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Chapter 35 - La niña del invierno: capitulo 10

Al volver a la entrada del ducado, los Lobos me miraron con frialdad; para ellos, yo ya era una traidora. No había huido de la ejecución por cobardía ni por aferrarme a la vida: lo hice por venganza. Ese sentimiento —oscuro y ardiente— era la única fuerza que mantenía mi cuerpo en pie.

—¿¡Vas a intentar cruzar otra vez los dominios del duque para provocar otra guerra?! —gritó uno de los caballeros al desenfundar la espada. Al alzar la vista, el filo apuntaba hacia mí, pero no me moví; ni siquiera sabía qué expresión llevaba en el rostro.

Cuando me dispuse a hablar, Estefan —que había permanecido a mi lado todo el tiempo— avanzó como quien no teme nada. Tiró el cigarro al suelo y alzó la voz:

—Los caballeros de la capital están aquí porque quieren vengar a su señor. Él murió por culpa de Liliana Winter; ella traicionó al rey y lo entregó a sus enemigos. Ustedes conocen la verdad: el duque del Norte fue asesinado por eso. No venimos a invadir —continuó—. Solo pedimos paso. Los hombres detrás de nosotros dejaron todo para redimirse; buscan, en la guerra, un último consuelo por los juramentos que no pudieron cumplir. La capital está dividida, y la guerra es inminente.

Los rostros de los caballeros no se ablandaron; en ellos no había duda, solo la firme decisión de no permitir el paso. Desde las torres, los arqueros tensaron los arcos, y el eco metálico de los cañones cortó el silencio.

Entonces, la figura de Albert, el duque, emergió lentamente, como si las sombras se apartaran solo para abrirle paso.

—Joven Estefan —su voz no se alteró—, es una sorpresa verte después de tanto tiempo.

Estefan dio un paso al frente. No llevaba más que su voz, sostenida por una convicción que lo mantenía erguido.

—Gran duque, es un honor que aún recuerde mi nombre. Le ruego que nos permita cruzar sus tierras. A mis espaldas están los últimos hombres que juraron acabar con Liliana, la traidora.

Albert lo observó en silencio. Pero no fue su juicio lo que me inquietó, sino la mirada de Estefan. Antes, aquellos ojos solían perderse entre el humo, buscando en él el rostro de su señora. Ahora, la pena que lo consumía se había transformado en una fuerza distinta: una luz firme que lo empujaba a seguir, incluso en un mundo donde ya no había lugar para él.

—¿Recuerda lo que le advertí la última vez, señorita Ester? —su voz cortó mis pensamientos, y no me dio tiempo de medir mis palabras.

—Lo recuerdo —respondí con descaro—. No hace falta repetirlo.

Por un instante, el aire se volvió pesado. Nadie se atrevió a respirar. Luego, el rugido estalló.

—¡¿Cómo te atreves?! —gritaron los caballeros, y la furia se propagó entre las filas como fuego sobre pólvora.

Los insultos llovieron como fragmentos de hierro, golpeando el suelo a mis pies, pero ninguno me alcanzó. Ni siquiera parpadeé.

Estefan, a mi lado, rozó mi brazo y susurró, con un hilo de voz que apenas sobrevivía al estrépito:

—No avives el fuego, Ester. Mide tus palabras.

Albert inclinó la cabeza, y su serenidad fue más cruel que cualquier grito.

—La primera vez que llegaste a mí parecías otra —dijo con calma—. Tenías brillo en los ojos. Ahora solo veo cansancio… ojeras… y una esperanza que se apagó.

La rabia se agitó en mi interior como un animal enjaulado, golpeando las rejas de mi pecho. Respiré hondo, pero el aire me supo a óxido.

—¡Debiste apoyar al rey y ayudar en su rescate! —mi voz se quebró en un grito.

El eco de mi voz se estrelló contra los muros del ducado. Por un instante, pensé que incluso el aire había huido.

Entonces, Estefan intentó sellar mis labios, pero lo aparté con un solo movimiento. La verdad me ardía por dentro, reclamando salir. Y cuando lo hizo, fue como una daga lanzada sin aviso:

—Sé que estuvieron en contacto con el duque del Norte. Cuando lo asesiné, revisé sus registros… y encontré las transmisiones por radio.

Albert ni siquiera parpadeó. Por primera vez comprendieron que ante ellos no estaba solo la mensajera, sino la mujer que había sobrevivido a la guerra.

Las manos de los caballeros se cerraron sobre las empuñaduras, y el filo de la violencia flotó en el aire, como una tormenta que solo espera una chispa.

Pero entonces, mi mirada habló por mí. Era la misma que anticipa una ejecución. Aprendí a enterrar esa sombra, no porque mi señor me lo pidiera, sino porque quería que siguiera creyendo que yo era una buena mujer, la misma que conoció bajo la nieve de aquella noche de invierno.

Ahora que él ya no está, no queda nada que ocultar.

Uno a uno, los caballeros retrocedieron. No por miedo, sino porque comprendieron lo que tenían delante. Por ese motivo protegieron a su señor: no por lealtad, sino por instinto.

—Tienes su mismo carácter… incluso el color original de su cabello —dijo sin prisas, dosificando cada palabra como quien revela un secreto—. Supongo que ya lo sabes, señorita Ester.

Guardó silencio apenas un segundo, el suficiente para medir mi reacción.

—Como muestra de buena voluntad, dejaré pasar este asunto… pero con una condición —su voz se volvió más grave—. Quiero que lleves a mi hija Beatriz al norte. Ya sabes por qué te lo pido. En el fondo reconoces lo que ocurrirá si te dejo pasar. La reina Liliana nos llamará traidores, y lo seremos… pero mi heredera debe sobrevivir.

Aquellas palabras me atravesaron el pensamiento como una herida lenta. No era un trato… era una despedida.

—¿Estás seguro de que tu hija accederá a tus deseos? —pregunté.

—No lo hará por voluntad propia —respondió con la calma cortante de quien ya calculó el peor desenlace—. Si hace falta, la adormecerán y la llevarán a la fuerza. Antes de que partáis, te daré esta carta: cuando despierte, entrégasela. Y no permitas que regrese; si es necesario, usa la fuerza.

Sus palabras cayeron como una orden disfrazada de súplica. Tal vez era un amor de padre que yo no podía comprender. Yo nunca tuve uno; mi único consuelo maternal se me escapó demasiado pronto, devorado por la guerra y el hambre que consumieron a Roster.

Me entregaron a la heredera inconsciente. Liviana y fría en mis brazos, parecía una muñeca vacía de alma. Albert no me miró al despedirse; su voz fue un adiós más punzante que cualquier espada.

Mientras cabalgábamos hacia el norte, sentía que aquel destino era culpa mía, como si cada paso prolongara una masacre que no inicié. Fue Liliana… con el duque del Norte y la sombra de Saint Morning detrás de ella.

El peso de la carta en mi bolso ardía más que el sol del mediodía. Y en ese fuego recordé lo que Estefan me entregó en prisión: los documentos del Ángel Engine.

Un proyecto imposible… o quizá el verdadero motivo por el que todos empezamos a morir.

¿Acaso buscaban crear una nueva fuerza que rivalizara con los caballeros ejecutores? ¿Una máquina capaz de producir soldados en masa, sin alma ni conciencia, para iniciar una guerra a gran escala?

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