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Chapter 31 - Noche Oscura

La noche envolvía Tokio en su abrazo de sombras y neones parpadeantes. La ciudad no dormía, pero para Ryuusei el bullicio se había convertido en un murmullo lejano, irrelevante, como el eco ahogado de una vida que ya no le pertenecía. Caminaba entre las luces de neón sin verlas, sus pensamientos consumidos por la espiral oscura que lo había arrastrado de regreso al camino de la aniquilación.

Ya no había vuelta atrás.

No cuando su propia sangre lo miró como a un intruso perturbado. No cuando el mundo le demostró que no había lugar para los que dudan, para los que buscan un significado más allá del poder. La compasión, la esperanza, el intento de aferrarse a lazos rotos... Todo eso había muerto en el instante en que lo negaron. Él no fue rechazado; fue borrado.

Dentro del refugio, el aire era tenso, cargado con el olor metálico de armas recién afiladas.

—¿Entonces es definitivo? —preguntó Aiko, su voz sin inflexión. No era una duda, solo la confirmación de lo que siempre había sabido que sucedería.

Estaba sentada en el viejo sofá de cuero, afilando sus propias armas con la precisión meticulosa de quien comprende el valor de cada instante antes de la batalla. Sus ojos reflejaban la luz de la ciudad que se colaba por la ventana, pero no mostraban ni emoción ni juicio. Para ella, esto era simplemente el inicio de la siguiente misión.

Ryuusei, de espaldas a la ventana, se colocó los guantes con calma, un ritual lento, casi sagrado. Los dedos de los guantes eran de cuero reforzado, hechos para empuñar algo más pesado que una daga, algo más parecido a sus martillos. Luego, tomó la máscara, la que había intentado dejar atrás. La sostuvo por un segundo, sintiendo su peso frío. No era solo un trozo de cerámica, sino un rostro sin emoción, su verdadera cara, la única que la Muerte le había permitido tener, la única que el mundo merecía ver.

—Sí —dijo, y su voz sonó como un juicio inapelable, vacía de dolor, vacía de rabia—. Ya no hay dudas. Ya no hay espera. La farsa terminó.

Aiko recogió sus cuchillos con un sonido seco, metiéndolos en sus fundas. Se limitó a levantarse y seguirlo.

La puerta se cerró tras ellos sin hacer ruido, sellando su destino.

Y la noche los devoró, convirtiéndolos de nuevo en cazadores.

Kenta, Haru y Daichi caminaban juntos por un distrito elegante. Un fin de semana más, una noche más en la ciudad. Reían, bromeaban, compartiendo cigarrillos baratos y sintiéndose intocables bajo el resplandor de las luces de neón. Para ellos, la guerra era un juego de poder, y eran los jugadores más fuertes. No sabían que ya no eran personas. Eran presas.

—¿Vieron el último marcador? —se jactó Haru, ajustando la bandolera donde guardaba su arco—. Daichi casi lo arruina, como siempre.

Daichi le dio un codazo juguetón. —¡Cállate! Al menos yo tengo un objetivo, tú solo disparas a ciegas.

Kenta se rio, su guadaña envuelta en tela bajo su abrigo. Eran una hermandad forjada en el acero y la arrogancia.

El peligro no llegó con un rugido de batalla. Se deslizó, se insinuó.

Fue un escalofrío inexplicable recorriendo la espalda de Kenta, a pesar de la temperatura templada de la noche.

Fue la repentina, opresiva sensación de que algo los observaba, pero no desde un lugar fijo, sino desde todos los ángulos a la vez.

Daichi fue el primero en detenerse, su rostro se ensombreció bajo la luz de un farol roto.

—¿Sienten eso? —murmuró, con el ceño fruncido, su voz más baja de lo normal.

Kenta asintió, su instinto, afinado por años de combate, gritándole una advertencia que no podía descifrar.

—Nos están observando —dijo Haru, girando la cabeza de forma espasmódica, sin encontrar al observador. Su mano ya estaba tensando la cuerda de su arco, listo para el primer ataque.

Desde la azotea de un edificio abandonado, Ryuusei contemplaba la escena con una calma perturbadora. La máscara estaba puesta, desdibujando cualquier rastro de humanidad en su rostro. Sus dedos se deslizaron sobre la empuñadura de una de sus dagas, pero no hizo ningún movimiento. Estaba esperando.

Aiko se inclinó hacia él desde la sombra.

—Si no haces algo, escaparán —susurró, recordándole las reglas básicas de la caza.

Ryuusei la ignoró. Ya no estaba seguro de qué significaba "escapar". ¿Escapar de qué? ¿De él? ¿O de la certeza de su propia insignificancia que él representaba?

No era odio lo que sentía. La ira se había quemado y había dejado un residuo de indiferencia absoluta. Era la comprensión de que sus vidas, sus risas, su arrogancia, eran tan efímeras como la suya. Nada importaba, y él era el agente que se encargaría de demostrar esa verdad.

Pero la inmovilidad no era su propósito. El propósito era la aniquilación.

Algo tenía que romper el silencio.

Ryuusei chasqueó los dedos. El estruendo fue seco, metálico: Aiko había lanzado un trozo de tubería al callejón adyacente. Metal chocando contra el concreto, un sonido lo suficientemente mundano como para ser real, lo suficientemente fuerte como para ser una distracción.

Daichi, impulsado por la curiosidad o, peor aún, por la necesidad de desafiar el miedo, se adelantó unos pasos hacia el callejón.

—Daichi, espera —advirtió Kenta, demasiado tarde.

Un movimiento veloz. No vino del callejón. Vino de arriba. Un destello de acero se materializó en el espacio vacío entre las sombras y Daichi. Ryuusei había usado una de sus dagas para teletransportarse al instante preciso.

Daichi apenas sintió el filo abrirse paso entre su piel. Fue un corte limpio y profundo en la parte posterior de su rodilla, seccionando tendones. Cayó como un muñeco roto. No hubo gritos, solo el sonido crudo de su carne desgarrándose y el eco sordo de su cuerpo golpeando el pavimento.

Kenta y Haru se congelaron, sus ojos clavados en el punto donde la oscuridad se había roto.

Y entonces, desde una posición elevada, cayó Ryuusei.

No como un asesino vengativo, ni como un demonio furioso. Sino como un ser ajeno, un dios del vacío que había descendido para ejecutar un castigo a los que no sabían que eran insignificantes.

Su máscara reflejaba la luz de los faroles, un blanco inhumano y sin rasgos en la oscuridad. En su mano derecha, la daga, que acababa de Distorsionar el Espacio, aún goteaba la sangre tibia de Daichi.

No dijo nada. No tenía que hacerlo. Su presencia era el mensaje.

Haru intentó alzar su arco, pero su cuerpo no le respondía. Era como si su propio instinto de supervivencia se hubiera ahogado en la presencia de algo que no podía comprender. Este no era un rival; era una fuerza de la naturaleza.

Kenta, con la mandíbula apretada por la rabia y el terror, desenvainó su guadaña y se colocó en guardia, su corazón latiendo salvajemente.

—¡¿Qué mierda estás haciendo, Ryuusei?! —rugió, intentando invocar la conexión de un pasado compartido.

Ryuusei inclinó la cabeza, un gesto que parecía burla. Pero era la verdad.

—No lo sé —susurró, y su voz filtrada por la máscara era fría y distante, como un viento que viene de ninguna parte.

Y entonces, actuó.

Kenta se lanzó primero, moviéndose con la agresividad acorralada de un animal. Su guadaña cortó el aire con furia, buscando carne, pero Ryuusei se movió con la fluidez de un líquido. El filo pasó a centímetros de su rostro. Con un movimiento mínimo de su muñeca, Ryuusei esquivó y dejó caer la daga.

El arma no cayó al suelo. Gracias a su habilidad, se teletransportó a medio metro, hundiéndose profundamente en el muslo de Kenta antes de que su cerebro pudiera registrar la trampa.

El impacto fue seco. Kenta no gritó de inmediato. Su cerebro tardó un segundo en procesar que su pierna ya no le respondía, y que el dolor era insoportable.

Haru reaccionó al fin, disparando una flecha impulsada por la desesperación.

Ryuusei no se movió. Atrapó la flecha en el aire con la misma facilidad con la que uno atrapa una hoja al vuelo. La sostuvo por un instante, su punta apuntando hacia Haru.

—¿Por qué se esfuerzan tanto? —susurró, su voz sin emoción. No era una pregunta para ellos. Era un lamento por la futilidad de la resistencia humana.

Haru retrocedió, jadeando, sus ojos fijos en la máscara. Este no era el antiguo Ryuusei. Este era un abismo con forma humana que se había tragado su propia alma.

Daichi se arrastró por el suelo, su pierna rota dejando un rastro oscuro y húmedo en el pavimento. El miedo lo había convertido en un bebé.

—P-Por favor… —balbuceó, con la respiración entrecortada.

Ryuusei bajó la mirada hacia su excompañero, sin compasión, pero sin rabia. Era como mirar un objeto que debía ser desechado.

—No es personal —dijo, la frase carente de todo significado.

Y con un solo movimiento, sin un ápice de emoción, le abrió la garganta con la daga.

No hubo un rugido de batalla. No hubo dramatismo. Solo la precisión de alguien que ya no diferenciaba entre cortar carne y cortar papel. La sangre brotó caliente, salpicando el pavimento como una lluvia carmesí.

Kenta, aún de pie a duras penas, vio la escena con los ojos abiertos de par en par. El grito de terror y pérdida quedó atorado en su garganta.

Haru no intentó otra flecha. Sabía que sería un acto estúpido y vacío. ¿Cómo detienes a alguien que no lucha por odio, sino por certeza? ¿Cómo razonas con alguien que ya dejó de pertenecer a este mundo?

El silencio regresó, espeso, roto solo por el sonido del goteo de la sangre.

Aiko, observando todo desde un rincón oscuro, cruzó los brazos y suspiró.

—Bueno, al menos ahora tienes algo que hacer con tu vida —murmuró con sequedad.

Ryuusei se quedó quieto, mirando sus manos manchadas de sangre.

No sintió satisfacción. No sintió culpa. Solo el vacío que se había convertido en su nuevo motor.

Haru cayó de rodillas, con la mirada perdida en el cuerpo inerte de Daichi.

—¿Por qué…? —consiguió susurrar.

Ryuusei lo miró por un instante, y la nada en sus ojos fue la respuesta más cruel. No tenía una.

Se giró y se alejó. Su daga se teletransportó de regreso a su mano, la sangre de Kenta sobre su muslo. Dejó a Kenta y Haru solos, con un solo pensamiento grabado en la mente.

¿Había manera de detenerlo? ¿O acaso... Ryuusei ya estaba más allá de la salvación, más allá de este mundo, completamente consumido por su destino inevitable?

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