El carruaje avanzaba lentamente por el sendero que bordeaba los acantilados de Isla Zarpa. El sonido del mar golpeando contra las rocas se mezclaba con el crujir de las ruedas sobre la grava húmeda. Afuera, la bruma comenzaba a disiparse, dejando entrever la silueta del castillo de los Celtigar: una fortaleza gris de torres altas y estrechas, cuyos muros parecían surgir del propio acantilado.
Dentro del carruaje reinaba un silencio tenso pero curioso. Jaehaerys, aún envuelto en la capa prestada y con el cabello chamuscado, observaba por la ventana las olas que rompían bajo ellos. Leonora, sentada frente a él, lo miraba de reojo, intentando comprender cómo aquel joven podía mostrarse tan sereno tras haber enfrentado a una bestia como el Caníbal.
—Aún no entiendo cómo sigues con vida —dijo finalmente Leonora, rompiendo el silencio.
—Ni yo —respondió Jaehaerys con una leve sonrisa—. Aunque empiezo a pensar que fue el dragón quien me perdonó… no la suerte.
Lord Bartimos Celtigar, que viajaba a su lado, soltó un resoplido bajo.
—¿Perdonó, dices? Ningún dragón concede perdón, muchacho. Si estás vivo, es porque te considera digno… o útil.
Leonora giró hacia su padre, reprimiendo una sonrisa.
—Padre, no todos los dragones son monstruos.
—No —respondió Bartimos con dureza—. Algunos son peores.
Jaehaerys bajó la mirada sin replicar. En el fondo, las palabras del lord no le eran ajenas. Había sentido algo en el momento en que abrió los ojos frente al Caníbal: una conexión profunda, primitiva, que aún no comprendía.
El carruaje se sacudió al pasar sobre el puente levadizo, y el chirrido de las cadenas anunció su entrada al patio interior del castillo. Una fila de sirvientes aguardaba bajo el arco, inclinándose cuando el emblema de los Celtigar —un cangrejo carmesí sobre fondo plateado— ondeó con el viento.
Bartimos descendió primero y extendió la mano hacia su hija.
—Ven, Leonora. Y tú, príncipe Jaehaerys, eres huésped de mi casa. Aquí encontrarás reposo y discreción.
Jaehaerys asintió con respeto.
—Vuestra hospitalidad es un honor, mi lord.
El eco de las pisadas resonó en el salón principal cuando un hombre de porte elegante y mirada astuta se acercó desde el extremo de la estancia. Vestía una capa de terciopelo gris oscuro, adornada con el emblema del cangrejo carmesí, y portaba un anillo con el sello de su casa.
Bartimos alzó la mano con una leve sonrisa.
—Príncipe Jaehaerys, os presento a mi hermano menor —anunció con solemnidad—. Lyonel Celtigar, señor de las cuentas de mi casa y tío de mi hija Leonora.
El recién llegado inclinó la cabeza con cortesía, su voz resonando con firmeza.
—Soy Lyonel Celtigar, hermano de vuestro anfitrión y tío de Leonora. Bienvenido a Isla Zarpa, alteza.
—La noticia de Rocadragón ha viajado como el viento; cuervos fueron enviados a las casas cercanas informando lo ocurrido —añadió con una sonrisa apenas perceptible—. Pronto todo el reino hablará del príncipe que logró montar lo indomable.
Jaehaerys sostuvo su mirada unos instantes, sin saber si aquellas palabras eran elogio o advertencia.
—Montar —repitió con un tono que rozaba la ironía— sería demasiado decir. Apenas logré no caerme.
Lyonel soltó una breve risa, observándolo con renovado interés.
—Tal modestia solo lo hace más digno de la historia. Los bardos dirán que el Caníbal mismo lo escogió.
Leonora, que se mantenía junto a su tío, intervino con suavidad:
—Y yo lo vi con mis propios ojos. No creo que el dragón se someta a nadie... pero sí lo respetó.
El silencio que siguió fue denso, casi reverente. Lyonel ladeó la cabeza, intrigado.
—Entonces quizás los días de los dragones no hayan terminado del todo —murmuró—. Tal vez solo esperaban a alguien con suficiente fuego en la sangre.
Bartimos frunció el ceño, cortando el momento.
—Sea como sea, no debemos tentar al destino. El príncipe está exhausto y sucio. Llevadlo a limpiarse —ordenó a los sirvientes.
Los criados se apresuraron a guiar al joven hacia una de las torres. Leonora los observó irse, notando cómo el fuego de las antorchas iluminaba la figura del príncipe mientras desaparecía entre los corredores de piedra.
El castillo olía a sal, cera y vino añejo. Las paredes estaban cubiertas de tapices de Myr y en los rincones brillaban copas de oro y plata. Jaehaerys avanzó en silencio, con la sensación de que cada piedra del lugar lo observaba, como si la casa Celtigar misma midiera su valía.
—Esta noche cenarás con nosotros en el salón principal —dijo Bartimos antes de apartarse—. Que los dioses te concedan fuerzas… y apetito.
El príncipe asintió, agradecido, y al quedar solo, dejó escapar un suspiro cansado.
Mientras los sirvientes preparaban el agua caliente y nuevas ropas, Jaehaerys se miró las manos. Aún le temblaban levemente.
El silencio reinaba en la habitación asignada al príncipe. Las llamas del brasero crepitaban suavemente, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de piedra. El vapor del agua caliente llenaba el aire con un tenue olor a hierbas. Jaehaerys se sentó frente al espejo de cobre bruñido, observando su reflejo con una mezcla de cansancio y desconcierto.
Su cabello, antaño plateado y liso como seda valyria, estaba ahora chamuscado en los extremos, ennegrecido por el fuego del dragón. Sus dedos recorrieron los mechones dañados, y sin pensarlo demasiado, tomó una pequeña daga de la mesa. El filo brilló bajo la luz del fuego.
Uno a uno, los mechones cayeron sobre el suelo de piedra.
El sonido metálico del cuchillo cortando el cabello se mezcló con el crepitar de las brasas.
Cuando terminó, su reflejo le devolvía una imagen distinta: la de un joven de mirada más dura, con el cabello corto y desordenado, pero libre de las marcas del fuego.
—Supongo que hasta los príncipes pueden renacer de las cenizas —murmuró para sí, dejando la daga sobre la mesa.
Un sirviente entró poco después, inclinándose profundamente.
—La cena está servida, alteza.
Jaehaerys asintió, cubriéndose con la nueva capa que le habían dejado. El tejido, de lana gris con bordes carmesí, era sencillo pero elegante. Al pasar por los pasillos, el sonido distante del mar se filtraba entre las rendijas de las ventanas, acompañándolo como un recordatorio de dónde estaba: la casa del mar, el refugio de los Celtigar.
El gran salón principal lo recibió con el cálido resplandor de docenas de antorchas y candelabros. Los muros estaban adornados con tapices marinos, representando cangrejos, barcos y olas embravecidas. En la cabecera de la mesa, Lord Bartimos levantó la vista y sonrió apenas al verlo entrar.
—Así que el príncipe ha regresado al mundo de los vivos —comentó con tono grave—. Tomad asiento, alteza.
Leonora estaba ya sentada junto a su tío Lyonel, quien alzó su copa en un gesto cortés.
—El nuevo aspecto os sienta bien, mi príncipe —dijo con una sonrisa medida—. Más propio de un guerrero que de un cortesano.
—El fuego tiene maneras curiosas de enseñar humildad —replicó Jaehaerys con serenidad, tomando asiento frente a ellos.
Bartimos hizo una seña, y los sirvientes comenzaron a servir el vino y los platos: cangrejo al limón, pan recién horneado y un guiso espeso con carne de pez y especias del sur. El ambiente se llenó del aroma del mar y del sonido de copas entrechocando.
Durante unos minutos, solo se escucharon murmullos y el chisporroteo de la chimenea.
Lyonel Celtigar sonrió con una mezcla de fascinación y cautela. La luz de las antorchas danzaba sobre su rostro, proyectando sombras que acentuaban su expresión inquisitiva.
—Decidme, alteza… —repitió con voz suave, girando lentamente la copa entre los dedos—, ¿cómo se siente uno después de mirar a un dragón negro a los ojos… y vivir para contarlo?
El salón se silenció. Solo el crepitar del fuego en las brasas llenaba el aire con su eco tenue. Jaehaerys, sentado frente a ellos, parecía más un espectro que un muchacho. Su cabello, ahora corto y desordenado, aún conservaba el olor a humo; la capa de lino oscuro cubría las marcas del fuego que su piel había soportado sin quebrarse.
Apoyó la copa sobre la mesa con calma, pensativo.
—Como alguien que ya no pertenece del todo a este mundo —respondió por fin, su voz baja pero firme—. No podría describirlo del todo… estaba demasiado concentrado en no caerme.
Una sonrisa leve curvó sus labios antes de continuar:
—Pero diría que es una sensación adictiva —prosiguió—. Como la de un dios observando a los mortales desde las alturas. El poder que se siente en ese instante… podría enloquecer a cualquier hombre.
Las palabras flotaron en el aire, pesadas, casi peligrosas. Lyonel se reclinó hacia atrás, observándolo con renovado interés.
—Una confesión honesta —dijo al fin—. Pero también un pensamiento temerario. Muchos hombres han creído dominar el fuego… y acabaron reducidos a cenizas.
Jaehaerys sostuvo su mirada, imperturbable.
—El fuego no destruye, mi lord —replicó con calma—. Solo revela lo que uno ya era antes de tocarlo.
Bartimos Celtigar, que había permanecido en silencio, entrelazó los dedos sobre la mesa y habló con voz grave:
—Entonces espero, príncipe, que lo que revele en ti no sea arrogancia. El fuego puede ser un don de los dioses… o su castigo.
Leonora, sentada más allá, observaba en silencio al joven Targaryen. La luz del hogar iluminaba su rostro, y en sus ojos verdes se mezclaban la curiosidad y la preocupación. Había en Jaehaerys algo distinto que no podia describir.
Jaehaerys bajó la mirada y giró lentamente la copa entre sus dedos.
—No busco parecerme a un dios —dijo finalmente—. Solo comprender lo que soy.
Lyonel levantó su copa y brindó con una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Entonces bebamos por eso, alteza —dijo—. Por los hombres que buscan entenderse… y por los dragones que deciden no devorarlos.
Las risas fueron breves, tensas. En el fondo del salón, los sirvientes retiraban los platos y apagaban los candelabros más lejanos. La cena había terminado, pero las miradas que se cruzaron entre Bartimos y su hermano decían que la verdadera conversación apenas estaba por comenzar.