Desde un rincón oscuro, Aiko cruzó los brazos, la sangre de Daichi (aún en el suelo) brillando bajo los faroles.
—Bueno, al menos ahora tienes algo que hacer con tu vida —murmuró, su tono carente de juicio, sino de una aceptación fría de la funcionalidad.
Ryuusei permaneció inmóvil, observando sus manos manchadas. No sintió satisfacción. No sintió culpa. Solo el vacío que se había convertido en su nuevo motor, una tranquilidad más aterradora que cualquier furia.
Haru cayó de rodillas, con la mirada perdida en el rastro oscuro que marcaba la derrota de su amigo.
—¿Por qué…? —consiguió articular, la pregunta ahogada por la desesperación.
Ryuusei lo miró por un instante, y la nada en sus ojos fue la respuesta más cruel. No había una razón personal; solo una necesidad mecánica de poner fin a un error del universo.
Se giró y se alejó unos pasos, dejando a Kenta y Haru con una sola pregunta retumbando en sus mentes: ¿Había manera de detenerlo? ¿O acaso… Ryuusei ya estaba más allá de la salvación?
El aire se tornó pesado, denso, cargado con la amenaza inminente de la muerte. Kenta y Haru, luchadores experimentados, sabían que no había escapatoria. La postura de Ryuusei, su presencia enmascarada... todo en él gritaba peligro mortal. No era el guerrero; era el juicio.
Sin previo aviso, Ryuusei desapareció en un parpadeo. Sus dagas de teletransportación brillaron con un resplandor etéreo, dejando un rastro de distorsión en el aire. Kenta apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir un corte fino y preciso en la mejilla. No era profundo, pero el filo había quemado la piel, un aviso escalofriante de la velocidad a la que jugaban.
—¡Maldición! —gruñó Kenta, la rabia encendiendo sus reflejos. Desenfundó sus Guadañas, el metal oscuro reflejando las luces urbanas.
Haru retrocedió, tensando la cuerda de su Arco. Sus ojos, entrenados para el rastreo, buscaban frenéticamente cualquier movimiento, cualquier indicio de dónde aparecería su excompañero.
Entonces, la tormenta se desató.
Ryuusei emergió detrás de Kenta y lanzó una embestida con sus dagas, buscando perforar su costado, apuntando a los puntos débiles que solo un viejo amigo conocería. Kenta giró con una precisión letal, interceptando el ataque con una de sus guadañas. Las chispas volaron cuando las armas chocaron, el sonido vibrante rompiendo el silencio, pero Ryuusei no se detuvo. Desapareció de nuevo, reapareciendo en el aire sobre Haru, buscando la aniquilación rápida.
—¡No tan rápido! —gritó Haru, disparando una flecha envuelta en energía carmesí vibrante. Era una flecha cargada de intención destructiva.
La flecha silbó en el aire y Ryuusei apenas tuvo tiempo de bloquearla cruzando sus dagas. El impacto lo hizo retroceder, aterrizando con una voltereta ágil. Se irguió, limpiando el polvo de su abrigo. Una sonrisa fría y burlona se dibujó bajo la máscara.
—No están tan indefensos como pensé —murmuró, su voz apenas audible, pero cargada de burla.
Kenta rugió de furia y se lanzó contra él. Sus guadañas cortaban el aire con una velocidad feroz, generando ráfagas de viento que buscaban desequilibrar a Ryuusei. Ryuusei esquivaba con movimientos elegantes, casi un baile, deslizando sus dagas contra las hojas de su enemigo, desviando los ataques con una precisión escalofriante. Era el Heraldo Bastardo en acción: control total sobre su tiempo y espacio.
Pero Kenta no era el único problema en el campo.
Haru ya había cargado otra flecha. Esta vez, la energía púrpura alrededor de la punta era más densa y oscura. Sabía que no podía fallar.
—¡Impacto del Vacío! —bramó, disparando una flecha con una fuerza devastadora, el aire crujiendo a su paso.
Ryuusei se teletransportó en el último segundo, reapareciendo a un lado justo cuando la flecha impactaba el suelo, dejando un cráter humeante y grietas radiales.
Entonces, un rugido estremeció el lugar. No era el rugido de la batalla; era el rugido de la locura.
De entre las sombras emergió Aiko, su figura ya no era la de la científica tranquila. Su Espada del Heraldo Negro estaba envuelta en un aura oscura y pulsante, y sus ojos brillaban con una intensidad feroz, totalmente blancos.
Se encontraba en su forma Berserk.
—¿Les molesta si me uno a la fiesta? —preguntó con una sonrisa salvaje, más una mueca caníbal que una expresión de alegría.
Kenta y Haru apenas tuvieron tiempo de reaccionar. Aiko se lanzó sobre ellos con una velocidad aterradora, su espada descendiendo con un poder monstruoso, buscando partir a Kenta por la mitad. Solo el instinto puro y la experiencia de Kenta lograron salvarlo. Se deslizó hacia un lado, pero la hoja aún alcanzó la parte superior de su hombro. La sangre brotó de inmediato, empapando su abrigo.
—¡Kenta! —gritó Haru, girándose para ayudarlo, su atención dividida entre la furia de Aiko y el sigilo mortal de Ryuusei.
Fue su error fatal.
Ryuusei apareció a su espalda, sus dagas buscando su cuello con una sincronía perfecta. Haru apenas logró agacharse a tiempo, sintiendo el filo rozarle el cabello. Rodó por el suelo, apuntando otra flecha, pero Aiko lo interceptó con un corte descendente. Haru logró desviar el golpe con su arco, la madera crujiendo.
El campo de batalla era un caos de velocidad y muerte. Las guadañas de Kenta giraban en círculos desesperados, tratando de abrir espacio entre él y la implacable Aiko. Haru disparaba flechas sin descanso, buscando mantener la distancia. Pero Ryuusei y Aiko eran implacables: depredadores jugando con su presa, como si cada movimiento ya estuviera planeado con antelación, una coreografía macabra.
Entonces, cuando el terror estaba a punto de consumir a los supervivientes, una explosión de luz.
No era la luz fría del neón, sino una energía cálida, dorada.
Daichi irrumpió en la escena, su Lanza del Juicio en mano. Su energía irradiaba una intensidad brillante, iluminando la oscura calle y disipando las sombras del Caos.
Pero había algo más extraordinario que su presencia.
Su cuerpo, cubierto de heridas mortales y con la garganta abierta hacía apenas unos minutos, estaba completamente regenerado. Su piel volvía a estar intacta, y sus ojos, que antes habían reflejado el terror, brillaban ahora con un fulgor dorado.
Kenta se quedó sin aliento, su guadaña cayendo ligeramente.
—No puede ser… ¿Cómo sigues vivo?
Daichi sonrió con una calma feroz, muy diferente a la arrogancia que solía mostrar. Era la calma de un hombre que había visto el abismo y regresado.
—No voy a caer tan fácil —respondió, sosteniendo su lanza con firmeza.
El aire vibró con energía acumulada. El suelo se agrietó bajo sus pies mientras la luz dorada lo envolvía. Ryuusei, que había estado a punto de terminar el trabajo con Kenta, se detuvo. Entreabrió los ojos, su sonrisa bajo la máscara desapareciendo por primera vez.
—Interesante… —murmuró, su tono de voz indicando genuina curiosidad.
Aiko, aún en su forma Berserk, soltó una carcajada ronca, la locura de su forma desatada mezclada con excitación.
—¡Esto se está poniendo bueno! ¡Un resucitado!
Daichi no esperó más. En un parpadeo, desapareció y reapareció frente a Ryuusei, su lanza descendiendo como un relámpago, buscando perforar la máscara. Ryuusei apenas tuvo tiempo de cruzar sus dagas para bloquear, pero el impacto fue monstruoso, dotado de una fuerza renovada y divina. Lo hizo retroceder varios metros, dejando surcos profundos en el suelo.
—Tienes más fuerza de la que recordaba —murmuró Ryuusei, girando su muñeca para aliviar el impacto y probar si sus huesos habían cedido.
Daichi no respondió con palabras. Solo atacó de nuevo, usando la Lanza del Juicio como un rayo guiado por una fe o una rabia que trascendía la simple autodefensa.
Esta vez, no estaba peleando para ganar tiempo. Estaba peleando para terminar la amenaza.
Kenta y Haru aprovecharon la distracción y se lanzaron sobre Aiko. Sus ataques combinados eran rápidos, certeros, buscando puntos de presión y cortes profundos. Pero Aiko no era fácil de derrotar; la oscuridad en su cuerpo la hacía resistente. Con un rugido gutural, desató un torbellino de energía oscura con su espada, obligándolos a retroceder.
Pero Haru, viendo la oportunidad, ya tenía una flecha cargada con toda su energía restante.
—¡Impacto del Vacío!
La flecha surcó el aire y golpeó de lleno el pecho de Aiko. La explosión la hizo retroceder y la oscuridad en su cuerpo pareció absorber parte del daño, pero no todo. Su forma Berserk parpadeó por un instante. Aun así, sonrió, aunque un hilo de sangre corría por la comisura de sus labios.
—Lindo intento. Pero estoy más cabreada que antes.
Aiko cargó contra ellos de nuevo, buscando explotar el terror en sus ojos.
Mientras tanto, Ryuusei y Daichi seguían intercambiando golpes a una velocidad sobrehumana. Cada choque de sus armas hacía vibrar el aire, cada destello de luz dorada y sombra oscura pintaba un espectáculo mortal para los pocos que pudieran haberlo presenciado.
Pero Ryuusei, a pesar de la potencia del ataque de Daichi, no mostraba signos de agotamiento o frustración. Su estilo seguía siendo frío y metódico.
Y Daichi lo notó. Su aliento se hacía pesado.
—¿Cuánto más vas a seguir así? —gruñó Daichi, su voz tensa por el esfuerzo.
Ryuusei giró una de sus dagas y se encogió de hombros, un gesto de absoluta indiferencia.
—Hasta que uno de nosotros ya no pueda levantarse. Y, a diferencia de ti, yo no necesito un milagro para seguir de pie.
Daichi apretó los dientes. Si quería acabar con esto, tenía que usar su carta más fuerte.
Sin dudarlo, elevó su lanza y la envolvió en su máximo poder regenerado. El suelo tembló bajo la fuerza de la energía. La luz dorada crepitó con violencia a su alrededor, una manifestación pura de la Fuerza Rudimentaria llevada al límite.
—¡Lanza del Juicio Final!
La lanza explotó en un destello cegador y descendió con furia absoluta, un ataque diseñado para borrar a Ryuusei de la existencia.
Ryuusei, en lugar de temer, sonrió.
Y luego desapareció.
Daichi apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir el frío acero de una daga en su costado, no en el punto vital que sanaría al instante, sino en un punto que cortaba su flujo de energía.
Ryuusei había aparecido a su espalda, su ataque cronometrado perfectamente con el clímax de la técnica de Daichi.
—Demasiado lento —susurró Ryuusei, retirando la daga.
Daichi escupió sangre, más por la interrupción violenta de su poder que por el daño físico. Su regeneración era rápida, pero el golpe había sido diseñado para colapsar su sistema.
Kenta y Haru vieron con horror cómo Daichi caía de rodillas, su luz dorada parpadeando y muriendo.
Y Ryuusei, aún sin una sola herida, se giró para mirarlos.
—¿Quién sigue? —preguntó, con la máscara reflejando el juicio final.
El verdadero infierno apenas comenzaba.