El amanecer entraba tibio por la ventana del cuarto. Julián estaba despierto antes que yo llegara, con una sonrisa que no le había visto en meses.
—Hoy es el día, Elena —me dijo apenas crucé la puerta—. Hoy quiero intentarlo.
Sabía lo que quería decir: ponerse de pie.
Había pasado medio año desde el accidente, y aunque los médicos no lo aseguraban, yo creía en él. No por los diagnósticos, sino por esa fuerza que veía en sus ojos cada vez que pronunciaba mi nombre.
Le ayudé a colocarse los aparatos ortopédicos, y con mis manos sujetando las suyas, lo acompañé hasta la barra de apoyo.
Sus brazos temblaban. Sus piernas parecían de piedra.
—Despacito —susurré.
Él respiró hondo, y entonces… lo hizo.
Un movimiento leve, apenas un paso. Pero fue un paso real.
Lo miré con lágrimas en los ojos.
—Lo lograste, Julián… —dije entre sollozos.
Él sonrió, agotado, y apoyó su frente en la mía.
—No lo habría hecho sin ti.
En ese momento entró Clara.
No golpeó la puerta. Solo entró… y nos vio.
Nuestras manos unidas, nuestras lágrimas, la cercanía imposible de ocultar.
—Veo que la terapia ha dado muy buenos resultados —dijo con una frialdad que heló el aire.
Julián la miró, sin soltarme.
—Sí, Clara —respondió con voz firme—. Gracias a Elena, volví a sentir que estoy vivo.
Ella lo observó unos segundos más, con los ojos brillando entre rabia y tristeza.
—Entonces no me necesitas —susurró, y se fue sin mirar atrás.
El silencio que quedó fue largo, pesado, casi doloroso.
Julián me miró, respirando con dificultad.
—No quería que pasara así…
—Lo inevitable siempre pasa —le dije, limpiándole el sudor de la frente—. Lo importante es que hoy volviste a caminar.
Él asintió, y por primera vez, no hubo culpa en su mirada.
Solo paz.
Y amor.