El mar tenía un rumor constante esa tarde. El aire traía el olor de la sal y de las algas secas, y cada ola parecía repetir algo que no quería escuchar. Desde la terraza de la casa, podía ver el reflejo del sol deslizándose sobre el agua y a Julián, allí abajo, en su silla, mirando el horizonte como si buscara respuestas en la línea del cielo.
Elena estaba junto a él. Le hablaba con esa voz suave, casi profesional, que siempre usaba cuando intentaba animarlo. A veces se inclinaba para señalarle algo entre las olas; otras, simplemente permanecía en silencio, dejando que el sonido del mar llenara los espacios donde antes, en otra vida, existía nuestra conversación.
No sé en qué momento dejé de verlo como un hombre que necesitaba ayuda y volví a verlo como lo que alguna vez fue para mí: alguien a quien amé, con quien reí, con quien soñé una vida distinta. Tal vez fue esa tarde, bajo el sol que caía lento, cuando me di cuenta de que, a pesar de todo, mi corazón seguía enredado en su nombre.
Me quedé observándolos desde la sombra, intentando convencerme de que solo era curiosidad. Pero no era curiosidad. Era celos, era nostalgia, era ese dolor antiguo que uno cree haber sepultado y que, de pronto, resurge con la fuerza de una ola que arrasa todo. Verlos juntos, tan cerca, me hacía sentir invisible, como si ya no tuviera lugar en esa historia que alguna vez escribimos los dos.
Recordé los primeros días después del accidente. El miedo, las lágrimas, las largas horas de hospital. Entonces yo era quien le hablaba al oído, quien lo ayudaba a moverse, quien lo hacía reír a pesar del dolor. Pero con el tiempo, mi propia voz se fue apagando. Dejé que la rutina nos separara, dejé que el silencio se volviera un muro. Y ahora, ese muro estaba lleno de grietas por las que se filtraban todos los sentimientos que creía haber olvidado.
Elena le ajustó la manta sobre las piernas. Él le agradeció con una sonrisa leve, esa sonrisa que conocía tan bien y que, sin embargo, me resultó ajena. Me di cuenta de que la había extrañado, y que ahora no me pertenecía.
Volví la vista hacia el mar para no mirarlos. Me dije que debía ser fuerte, que el pasado no podía seguir dictando mis emociones. Pero la verdad es que, en ese instante, me dolía todo: el orgullo, el amor, la distancia, y sobre todo, la certeza de que ya no era parte de su presente.
Escuché la risa de Julián. Era suave, tímida, pero real. Hacía tanto que no la oía así. Me sorprendió sentir una punzada de alegría —sí, alegría— al notar que aún podía reír. Y enseguida, una punzada de tristeza, porque no era yo quien lo hacía reír. Era Elena.
El sol bajaba más y el cielo se volvía de un color naranja espeso, como si el día se resistiera a morir. Bajé los escalones hacia la arena. Necesitaba acercarme, aunque no supiera qué decir. Ellos me vieron, y por un momento, el aire se volvió denso. Elena se levantó enseguida, amable como siempre, y me saludó con una sonrisa. Julián me miró, y hubo algo en su mirada —un destello, un recuerdo tal vez— que me atravesó.
—¿Cómo estás, Laura? —preguntó.
—Bien —mentí—. Solo quería tomar un poco de aire.
Nadie dijo nada más. El mar siguió hablando por nosotros. Elena, con discreción, se alejó unos pasos para revisar algo en el porche, dejándonos solos. Julián no apartó la mirada del horizonte, pero su voz fue más baja cuando habló.Me senté junto a él, sin tocarlo, sin atreverme.
El viento movía su cabello y, por un segundo, me pareció ver al hombre que fue antes del accidente: fuerte, decidido, con ese brillo en los ojos que tanto me atraía. Y al mismo tiempo, comprendí cuánto lo había perdido, cuánto nos habíamos perdido los dos. No era solo el cuerpo lo que se había quebrado aquella vez; también algo dentro de nosotros se había roto.
—Elena es buena ayudándome —añadió él—. Tiene paciencia.
No supe si lo dijo para llenar el silencio o porque quería hacerme entender algo.
—Sí, lo es —respondí, sin saber si sonreír o no—. Me alegra que estés en buenas manos.
El silencio volvió. Solo el sonido de las olas y el crujir de la silla sobre la madera. Quise decirle que lo extrañaba, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. ¿Con qué derecho podía reclamárselo, si fui yo quien se alejó? ¿Quién decidió que el amor no alcanzaba cuando la vida se volvió demasiado pesada?
Pasó un largo rato antes de que Elena regresara. Le sonrió a Julián y me miró con amabilidad sincera.
—Será mejor que volvamos adentro —dijo—. Empieza a refrescar.
Yo asentí. Me quedé atrás mientras la silla avanzaba lentamente hacia la casa. El sonido de las ruedas sobre la rampa me resultó insoportable, como si cada giro marcara una distancia más entre ellos y yo.
Esa noche, mientras el viento golpeaba las ventanas y el mar rugía más fuerte, no pude dormir. Caminé por la casa, recordando cada rincón. Las fotografías aún colgaban en los pasillos: viajes, cumpleaños, sonrisas detenidas en otro tiempo. En una de ellas, Julián me abrazaba por la cintura, los dos riendo frente al mar. La tomé entre las manos. Me temblaban los dedos.
Había querido ser valiente, pero lo único que había hecho era esconderme detrás del orgullo. Ahora lo veía claro: no era el accidente lo que nos separó, sino el miedo. Y mientras miraba aquella foto, comprendí que todavía lo amaba. Que a pesar de la distancia, de la culpa, de Elena y de todo lo que había cambiado, mi corazón seguía atado a él.
Me senté en el sofá y dejé que las lágrimas salieran sin resistencia. No de rabia, ni siquiera de tristeza pura, sino de una especie de alivio. Porque aceptar lo que uno siente, por doloroso que sea, también es una forma de libertad.
Escuché pasos suaves detrás de mí. Elena, probablemente, verificando que todo estuviera en orden. No quise girarme. Fingí dormir. Tal vez lo necesitaba así: quedarme a solas con mis pensamientos, sin explicaciones.
La brisa entró por la ventana abierta, trayendo olor a mar. Me arropé con una manta y cerré los ojos. Afuera, la noche se extendía inmensa, y el rumor del océano mecía mis pensamientos como si quisiera arrullarlos.
Sabía que el día siguiente no traería respuestas, pero al menos había dado un paso: aceptar lo que todavía me dolía.
Y en el fondo, una pequeña voz —la mía, la que había callado durante tanto tiempo— susurraba que tal vez aún quedaba algo por decir, algo por sentir.
Continuará…
