El maestre Othar, que caminaba unos pasos detrás con un farol en la mano, se aclaró la garganta antes de intervenir.
—Si me permiten, altezas… —su voz era pausada, con el tono de quien disfruta relatando antiguos saberes—. Los dragones salvajes han habitado Montedragón mucho antes de que la Casa Targaryen cruzara el mar angosto. Viejas crónicas de los pescadores de la isla cuentan que, en noches de tormenta, se veían siluetas inmensas elevarse entre las nubes, rugiendo contra el trueno.
Aegon lo miró con ojos muy abiertos, mientras Rhaenyra arqueaba una ceja con ligera impaciencia. Othar continuó, imperturbable.
—Hubo quienes intentaron acercarse a ellos, aldeanos o aventureros, y la mayoría nunca regresó. Algunos dicen que sus huesos aún yacen entre las rocas negras del volcán. Por eso, los pobladores de la isla aprendieron a vivir con respeto y temor hacia esas criaturas, ofreciendo plegarias y sacrificios para que no se acercaran a sus aldeas.
Jaehaerys frunció el ceño.
—¿Sacrificios humanos?
El maestre negó suavemente.
—No, mi príncipe. Ovejas, cabras, cerdos… y a veces caballos. Los antiguos isleños creían que con esas ofrendas podían apaciguar a los "hijos del fuego", como los llamaban. Se decía que mientras se mantuviera el tributo, los dragones salvajes permanecerían en las profundidades de la montaña, lejos de sus hogares.
Helaena, que escuchaba desde los brazos de su hermano, murmuró en voz baja con un extraño brillo en los ojos:
—El fuego siempre pide algo a cambio…
Un silencio incómodo se extendió tras sus palabras, roto solo por el crujido del viento contra las gárgolas de piedra que adornaban las murallas.
—Pero eso simplemente es una leyenda —dijo Jaehaerys, con el ceño fruncido.
Se volvió hacia el maestre, su tono más reflexivo que incrédulo.
—Si los dragones hubieran habitado Dragonstone antes de la llegada de los Targaryen, eso significaría que serían mucho mayores que Balerion. Y no hay historias sobre bestias de tal tamaño.
Othar lo observó con una chispa de aprobación en la mirada.
—Una deducción acertada, mi príncipe. Sin embargo, las historias no siempre distinguen entre la verdad y el miedo de quienes las cuentan. Puede que no fueran más grandes que Balerion, pero para los pescadores que veían siluetas en la tormenta, cualquier dragón podía parecer un dios alado.
Viserys sonrió suavemente, como complacido con la lógica de su hijo.
—Recuerda, Jaehaerys: las leyendas son como brasas escondidas bajo la ceniza. Puede que no sean fuego vivo… pero aún así conservan calor.
Aegon, que hasta entonces escuchaba con los ojos brillantes, interrumpió con la impaciencia que lo caracterizaba:
—¡Yo sí creo que hubo dragones enormes! Quizá todavía estén durmiendo bajo la montaña, esperando a que alguien los despierte.
Rhaenyra, que cargaba el peso de su propia solemnidad, se inclinó hacia ellos con un dejo de severidad.
—Basta ya de fantasías. Lo que importa es lo que está delante de nosotros: dragones que obedecen a nuestra sangre, y un deber que también lo hará.
El silencio volvió a caer, más denso aún, como si las mismas murallas de Dragonstone escucharan.
—Pero de lo que sí es cierto —retomó el maestre Othar, con voz grave— son las historias sobre el Caníbal.
Las palabras parecieron helar el aire, incluso en un lugar donde el calor del volcán se filtraba por cada piedra.
—Nadie sabe cómo llegó a Rocadragón —prosiguió—. Algunos dicen que nació de las entrañas mismas de Montedragón, como si el volcán lo hubiera parido. Otros, que vino de tierras lejanas, atraído por la sangre de dragón que aquí habitaba.
Rhaenyra apretó los labios, como si no quisiera que los niños escucharan más, pero Othar no se detuvo.
—Lo cierto es que es el dragón más temido de esta isla. Más feroz que cualquier dragón vivo, más salvaje que cualquier otro. Su tamaño es colosal; dicen que su envergadura podría eclipsar ciudades enteras a su paso. Y su hambre… —bajó la voz, casi en un susurro— su hambre no conoce límites, pues se alimenta de su propia especie. Huevos, crías, dragones jóvenes… ninguno está a salvo del Caníbal.
Aegon abrió mucho los ojos, maravillado y horrorizado a la vez.
—¿Un dragón que devora a otros dragones? Eso… eso es increíble.
Helaena escondió el rostro en el hombro de Jaehaerys, que la cargaba todavía.
Jaehaerys, sin apartar la vista del maestre, preguntó con voz firme, aunque en el fondo de sus ojos brillaba una chispa de inquietud:
—¿Y si algún día baja de la montaña?
Nadie respondió de inmediato. El único sonido fue el rugido lejano del mar golpeando contra los acantilados, como si Rocadragón guardara celosamente sus propios secretos.
El silencio se prolongó hasta que, finalmente, el rey habló. Su voz sonó firme, aunque en ella se percibía un dejo de cansancio.
—No tienen que preocuparse por eso. El Caníbal no ha sido visto en meses… nadie sabe su paradero.
Aegon exhaló con alivio, como si aquella afirmación bastara para disipar el temor que le había despertado la historia. Pero Jaehaerys mantuvo la mirada fija en su padre, buscando en sus ojos alguna certeza que no halló. Rhaenyra, en cambio, guardó silencio, consciente de que la ausencia de un dragón como aquel no era en verdad motivo de tranquilidad, sino una amenaza aún más inquietante.
El viento marino se coló entonces entre las torres, arrastrando un rugido lejano que resonó en las piedras de Rocadragón. Nadie supo decir si era solo el eco del volcán o algo mucho más antiguo y peligroso.