El amanecer se filtró por las cortinas con una luz pálida, casi triste.
Abrí los ojos sin saber cuánto tiempo había dormido, si acaso lo había hecho.
La casa seguía en silencio, pero no era el silencio tranquilo de antes; era un silencio que pesaba, que parecía respirar, que se metía bajo la piel.
Bajé las escaleras despacio, con esa sensación extraña de estar caminando dentro de un sueño.
El olor del café recién hecho me llegó desde la cocina, y por un instante pensé en los años en que solía prepararlo yo misma, antes de que todo se rompiera.
Antes de que Julián cambiara, antes de que yo aprendiera a fingir que no me importaba.
Cuando llegué al umbral, los vi.
Él estaba sentado frente a la ventana, con una manta sobre las piernas, y Elena —la enfermera— le hablaba en voz baja.
No escuché lo que decían, pero su tono era suave, casi íntimo, como si compartieran algo que no necesitaba palabras.
Elena se reía de algo.
Esa risa ligera, limpia, me atravesó de un modo inesperado.
Hacía años que no escuchaba una risa así en esta casa.
Me quedé quieta, observándolos sin ser vista.
No era solo que se entendieran.
Era la manera en que él la miraba.
Una mirada que no tenía nada de lo que alguna vez fue para mí, pero que reconocí de inmediato: la atención total, el interés sincero, la calma.
Una parte de mí quiso creer que era gratitud, otra… que era algo más.
El café hervía detrás de mí, pero no me moví.
Sentí que el aire se espesaba, que el reloj del comedor marcaba los segundos con una insistencia cruel.
Tuve que apartar la vista, porque algo dentro de mí empezó a doler de una forma que no recordaba.
Un dolor antiguo, del tipo que uno entierra con el paso del tiempo, creyendo que ya no existe.
Caminé hacia el pasillo, intentando no hacer ruido.
Desde allí oí su voz.
Elena le contaba algo sobre su infancia, creo; Julián respondió con una de esas frases secas, medio irónicas, que solo él podía decir sin sonar cruel.
Ella rió otra vez, y ese sonido se me clavó en el pecho como un eco que no quería escuchar.
"Lo estás imaginando", me dije.
"Ella solo hace su trabajo. No hay nada más."
Pero la voz que me respondió dentro de la cabeza no sonaba convencida.
El aire fresco con un olor a sal me golpeó el rostro y sentí que podía respirar de nuevo.
Recordé cuando él solía salir temprano, con una taza en la mano, a mirar el mar.
Decía que era su forma de medir el tiempo.
Yo, en cambio, siempre lo veía como una costumbre absurda.
Y ahora… ahora me aferraba a esa memoria como si fuera lo último que me quedaba de nosotros.
Detrás de mí se escuchó el ruido de una silla.
Me giré instintivamente, y por la ventana pude verlos de nuevo.
Julián levantaba la vista hacia Elena, que le mostraba algo en un cuaderno.
Ella hablaba con entusiasmo; él la escuchaba.
Ese gesto… ese gesto era el mismo que usaba cuando me observaba en mis días felices.
La manera en que su ceja se arqueaba apenas, el modo en que apretaba el borde de la mesa sin darse cuenta.
Lo reconocí todo, como se reconoce un idioma que se había olvidado.
Sentí una punzada detrás de los ojos.
No de celos, no exactamente.
Era algo más profundo, más triste.
El peso de haber dejado que el amor se apagara, de haber permitido que la distancia se convirtiera en una muralla.
Y aun así, al verlo ahí, comprendí que ese fuego no se había extinguido por completo.
Seguía encendido en alguna parte de mí, bajo capas de orgullo y silencio.
Entré de nuevo sin pensarlo.
Elena se dio cuenta enseguida; su sonrisa se desdibujó un poco.
—Buenos días, señora Laura —me dijo, con esa cortesía impecable que siempre me incomodaba.
—Buenos días —respondí, forzando una sonrisa que no sentía.
Julián levantó la vista.
Por un instante, nuestros ojos se encontraron.
Y ese instante bastó.
Fue como si el tiempo retrocediera.
Vi reflejado en su mirada algo que no supe interpretar: ¿culpa, ternura, costumbre?
No lo sé.
Pero lo que sentí fue real.
Y me asustó.
—¿Dormiste bien? —preguntó él, rompiendo el silencio.
—Sí —mentí.
—Me alegra. Elena me contó que hoy vendrá el doctor.
Asentí, fingiendo interés, pero mi mente estaba en otra parte.
El tono con que pronunció su nombre, tan natural, tan cotidiano, fue lo que terminó de herirme.
Elena.
Como si ya formara parte de su vida de su mundo.
Mientras ellos hablaban, yo me quedé inmóvil, escuchando sin querer.
Ella le describía los ejercicios que harían, las mejoras que notaba.
Julián asentía, atento, y hasta sonrió un par de veces.
Esa sonrisa... hacía meses que no se la veía.
Y me dolió pensar que quizá ella la había traído de vuelta.
Me excusé diciendo que debía hacer una llamada y salí del salón.
Apenas cerré la puerta, sentí que las lágrimas me ardían detrás de los ojos, pero no las dejé salir.
No.
No iba a darle al destino el gusto de verme débil.
Me refugié en la habitación del estudio.
El reloj marcaba las once, pero el tiempo parecía no avanzar.
El viento movía las cortinas, y por un momento creí oír un susurro, una voz baja que decía mi nombre.
Me giré, sobresaltada, pero no había nadie.
Solo la soledad de las paredes y el eco de mi respiración.
Me quedé quieta, temblando.
¿Había sido mi imaginación?
No lo sé.
Cerré los ojos y me apoyé contra el escritorio.
Me vino una imagen repentina: la primera vez que lo vi después del accidente.
Su rostro pálido, sus manos inmóviles, y la sensación desgarradora de haber perdido algo que no sabía cómo recuperar.
Y ahora, cuando lo tenía frente a mí, más vivo, más sereno, me daba cuenta de que lo había perdido de otra manera: a través de ella.
Elena.
Su nombre retumbó en mi mente como una campana.
La enfermera perfecta, la presencia constante, la calma que yo había dejado de ofrecer.
Pero lo que más me dolía no era que él la mirara así.
Era que yo lo seguía mirando igual.
Con miedo, con amor, con un deseo callado de volver a lo imposible.
Afuera, el reloj del pasillo dio la hora.
No sé cuánto tiempo estuve allí, de pie, tratando de convencerme de que lo nuestro ya no existía.
Pero cuando escuché su voz otra vez, riendo con ella, lo supe con una certeza que me heló:
podría engañar a todos, incluso a mí misma, pero no al corazón.
Porque aunque él siguiera con Elena, aunque yo fingiera indiferencia, aún lo amaba.
Y eso… eso era lo que más dolía.
La casa crujió suavemente.
Un viento frío se coló por la ventana entreabierta y me recorrió los brazos.
Tuve la sensación de que alguien —o algo— me observaba desde el pasillo, aunque no había nadie allí.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí miedo.
No del amor, sino de lo que podía despertar en nosotros si seguíamos mintiendo.
Continuará…
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