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Chapter 63 - Capitulo 61

Cuando el príncipe se retiró a descansar, el salón quedó envuelto en una penumbra dorada por las últimas brasas del fuego. Los sirvientes se habían marchado, y solo el sonido del mar golpeando los acantilados rompía el silencio. Bartimos Celtigar permanecía de pie junto a la mesa, observando la copa medio vacía del joven Targaryen.

—Habla como si tuviera siglos en la sangre —murmuró, casi para sí mismo.

Lyonel, recostado en su silla con una sonrisa ladeada, respondió sin apartar la vista de las brasas.

—Y quizá los tenga. Los Targaryen llevan el fuego en las venas… pero este muchacho tiene algo más. Lo vi en sus ojos, hermano. No solo sobrevivió al Caníbal. Lo domó, aunque él mismo aún no lo entienda.

Bartimos se volvió hacia él, cruzando los brazos.

—Eso lo convierte en un peligro… y en una oportunidad.

—Para nosotros —asintió Lyonel—. Los Celtigar siempre hemos estado a la sombra de Rocadragón, guardando sus rutas y sus secretos. Pero un Targaryen con una deuda de vida… eso podría cambiarlo todo.

Bartimos caminó hasta el ventanal, mirando hacia el mar oscuro. Las olas rompían contra las rocas como si la isla respirara, lenta y antigua.

—La corona está debilitada —dijo en voz baja—. Los Velaryon poseen la mayor flota del reino y más dragones a su disposición. Son un poder demasiado grande para que el Trono de Hierro los controle… un peligro para la corona y para todos los que aún le somos leales.

Lyonel hizo una mueca amarga, cruzando los brazos mientras observaba las llamas titilar en el hogar.

—Porque ellos tienen dragones y nosotros no —respondió con desdén—. También descendemos de Valyria, también seguimos a los Targaryen cuando llegaron a estas costas, pero jamás hubo un compromiso entre nuestras casas. Ni una promesa, ni una unión de sangre.

Su voz se endureció.

—Incluso casas con menos historia que la nuestra han sido bendecidas con lazos Targaryen, mientras nosotros seguimos siendo sus guardianes olvidados en esta isla.

Bartimos giró lentamente, su mirada fija en él.

—No somos olvidados, hermano. Solo… pacientes.

Lyonel soltó una risa seca.

—Pacientes, dices. Hemos esperado generaciones viendo cómo otros disfrutan de la cercanía al trono. Pero ahora, uno de ellos duerme bajo nuestro techo, protegido por nuestros muros. Un Targaryen… un príncipe.

Bartimos asintió, la expresión severa.

—Y esa es una oportunidad que no se repetirá. La sangre del dragón se encuentra en nuestra isla, y el destino ha sido generoso al traérnoslo vivo.

Lyonel alzó una ceja, sonriendo con sutileza.

—¿Planeas forjar un lazo con él?

—Sí —respondió Bartimos sin rodeos—. Hablaré con el rey Viserys cuando llegue el momento. Un compromiso entre Jaehaerys y Leonora uniría nuestras casas bajo un mismo fuego. El reino necesita estabilidad… y nosotros, asegurar nuestro lugar cuando los vientos cambien.

Lyonel se acercó al ventanal, observando la oscuridad exterior donde el rumor del mar se mezclaba con un rugido distante.

—El Caníbal sigue allí afuera —murmuró—. Si ese dragón realmente lo ha aceptado, el muchacho podría ser más que un príncipe. Podría ser un nuevo comienzo… o una ruina.

—Por eso debemos estar a su lado —dijo Bartimos con firmeza—. Si el fuego vuelve a dividir a los Targaryen, los Celtigar no serán espectadores esta vez. Seremos parte del linaje que sobreviva a las llamas.

Lyonel lo miró de reojo, y una sombra de sonrisa cruzó su rostro.

—Entonces enviarás un cuervo. Pero recuerda, hermano: las alianzas nacen de la conveniencia, y el fuego que une… también puede consumir.

El mar rugió una vez más, como si aprobara sus palabras. Y en la distancia, un resplandor rojo iluminó brevemente el cielo: el fuego del dragón, ardiendo solitario sobre la noche.

La mañana siguiente amaneció gris sobre Isla Zarpa. En la habitación del ala este del castillo, Jaehaerys se ajustaba la camisa de lino que los sirvientes le habían dejado. El aire olía a sal y a madera vieja, y el silencio sólo se rompía por el lejano rugido del mar. Su cabello, ahora corto y desordenado, dejaba al descubierto una expresión más madura, endurecida por la reciente experiencia.

Mientras se miraba en el espejo de bronce, Jaehaerys pasó una mano por su cabello recién cortado, todavía húmedo. Los mechones quemados habían desaparecido, dejándole una apariencia más sobria, casi marcial. Por un instante, su reflejo le pareció el de un desconocido.

Entonces, recordó fugazmente la última vez que se había visto así: cinco meses atrás, durante el banquete del traidor.

La música, el vino y las risas llenaban el gran salón de Desembarco del Rey, celebrando la efímera victoria de su tío Daemon en los Peldaños de Piedra. Aquel era un tiempo en que el apellido Targaryen aún brillaba con arrogancia. Fue en aquella noche, entre el bullicio de los nobles y el reflejo de los candelabros, donde conoció por primera vez a Leonora Celtigar.

No era como las demás jóvenes de la corte: mientras otras lo observaban con recato o cálculo, ella había reído con desparpajo cuando él le confesó que los bailes de la corte le parecían más peligrosos que una lanza. Desde entonces, entre bromas y miradas cómplices, se había forjado entre ambos una familiaridad inesperada, más cercana a la amistad que a la formalidad que exigían sus títulos.

Un golpe en la puerta lo devolvió al presente.

—Adelante —dijo sin volverse, abrochándose la hebilla de la túnica.

La puerta se abrió, y Leonora entró con paso firme. Llevaba el cabello recogido en una trenza, las ropas de entrenamiento ceñidas al cuerpo y una espada de madera en la mano. Sus mejillas estaban encendidas por el aire frío, y en sus ojos verdes brillaba una mezcla de resolución y picardía.

—Buenos días, alteza —saludó con una inclinación burlona—. O debería decir… superviviente del Caníbal.

Jaehaerys arqueó una ceja, reprimiendo una sonrisa.

—No esperaba visitas tan temprano. Ni mucho menos una que venga armada.

Leonora levantó la espada con gesto desafiante.

—Vengo a desafiaros a un duelo.

—¿Un duelo? —repitió él, divertido—. Pensé que tu padre ya tenía suficientes preocupaciones con dragones y príncipes heridos.

Ella avanzó un paso, sin bajar la espada.

—Esto no tiene nada que ver con él —replicó con firmeza—. Después de escuchar tus jactanciosas hazañas con la espada en el banquete, me prometí que algún día te derrotaría.

Por un instante, Jaehaerys la contempló en silencio, con la sombra de una sonrisa amenazando con curvar sus labios. Había en Leonora algo imposible de pasar por alto: una combinación precisa de orgullo, determinación y un fuego interior que parecía desafiar el mundo entero. No era una de esas damas que fingían fortaleza para impresionar; en ella, la fuerza era real, palpable, casi feroz.

—Así que vienes a desafiarme —dijo al fin, su voz teñida de un deje burlón mientras cruzaba los brazos—. ¿Quieres ser la primera en derrotarme en un duelo?

Leonora alzó la barbilla, sin apartar la mirada. La luz que se filtraba por el ventanal hacía brillar sus ojos grises como el acero recién forjado.

—Alguien tenía que hacerlo, alteza —respondió con una sonrisa apenas perceptible.

Jaehaerys dejó escapar una breve risa, lenta, segura. Dio un paso hacia ella, y el sonido de sus botas sobre la piedra resonó en la habitación.

—Te advierto algo, princesa Celtigar —dijo, inclinando levemente la cabeza—. No suelo contenerme… ni siquiera cuando enfrento a mujeres.

Leonora sostuvo su mirada sin vacilar.

—Entonces será un duelo justo —replicó con firmeza, levantando la espada de madera—. Porque yo tampoco pienso contenerme.

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