Caníbal, el más antiguo y salvaje de todos.

Sus rugidos habían hecho temblar Rocadragón mucho antes de que el rey Viserys tomara el trono.

A medida que penetraban en la cueva, el aire se volvió más denso. El humo se mezclaba con el hedor de la sangre y los huesos quemados.

El suelo estaba sembrado de restos humanos: espadas torcidas, cascos derretidos y calaveras ennegrecidas.

Erryk apretó la empuñadura de su espada.

Entonces lo vieron.

El Caníbal se alzaba en la oscuridad, un coloso de escamas negras como obsidiana, los ojos ardiendo con una luz enfermiza. Frente a él, diminuto pero desafiante, estaba Jaehaerys, cubierto de polvo y hollín, con una antorcha en la mano.

—¡Por los Siete! —murmuró Erryk, y corrió hacia adelante—. ¡Mi príncipe!

El dragón movió la cabeza lentamente hacia el grupo que acababa de irrumpir.

Los guardianes de dragón avanzaron con paso firme, confiados en su experiencia, como si aquella bestia fuese una más de las que cuidaban en los fosos del castillo.

Uno de ellos levantó su mano y gritó en alto valyrio, con voz autoritaria:

—"Dohaerās, drakon! Vestri naejot sagon rȳbagon!"

(¡Obedece, dragón! ¡Debes someterte!)

Otro alzó su látigo, haciéndolo chasquear en el aire.

—"Syt ñuha prūmia!"

(¡Por mi orden!)

Erryk sintió que el mundo se detenía.

Por un instante, el aire mismo pareció contener la respiración.

Luego, el caballero frunció el ceño y masculló con rabia entre dientes:

—Malditos idiotas…

El Caníbal ladeó la cabeza, los ojos ardiendo con una furia casi humana.

Entonces, un resplandor verdoso comenzó a crecer en su garganta, iluminando la cueva con un brillo espectral.

Erryk apenas tuvo tiempo de gritar:

—¡Cuidado, mi príncipe!

Pero ya era demasiado tarde.

El fuego esmeralda brotó de las fauces del dragón como una avalancha viva.

El rugido del infierno llenó la cueva. Las llamas devoraron el aire, arrasaron la piedra, fundieron el metal y redujeron a polvo a los guardianes de dragón más cercanos.

Erryk se lanzó a un costado, rodando sobre el suelo, el calor mordiéndole la espalda.

Sintió cómo el fuego pasaba a centímetros, cómo su capa se prendía y la apagó con las manos desnudas.

Cuando levantó la cabeza, solo quedaban cenizas y gritos ahogados.

—Maldita sea… —susurró, con el corazón golpeándole el pecho—.

Y el pensamiento le cruzó como una daga:

"El príncipe… Jaehaerys…"

Miró hacia el frente, esperando ver nada más que cenizas.

Pero lo que vio le heló la sangre.

El aire seguía ardiendo.

Las brasas llovían como luciérnagas verdes sobre el suelo ennegrecido, y el olor a piedra fundida impregnaba la cueva.

Erryk parpadeó, tratando de enfocar la vista entre el humo.

Donde el fuego había golpeado con más fuerza, debía estar el cuerpo del príncipe.

Pero en lugar de cenizas… algo se movió.

Una figura se incorporó lentamente entre el resplandor del fuego, la silueta temblorosa bajo las llamas que aún bailaban a su alrededor.

—Por los Siete… —murmuró Erryk, sin poder creer lo que veía.

Jaehaerys estaba de pie.

Su ropa era poco más que jirones chamuscados; su cabello, ennegrecido y aún humeante. La piel de sus brazos mostraba quemaduras leves, pero sus ojos… sus ojos ardían con una luz dorada, reflejando el fuego como si lo contuvieran en su interior.

El Caníbal lo observaba desde lo alto, respirando con pesadez.

Por un instante, el dragón y el niño parecieron mirarse como iguales. No había odio, ni miedo, ni dominio.

Solo reconocimiento.

El rugido que siguió no fue de furia, sino de algo más antiguo… un saludo.

Un eco de fuego que resonó en las profundidades de la montaña.

Erryk cayó de rodillas, incapaz de apartar la vista.

El calor era insoportable, el aire vibraba, pero no podía moverse.

Y en ese instante lo comprendió.

No eran simples hombres.

No eran simples herederos de un trono.

"Los Targaryen…" —pensó con un estremecimiento— "son más cercanos a los dioses que a los hombres."

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