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Chapter 30 - Ruptura

Era un fin de semana engañosamente tranquilo. El aire en el pequeño apartamento olía a tierra mojada por la lluvia nocturna y al sutil aroma especiado de canela. Para Ryuusei, el aroma de la canela era un ancla, un vestigio de la cocina de su madre que su mente se aferraba desesperadamente a replicar.

Ya no pensaba en la venganza con la intensidad febril de antes. No porque el dolor de la pérdida hubiese desaparecido, sino porque había aprendido la lección del Heraldo: la venganza era el camino fácil, la elección que la Muerte esperaba. La Construcción era el desafío.

Se había aferrado a la rutina doméstica con una esperanza desesperada y casi infantil. Si batía los huevos con la precisión suficiente, si lograba el punto exacto de la masa, tal vez, solo tal vez, el vacío incandescente dentro de él dejaría de sentirse tan grande, tan absoluto. Era un simulacro de vida, una puesta en escena del Libre Albedrío donde él elegía la paz sobre el Caos, un acto de voluntad pura.

En la cocina, la luz de la mañana doraba su rostro. Aiko Ishikawa, sentada en la pequeña mesa, estudiaba con diligencia un manual técnico. Ella era su otra ancla, la única persona que no lo veía como un monstruo.

—¿Cuánto de esto es real?—, pensó Ryuusei, mientras removía la mezcla para un pastel de manzana. —¿Estoy en paz, o estoy simplemente ignorando el rugido del Caos?—

Las palabras del anciano resonaban como una letanía: —Tú puedes ser el arquitecto de una era de paz.— Él quería creerlo. Desesperadamente quería ser algo más que solo destrucción. Quería que sus manos, capaces de manejar las dagas y los martillos, también fueran capaces de crear.

Miró el reloj de la pared. El implacable tic-tac era una cuenta regresiva para el momento en que su rutina terminaría. Necesitaba un ingrediente más, una excusa para interactuar con ese mundo que él se había propuesto salvar.

—Aiko, ahora vuelvo —dijo, intentando que su voz sonara ligera, normal—. Me falta levadura. La tienda de la esquina cierra pronto.

Ella levantó la mirada, sonriendo. —De acuerdo. No tardes, huele delicioso y tengo hambre.

Ryuusei le devolvió la sonrisa. Era una sonrisa forzada, pero Aiko no lo notó, o fingió no notarlo. Era su forma de proteger el frágil equilibrio.

Salió a las calles de Tokio con un paso deliberadamente tranquilo. El viento frío golpeaba su rostro, y permitió que el ruido de la ciudad, el verdadero, el incontrolable caos de la vida urbana, lo envolviera. Disfrutó del bullicio, del anonimato, de ser solo una sombra en la multitud.

Mientras caminaba, su atención fue capturada por un sonido familiar, pero que había estado ausente de su vida por demasiado tiempo: la risa aguda e ininterrumpida de los niños.

Se detuvo al borde de un pequeño parque, observando un grupo de niños de no más de ocho años inmersos en un juego de pelota. Uno de ellos había fallado un tiro, y la pelota había rodado cerca de los pies de Ryuusei.

El chico, con el rostro enrojecido por el esfuerzo, lo miró con una mezcla de súplica y timidez.

Ryuusei, el guerrero entrenado en el arte de la aniquilación, el hombre que la Muerte consideraba su herramienta más potente, se agachó. Recogió la pelota y, por un instante, se sintió extraño. El cuero gastado no se parecía en nada al frío acero de sus dagas.

—Aquí tienes —dijo, y su propia voz sonó ronca por la falta de uso en situaciones tan triviales.

El niño dudó por un segundo, luego sonrió con una franqueza que desarmó a Ryuusei.

—¡Gracias, señor! ¿Quieres jugar? ¡Nos falta uno para completar el equipo!

La invitación fue tan espontánea, tan libre de cálculo, que golpeó a Ryuusei con la fuerza de un martillo. Un guerrero jugando a la pelota con niños. Absurdo. Y, sin embargo…

—Claro —respondió, y se sorprendió a sí mismo.

Durante los siguientes quince minutos, Ryuusei se permitió la farsa. Corrió. Se tropezó. Lanzó la pelota con una precisión cómicamente exagerada al principio, luego se forzó a fallar, a reírse de su propia torpeza

Cuando el grupo lo vitoreó por una buena atajada, sintió un calor en el pecho que no provenía de la adrenalina de la batalla. Era algo limpio. Era la construcción en su forma más simple. Por un breve, glorioso momento, no fue el guerrero maldito. Fue solo un hombre jugando a la pelota.

Cuando el juego terminó, se despidió con un asentimiento y se obligó a seguir caminando antes de que la melancolía lo alcanzara.

Apenas se había alejado dos cuadras cuando encontró su segundo acto de bondad. Dos turistas, un hombre y una mujer de mediana edad, estaban parados en la esquina, mirando un mapa con una expresión de pánico contenido.

El hombre extranjero se llevó las manos a la cabeza, frustrado. —I don't understand this subway map. We need to go to Shinjuku, but…

Ryuusei se acercó. Había aprendido algo de inglés durante su entrenamiento en bases internacionales, pero lo usaba raramente.

—Excuse me —dijo, y su acento japonés era grueso—. Maybe I can help you?

La pareja se giró, y sus ojos se iluminaron de alivio. La mujer le mostró el mapa, señalando un punto.

La interacción fue lenta y ardua. Ryuusei tuvo que recurrir a gestos, dibujar figuras en el mapa y usar su inglés intermedio con torpeza. Explicó los transbordos, la línea correcta y el número de la salida. Le tomó casi diez minutos, un tiempo precioso para un hombre acostumbrado a decidir vidas en segundos.

Cuando terminó, el turista sonrió ampliamente y le estrechó la mano con una calidez genuina.

—Thank you so much! You saved our day. You are very kind!

Ryuusei sintió el apretón de manos, la sinceridad en los ojos del extraño. "You are very kind." El halago resonó en su mente, contrastando con el Caos que habitualmente representaba. Este era su propósito, pensó. Pequeños actos de bondad que negaban el poder de la Muerte.

Con un renovado sentido de propósito, se dirigió al supermercado.

Cuando salió de la tienda, la bolsa de papel con levadura y azúcar en sus manos era un trofeo de su nueva vida. Se sentía ligero, esperanzado, casi invencible ante el dolor.

Fue entonces cuando lo vio.

Un restaurante iluminado, con ventanas de cristal que revelaban la escena a todos los transeúntes. Gente reunida en mesas, compartiendo momentos, libres de la guerra.

Y allí, entre todos ellos, su familia.

La vista lo golpeó como un rayo. Instantáneamente, la sonrisa que había usado con los niños se desvaneció, y el ligero peso de la bolsa de compras se sintió como una losa de plomo.

No fue solo un shock visual. Algo extraño ocurrió en su cuerpo. Un intenso zumbido comenzó en sus oídos, y sintió una oleada de náuseas tan fuerte que tuvo que apoyarse en la pared. Sus manos, las que acababan de ayudar a un par de turistas, comenzaron a temblar descontroladamente.

«Es una ilusión. Es la Muerte intentando arrastrarme de vuelta al Caos», se dijo, intentando racionalizarlo con su conocimiento de la Distorsión del Destino.

Pero no era una ilusión. Era la realidad reescrita. Su madre, su padre, sus dos hermanas. Estaban allí, vivas, sanas, felices.

Y mientras las veía reír, Ryuusei sintió un dolor físico tan agudo que le dobló el estómago. Era como si un vacío se hubiera abierto en su pecho, absorbiendo todo el aire. Y entonces, las lágrimas brotaron. Solitarias, calientes, cayendo por su rostro antes de que pudiera controlarlas. Eran lágrimas de pura, absoluta incredulidad.

Su corazón latía con tanta fuerza que pensó que se rompería. Sus piernas se movieron antes de que pudiera detenerlas, cruzando la calle como si estuviera en un trance, dejando la bolsa con la levadura olvidada en la acera.

Cuando cruzó el umbral del restaurante, la campana sonó como un clarín fúnebre. El tiempo, antes distorsionado, se normalizó de golpe, y el sonido de los cubiertos chocando y el murmullo de las conversaciones lo inundaron.

Se acercó a la mesa con pasos vacilantes, su mente en un torbellino de negación y esperanza. Tenía que ser un error, una amnesia temporal, una maldición que se rompería con solo escucharlo.

Se paró junto a la mesa, su sombra cubriendo la escena familiar. Su voz salió como un susurro roto, cargado con el peso de la guerra, la soledad y la desesperación tras tres años de dolor.

—Mamá… Papá…

Su madre levantó la mirada, el tenedor a medio camino de su boca. Su expresión era inicialmente de cortesía, pero rápidamente se transformó en incomodidad y una leve alarma.

—¿Sí? —dijo su padre, con el tono formal de un hombre que se dirige a un extraño. Sus ojos recorrieron la figura de Ryuusei, notando tal vez la intensidad desesperada en su postura, la ropa de calle.

—Soy yo —dijo Ryuusei, incapaz de articular más. Las lágrimas se habían secado, pero su rostro estaba contraído por la angustia—. Soy Ryuusei.

Las hermanas se miraron con desconcierto. La más joven, una adolescente, arrugó la nariz.

La madre ladeó la cabeza, su expresión ahora abiertamente cautelosa.

—Lo siento, joven —dijo con la voz tensa—. Creo que se ha equivocado de persona. Mi hijo está en… No, no tenemos un hijo con ese nombre.

—¡Claro que sí! —gritó Ryuusei, y su voz subió de volumen, atrayendo la atención de las mesas cercanas—. ¡Soy yo! ¡Su hijo! ¿No lo recuerdan?

El padre se puso de pie, su rostro pálido y tenso. Ahora no solo había incomodidad; había miedo.

—Por favor, se lo ruego —dijo en voz baja, pero firme—. No sé quién es usted, pero está molestando a mi familia. No somos sus padres.

El golpe fue más profundo que cualquier herida de batalla. No era solo que no lo reconocieran; era que negaban su misma existencia. Su amor, su lucha, su tragedia... todo había sido borrado.

Ryuusei se inclinó, el pánico desgarrándole el pecho.

—¡Mamá, mírame! ¡Recuerda el pastel de canela! ¡Papá, cuando te ayude a arreglar el carro! ¡Recuerda!

La madre deslizó su silla hacia atrás, acercándose a su esposo, una clara señal de terror.

—Llama a seguridad, por favor —susurró la madre a su esposo, sin dejar de mirar a Ryuusei con una mezcla de lástima y repugnancia.

El padre asintió con un gesto rápido. Sacó su teléfono y marcó.

—Sí, aquí. Necesitamos que alguien retire a un desconocido que está acosando a mi familia. Está llamándonos 'mamá' y 'papá'. Sí, parece... perturbado.

La palabra perturbado resonó en el cráneo de Ryuusei. El Arquitecto de la Paz acababa de ser catalogado como un loco, una amenaza, un nadie que merecía ser retirado por la seguridad de la gente que él había jurado proteger.

Un mesero y un guardia de seguridad se acercaron.

—Señor, por favor. Debe irse.

Ryuusei miró por última vez a su familia. Vio a su padre, con la postura protectora. A su madre, aferrada a su brazo. A sus hermanas, susurrando entre ellas, aliviadas de que el "loco" se fuera.

El olvido era absoluto. Y era la Muerte.

Ryuusei dio un paso atrás, luego otro. La humillación era un escalpelo que cortaba su alma. Salió del restaurante sin resistirse, la bolsa de levadura aún en la acera, y corrió.

Corrió hasta que sus pulmones ardieron, hasta que el bullicio de la ciudad se convirtió en un zumbido sordo. Se detuvo en un callejón oscuro y húmedo, lejos de cualquier luz o testigo.

Se derrumbó de rodillas sobre el concreto sucio. Su cuerpo temblaba con espasmos incontrolables. No era solo tristeza. Era la aniquilación existencial.

—¡No! —gritó, su voz desgarrada.

Las lágrimas cayeron sin control, mojando el suelo, empapando su rostro. Rabia. Dolor. Desesperación. Eran los tres jinetes de su Caos personal.

—El libre albedrío… —murmuró, la ironía sabiendo a ceniza—. ¿Mi libre albedrío era convertirme en la sombra que mi propia familia niega? ¿Esta es la recompensa por elegir la Construcción?

Se llevó las manos al rostro, apretando sus ojos con fuerza, intentando contener la agonía. El Heraldo le había mentido. La Muerte no temía a Dios; la Muerte era la realidad.

La Muerte puede consumir la carne, pero no puede borrar la esencia que Él infunde.

Pero la Muerte no solo había consumido la carne de la antigua realidad de Ryuusei; había borrado su esencia de las mentes de los únicos que le importaban. La Muerte había ganado un triunfo definitivo.

Poco a poco, las lágrimas se secaron. El temblor cesó. El agujero en su pecho, donde antes ardía la esperanza, se llenó de una sustancia helada y densa: certeza.

Se puso de pie, su figura alta y oscura emergiendo de la penumbra. Miró sus manos. Ahora no veía ni al monstruo ni al arquitecto. Solo veía herramientas.

El mundo lo había olvidado. El mundo lo había clasificado como un loco, un peligro.

Y él se aseguraría de que lo recordaran, grabaría su existencia en su memoria con tinta imborrable: el Caos.

Invoco su máscara del Ying-Yang. La sostuvo entre los dedos, su superficie lisa y fría.

Caminó de regreso a su departamento. No con prisa. No con furia. Solo con la Determinación Absoluta de un hombre cuyo último vestigio de esperanza ha sido brutalmente destruido.

Al abrir la puerta, Aiko levantó la mirada.

—Ryuusei, ¿dónde está la levadura?

Él la observó en silencio, su mirada vacía. El tono de su voz la heló.

—La levadura ya no es necesaria, Aiko —dijo, su voz baja y sin emociones, como el filo de una espada—. El pastel no se hará.

Se dirigió al armario donde guardaba sus armas.

—Prepárate —ordenó, un tono de mando que ella jamás había escuchado, que prometía guerra total—. Esta noche, volvemos a la caza. Y esta vez, no habrá pausas.

Las llamas de la venganza no se encendieron de golpe. Habían estado ahí todo el tiempo. Solo esperaban la confirmación de que la paz era una mentira, y que el dolor del olvido era la única verdad en este universo.

Ryuusei, el único testigo de su propia vida, había elegido el Caos

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