El silencio que siguió al rugido era casi irreal.
El fuego se extinguía lentamente, dejando solo el crepitar de las brasas y el eco de la respiración profunda del dragón.
Jaehaerys parpadeó, aún aturdido.
Sentía el calor en la piel, pero no el dolor que debería acompañarlo.
Miró sus manos: ennegrecidas, con la piel enrojecida, pero enteras.
El fuego lo había abrazado… y lo había dejado vivir.
Su pecho subía y bajaba con dificultad. Cada inhalación arrastraba el olor metálico del aire quemado.
A su alrededor, el suelo aún brillaba con vetas incandescentes, como si la piedra misma recordara el paso de las llamas.
—¿Por qué…? —susurró, mirando al coloso frente a él.
El Caníbal movió su colosal cuerpo, haciendo vibrar el suelo con cada paso.
La piedra temblaba, y el aire se llenó de un zumbido grave, el sonido vivo del poder contenido.
Bajó la cabeza hasta quedar a unos metros del muchacho.
Su respiración era un trueno lento, constante; el vapor que exhalaba formaba remolinos verdosos bajo la luz moribunda de las antorchas.
Sus ojos, dos brasas antiguas, lo observaban con una mezcla de desconcierto y curiosidad.
El dragón, una bestia nacida del fuego y la muerte, parecía preguntarse cómo aquella frágil criatura había sobrevivido a su llama.
Durante unos instantes que parecieron eternos, ninguno se movió.
Solo se oía el retumbar profundo del volcán y el latido del propio Jaehaerys, acompasado con el del monstruo frente a él.
Entonces, el Caníbal giró.
Con un rugido bajo que resonó en las entrañas de la cueva, avanzó hacia la salida. Sus alas rozaron el techo, desprendiendo trozos de roca incandescente.
Jaehaerys lo siguió, tropezando entre los restos carbonizados y los huesos que cubrían el suelo.
Su mirada estaba fija en la silueta del dragón, una sombra colosal recortada contra el resplandor de la tormenta exterior.
Antes de alcanzarlo, el príncipe se detuvo junto a un cadáver semicalcinado: un antiguo cazador de dragones, tal vez uno de los tantos que había intentado domar lo indomable.
De su cuerpo tomó una capa chamuscada, aún entera en parte, y se la echó sobre los hombros.
Sin pensarlo más, corrió hacia el dragón y, aprovechando el impulso de una roca caída, escaló el lomo del Caníbal.
El calor de sus escamas le quemaba las manos, pero no se detuvo.
Cada paso era una prueba de fuego, un desafío contra el miedo y contra sí mismo.
Cuando llegó hasta la base del cuello, el Caníbal soltó un rugido que partió el aire, y Jaehaerys, aferrado con todas sus fuerzas, gritó en alto valyrio:
—"Sagon iā nykeā, ñuha zaldrīzes!"
(¡Sé uno conmigo, mi dragón!)
Y entonces, el monstruo extendió sus alas y se lanzó al cielo.
El Caníbal exhaló una nube de humo verde, profundo y caliente, antes de desplegar sus alas.
El aire rugió dentro de la cueva, levantando polvo, brasas y fragmentos de huesos que giraron como si el propio infierno respirara.
Jaehaerys, aferrado al lomo del dragón, sintió cómo el calor atravesaba la capa chamuscada. Las escamas eran irregulares, afiladas como cuchillas, y cada movimiento amenazaba con lanzarlo al vacío.
No había silla de montar, ni correas, ni protección alguna. Solo sus manos, su fe y la sangre valyria que ardía en sus venas.
Con un golpe brutal de sus alas, el Caníbal se elevó.
El rugido del aire ahogó todos los sonidos; el volcán quedó atrás en un instante, reducido a una mancha rojiza entre la lluvia.
El príncipe apretó los dientes, sintiendo cómo el viento cortaba su rostro y las lágrimas se mezclaban con las gotas heladas de la tormenta.
Abajo, Rocadragón brillaba entre relámpagos: torres, almenas y el puerto parecían juguetes bajo la sombra inmensa del dragón.
El Caníbal giró sobre la fortaleza, rugiendo con una fuerza que hizo temblar incluso los cimientos del castillo.
Jaehaerys apenas podía respirar.
Cada vez que el dragón batía sus alas, el niño debía inclinarse, clavando los dedos entre las escamas para no salir despedido.
El dragón parecía saberlo… y disfrutarlo.
Entonces, sin previo aviso, el Caníbal viró hacia el mar abierto.
El cielo y el océano se confundían en un mismo abismo oscuro; la lluvia caía en ráfagas, y los truenos acompañaban su vuelo.
Jaehaerys comprendió que aquello no era un simple paseo: era una prueba.
El dragón lo estaba desafiando, observando si su sangre era digna de sobrevivir.
Una corriente ascendente los impulsó hacia las nubes, y por un instante todo fue silencio.
Solo el sonido del corazón del príncipe, latiendo al compás del monstruo.
—"Dohaerās…" —susurró, casi sin voz—. Obedece.
Pero el dragón no obedeció.
Simplemente rugió, un rugido que partió la tormenta y que el propio Jaehaerys sintió en su pecho, como si respondiera:
"Demuestra que mereces estar aquí."
Los truenos hicieron vibrar los cimientos de Rocadragón.
Las llamas de los braseros se agitaban, y los sirvientes corrían por los pasillos aún medio dormidos, con rostros pálidos y ojos llenos de miedo.
Desde las almenas se escuchaban gritos:
—¡El dragón! ¡El dragón ha vuelto!
Los guardianes de dragón salieron al patio, armados con lanzas y garfios, sus capas empapadas por la lluvia.
En lo alto del cielo, entre relámpagos, se alzaba una sombra titánica: alas negras como la noche, dientes que destellaban con cada trueno… y sobre su lomo, una figura diminuta, aferrada con desesperación.
—Por los Siete… —susurró uno de los maestres—. Es el Caníbal.
El rugido del monstruo partió el aire, haciendo temblar incluso las torres.
Los dragones menores, en sus fosos, comenzaron a inquietarse, moviéndose con violencia, rugiendo en respuesta al llamado del antiguo.
Los caballos rompieron sus establos, los perros aullaron, y los soldados se cubrieron los oídos ante el estruendo.
En el balcón superior, el rey observaba, con una mezcla de horror y asombro.
Su hijo, el príncipe Jaehaerys, estaba vivo.
Vivo… y montando a la bestia más temida de su linaje.
El Caníbal descendió en un giro amplio sobre la fortaleza, dejando tras de sí una estela de fuego y viento que hizo caer los estandartes de Rocadragón y quebró los vitrales de la sala alta.
El rugido que siguió fue tan profundo que pareció nacer desde las entrañas de la isla.
Las torres temblaron, las almenas se estremecieron, y los hombres cayeron de rodillas sin pensarlo, dominados por un terror antiguo grabado en la sangre.
Desde lo alto, bajo la luz intermitente de los relámpagos, la figura del dragón parecía una sombra arrancada del mismo infierno.
Y sobre su lomo, aferrado como si su vida dependiera de ello —y en verdad así era—, se distinguía al príncipe Jaehaerys Targaryen, su capa desgarrada ondeando como un estandarte negro.
El Caníbal rugió una vez más, un sonido que no era furia… sino proclamación.
El eco resonó por toda la fortaleza, rebotando entre muros y corazones, hasta que el silencio cayó pesado, reverente.
Entonces, el viejo maestre Othar, con la mirada fija en el cielo y la voz cargada de asombro, murmuró:
—Un señor dragón ha nacido.