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Chapter 60 - Capitulo 58

Como si las palabras del anciano fueran el sello de una profecía, el cielo se tiñó de carmesí.

Entre las nubes desgarradas por el vuelo del dragón, un cometa rojo cruzó el firmamento, dejando una estela ardiente que iluminó la noche.

Los habitantes de Rocadragón miraron hacia arriba, algunos de rodillas, otros con lágrimas en los ojos.

Y entonces, el mundo cambió.

A cientos de leguas, en las profundidades del Mar Angosto, los marineros juraron haber visto el agua hervir por un instante, y formas aladas moverse bajo la superficie.

En las ruinas de Valyria, entre la niebla y las sombras, una luz verde volvió a brillar en las grietas de obsidiana.

En los bosques del Norte, los lobos aullaron sin razón, mirando hacia el este.

Y en la Ciudadela de Antigua, las velas se apagaron todas a la vez, mientras un cuervo negro soltaba un graznido que heló la sangre de los maestres presentes.

La magia, dormida durante generaciones, volvía a despertar.

El fuego y la sangre habían respondido a su llamado.

Y en lo alto del cielo, mientras el cometa desaparecía tras el horizonte, el Caníbal rugió por última vez esa noche, como si anunciara no solo el nacimiento de un jinete… sino el regreso del poder antiguo de los Targaryen.

Una nueva era habia comenzado.

El frío de Claw Isle lo golpeó antes de que sus ojos terminaran de abrirse.

Jaehaerys yacía en la arena húmeda de una playa apartada, la capa que había tomado de un hombre muerto cubriéndolo apenas, retorcida y pegada a su cuerpo por el agua y el sudor.

Sus piernas estaban rígidas, los músculos adoloridos, y el cuerpo entero le dolía por el esfuerzo de aferrarse durante horas al lomo del Caníbal mientras la tormenta los azotaba.

Parpadeó varias veces, tratando de enfocar la figura que se recortaba en la colina cercana.

Allí estaba, inmóvil y vigilante: el Caníbal, posado sobre las rocas, las alas plegadas, observándolo con esos ojos de brasas verdes que parecían perforar la misma esencia del joven príncipe.

El dragón no lo atacaba, pero tampoco se alejaba; simplemente lo evaluaba, como si juzgara si Jaehaerys era digno de permanecer en el mundo que él dominaba.

Jaehaerys se incorporó lentamente, apoyándose primero sobre los codos, luego sobre las rodillas.

El aire era helado, cargado de sal y azufre, y su capa apenas lo protegía.

Temblando, llevó la mano al rostro y tocó sus cabellos chamuscados; los mechones pegados y ennegrecidos le recordaban lo cerca que había estado de la muerte.

Su respiración era entrecortada, cada inhalación quemaba un poco, pero no había dolor mortal: su sangre valyria le había dado resistencia al fuego, un don que aún no terminaba de comprender.

Se incorporó por completo y dio unos pasos hacia la base de la colina, observando cómo el dragón mantenía la postura firme.

Por un instante, el miedo lo paralizó.

Sabía que podía ser reducido a cenizas en un segundo, pero algo dentro de él lo impulsaba a acercarse.

—Ñuha zaldrīzes… ñuha tolvys —susurró con voz ronca, temblorosa pero firme—. Mi dragón… mi igual.

El Caníbal giró ligeramente la cabeza, estudiándolo, sus ojos reflejando furia contenida, orgullo y algo que Jaehaerys no supo definir: respeto.

El joven príncipe extendió una mano vacilante y la posó sobre una de las escamas del dragón. La sensación fue abrasadora, como tocar hierro al rojo vivo, pero no se retiró.

El dragón soltó un resoplido profundo y bajo el aliento, y las llamas que recorrieron su garganta iluminaron la arena y las rocas cercanas con un brillo esmeralda.

Jaehaerys inspiró hondo, notando el calor que emanaba del dragón, y por primera vez sintió que el vínculo entre ellos no dependía de sillines, cadenas o jinetes entrenados.

No era un vínculo forzado: era reconocimiento mutuo, una conexión entre fuego y sangre.

Jaehaerys se incorporó lentamente, temblando por el frío que calaba hasta los huesos, por el agotamiento de horas aferrado al lomo del Caníbal y por la mezcla de miedo y emoción que aún le recorría el cuerpo. La arena húmeda se pegaba a su piel y a la capa que había recogido, la única prenda que lo protegía del viento helado que azotaba Claw Isle.

El Caníbal levantó la cabeza, sus ojos ardientes recorriendo al joven príncipe, y lentamente extendió las alas, abriéndolas con majestuosidad sobre la playa como si quisiera mostrarle el tamaño del mundo que había sobrevivido. Cada aleteo levantaba ráfagas de aire salado y arena, y por un instante, ambos quedaron congelados en aquel instante: hombre y dragón, frente al mar embravecido, en un silencio cargado de reverencia y respeto, marcando el inicio de un vínculo que desafiaría a todo aquel que osara desafiarlos.

De repente, un sonido distante rompió el momento: cascos golpeando la tierra y voces humanas que se acercaban por la playa. Jaehaerys frunció el ceño, sus sentidos aún agudos por la adrenalina y la atención al Caníbal.

En cuestión de minutos, decenas de caballeros y soldados aparecieron en el horizonte, acompañando un carruaje tirado por caballos cuyos estandartes y guarniciones mostraban un cangrejo rojo sobre fondo plateado.

—Celtigar —murmuró Jaehaerys para sí mismo, reconociendo la enseña de la familia.

Los soldados se detuvieron en seco al ver al Caníbal posado detrás del príncipe, sus ojos centelleantes como brasas y las alas parcialmente extendidas, emitiendo un aura de poder que hacía que nadie se atreviera a avanzar más. Guardaron la distancia, conscientes de que aquella criatura no era un simple dragón, sino un dios en forma de bestia.

Del carruaje descendió una niña, de edad similar a Jaehaerys, con cabello plateado que brillaba bajo la luz del amanecer y ojos verdes que parecían contener tanto determinación como sorpresa. En el instante en que sus miradas se cruzaron, ella rompió a correr hacia él, ligera y rápida como una flecha.

Un hombre de más de treinta años, con porte firme y expresión preocupada, la siguió de cerca, intentando alcanzarla antes de que ocurriera un accidente.

—¡Espera, Leonora! —gritó Lord Bartimos Celtigar, con voz tensa y alarmada—. ¡Es peligroso!

Pero ya era demasiado tarde: la niña se había lanzado hacia Jaehaerys, ignorando el miedo y la distancia que separaba a los hombres del dragón. La tensión en la playa creció, el viento agitando las capas y la arena, mientras todos contenían la respiración, conscientes de que aquel encuentro era tan delicado como extraordinario.

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