Las puertas del gran salón se abrieron, y mi nombre retumbó en el aire como un presagio. Los caballeros permanecían inmóviles, alineados a los lados como estatuas de hierro. Y aun así, sentía el peso de sus miradas obligándome a medir cada paso, como si un solo gesto bastara para desatar sus espadas.
En lo alto, sobre un trono de madera desnuda, aguardaba David Albert. El legendario líder de los Lobos no necesitaba coronas ni estandartes: su sola presencia bastaba para reclamar cada rincón del salón. Era como si los muros respiraran con él, como si su sombra se extendiera hasta donde mis pasos aún no habían llegado.
Sus ojos, fijos en mí, oscilaban entre el interés y la sospecha. No sabía si me recibía como invitada… o si me estaba juzgando ya como enemiga.
—Señorita Ester —dijo tras un breve silencio, con una voz más fría de lo que pretendía aparentar—. Es un honor recibirte en mis dominios. Aunque confieso que me resulta extraño verte sin el joven Winter. ¿No eres acaso su mensajera más leal?
Cada mención a mi lealtad era una daga envuelta en cortesía. La sentí hundirse, pero no le daría el gusto de verme vacilar. Me detuve a una distancia calculada, lo bastante cerca para que mi voz llegara con claridad, lo bastante lejos para que sus caballeros no vieran en mí una amenaza. Con un movimiento preciso levanté apenas las puntas de mi vestido, mostrando respeto sin inclinar la cabeza.
—Señor Albert — dije, con voz clara y firme —. Solicito su permiso para que una legión de caballeros cruce sus dominios. El asunto es de extrema urgencia.
Su rostro se endureció. La mirada que me lanzó tenía la firmeza del acero y me recordó que los Lobos no eran fáciles de persuadir.
—Antes de proceder —respondió con una dureza que impregnó el aire—, entiende esto: permitir que una legión atraviese nuestras tierras no es un favor menor. Dame una razón.
No había tiempo para rodeos. Lo que venía después requería una delicadeza que nunca había sido mi virtud.
—Deseo ser transparente —dije, midiendo cada sílaba como si pesara en una balanza—, pero hay asuntos que prefiero reservarme mientras tus caballeros estén presentes.
Albert arqueó una ceja; la duda se marcó en su rostro curtido por los años y las campañas de guerra. El silencio que siguió fue el de un lobo que huele el aire antes de decidir si atacar o no.
—Parece que en la capital los vientos soplan agitados… —murmuró, antes de alzar la voz—. ¡Muy bien, señorita Ester, ordenaré que mis guardias se retiren!
No alcancé a sentir alivio cuando una voz atravesó el salón.
—¡Padre, no! No puedes tomar esa decisión sin consultarme.
Beatriz, la heredera de los Lobos, avanzó como si reclamara un territorio propio. El fuego en sus ojos era el mismo de su padre, aunque más joven, más impaciente.
Albert la observó con calma, como un cazador que mide la insolencia de un cachorro rebelde.
—No subestimes la experiencia que no posees, hija mía. Este no es un terreno para tu ímpetu.
Beatriz giró hacia mí con una sonrisa envenenada.
—Dices que buscas transparencia, señorita Ester… pero traes silencio y secretos. ¿Esa es la clase de aliado que debemos dejar cruzar nuestras tierras?
—Beatriz —replicó, con un chasquido de dedos que bastó para mover a sus hombres—. Mi decisión está tomada.
Los caballeros se alinearon y abandonaron la sala. El salón quedó casi vacío, pero la tensión no se disolvió. Beatriz permanecía allí, inmóvil como la última estatua de acero.
—¿De verdad crees que puedes confiar en ella? —Beatriz apenas susurró, con pesar.
Albert no respondió. Sus ojos estaban fijos en mí, buscando lo que callaba.
—Ester —dijo al fin, con un tono bajo y cargado—. Lo que propones es demasiado delicado. Ningún hombre con experiencia podría creer que no traerá consecuencias. Respóndeme con franqueza: ¿el rey conoce tus movimientos, o actúas sola?
El corazón me golpeó el pecho. No había marcha atrás.
—Mi señor… está indispuesto. Esta es una situación que exige acción inmediata. No hay tiempo para protocolos.
Albert se inclinó hacia adelante; su sombra se alargó hasta cubrir el suelo donde me encontraba.
—Un solo error bastaría para encender otra guerra. Tú conoces lo que dejó la guerra de Saint Morning, las cicatrices que aún cargamos. Nuestro reino no sobreviviría a una imprudencia más.
Si tus intenciones son genuinas, tendrás que probarlo con hechos.
Respiré hondo, sin permitirme temblar.
—Solo pido la oportunidad de actuar antes de que sea demasiado tarde.
El silencio se alargó, como un juicio. Entonces Albert se levantó y, sin apartar sus ojos de los míos, desenvainó la espada.
—No intentes engañarme, muchacha. No he llegado a viejo por ingenuo. Dame tus verdaderas razones… o aquí terminará tu misión.
La sangre se me heló, no por miedo, sino porque sentí cómo el tiempo se agotaba entre mis dedos.
—Mi señor está en grave peligro… ya ha pasado una semana desde su secuestro —dije al fin, dejando que la frustración rompiera las barreras de mi autocontrol.
Con un gesto rápido, rasgué el costado de mi vestido y extraje la daga oculta. El metal brilló como un desafío bajo la luz del salón. No era una espada, pero bastaba para abrirme paso si llegaba el momento.
—¡Padre, llama a los guardias! —gritó Beatriz, desenvainando su propia hoja. Sus ojos ardían, no de miedo, sino de rabia.
El aire se volvió denso, como antes de una tormenta. Las palabras diplomáticas habían quedado atrás; cada segundo que pasaba era una cuerda tensándose hasta romperse.
Albert no se movió. Se incorporó despacio, y su mirada fue más cortante que cualquier filo.
—Al fin muestras tu verdadero ser, Ester… ¿O debería llamarte por tu verdadero nombre?
Sus palabras cayeron como un golpe. Sentí cómo encendían un recuerdo que había intentado olvidar. Mi pasado, mi identidad… todo aquello que había mantenido enterrado empezaba a asomar.
Apreté con fuerza la empuñadura de la daga, no para atacar, sino para no temblar.
—No estoy aquí para juegos —dije, con la voz firme—. La vida de mi señor corre peligro. Quise evitar que supieran la verdad sobre lo que sucedió tras la ceremonia de los Fundadores. Pero por su reacción, entiendo que no tienen idea de lo que ocurrió realmente.
El silencio que siguió fue distinto. Un abismo se había abierto entre los tres, y en su centro, la verdad que había tratado de esconder.
—¡Todos ustedes creen saber algo de mí, pero no saben nada! —mi voz resonó en el salón—. Mi señor me dio una segunda oportunidad, y jamás traicionaré su confianza, aunque eso me convierta en enemiga de todo el reino.
Albert no se inmutó. Su mirada era la de un hombre que había visto tantas verdades y mentiras como para sorprenderse.
—No necesito que me cuentes tus secretos, pero haz lo correcto. Por eso te permito cruzar mis fronteras. Beatriz, guarda tu espada.
—Pero, padre… ella… es… —Ella sostuvo la hoja con manos temblorosas. Sabía algo de mi pasado; quizá lo intuía. En silencio deseé que callara; si algún día lo revelaba a mi señor, reclamaría su cabeza.
Albert respiró hondo y su voz se afinó, como si hablara más para sí que para nosotros.
—Ve con cuidado. Roster está en un punto muerto. Rezo para que el duque del Norte no haya cometido una estupidez… en verdad, ¿qué hiciste, Winter?
Sus palabras quedaron suspendidas, como un hilo a punto de romperse. Alcé de nuevo las puntas de mi vestido desgarrado y me alejé, deslizándome por los corredores como una sombra que se disuelve.
Al salir del ducado con el permiso que necesitaba, llevé conmigo más preguntas que respuestas. Aquel día no supe si había hecho lo correcto; si matar al duque del Norte había sido la decisión correcta.
Hoy el viento es distinto. Vuelvo a mirar el portón y a enfrentar a los guardias que una vez me despidieron con cortesía: ahora sus miradas buscan pretextos para clavarse en mí con espadas o flechas.
No vengo sola. Esta vez Estefan camina a mi lado; su presencia intercederá por nosotros y, con suerte, nos permitirá cruzar de nuevo las fronteras como aquella vez. Si todo sale como espero, seré la chispa que encabece la rebelión contra la capital. Liliana pagará por traicionar a mi señor, Ethan Winter.