Ryuusei permanecía inmóvil en la penumbra de su refugio, las luces tenues proyectaban sombras danzantes en las paredes, un reflejo distorsionado de la tormenta metafísica que rugía en su interior. La conversación con el viejo Heraldo no era un recuerdo, sino una presencia física, incrustada en su mente como la punta de una flecha. —La Muerte teme a Dios—, había dicho el anciano, su voz rasposa cargada de milenios. —Y aún más cuando Él envía a su ángel Miguel.—
El joven guerrero apretó los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos. Aquel pensamiento era más que inquietante; era una herejía contra toda la doctrina que había dictado su vida. Durante años, cada respiración, cada golpe de sus martillos del caos, cada Distorsión del Destino que había forjado, se basaba en la premisa de que el poder era la única divinidad, que el destino se forjaba con sangre y una voluntad inquebrantable. Pero el Heraldo, con su sonrisa enigmática, le había ofrecido una perspectiva completamente diferente.
No solo se trataba de vencer a sus enemigos —Haru, Kenta y Daichi—, sino de entender el propósito detrás de cada acción. La venganza por sí sola era un combustible volátil; si no tenía cuidado, terminaría consumiéndolo antes de lograr su cometido. Era la herramienta de la Muerte, la desesperación vestida de justicia.
Ryuusei se dejó caer sobre un taburete de metal, sintiendo el frío material contra su piel. Su mente, entrenada para el cálculo frío del combate, se rebelaba ante la necesidad de considerar la fe.
—¿Dios?—, resonó su voz interna con un escepticismo mordaz. —Si la Muerte, el Caos, el dolor que me dio mi poder, no es el amo supremo, ¿qué es esta supuesta Fuente de Vida?—
El concepto de un Arquitecto del Ser era demasiado limpio, demasiado ordenado para un hombre que había vivido y respirado la entropía. Si Dios era el Yang, ¿por qué el Yin del sufrimiento había sido tan dominante en el mundo?
Su mente se desvió hacia la figura del Arcángel Miguel, el supuesto "Guardia de la Humanidad". Ryuusei había leído leyendas antiguas, textos esotéricos que hablaban de seres celestiales con alas de luz. Pero en el contexto de su universo brutal, solo podía visualizar algo aterrador.
—Si el anciano dice la verdad, ¿cómo sería el Arcángel Miguel? No la figura suave y de mejillas rosadas de las iglesias antiguas. Sería una fuerza de choque. ¿Tendría seis alas? ¿Estaría cubierto de ojos, como dicen algunas de esas historias místicas? Una esfera de fuego con docenas de ojos que observan los planos de la realidad…—
Una sonrisa amarga cruzó sus labios. —La Muerte le teme a una abominación cósmica con demasiados ojos. Es tan absurdo como creer que mis dagas de teletransportación puedan construir un palacio.—
Sacudió la cabeza, forzando a su mente a volver a la realidad táctica. Haru, Kenta y Daichi debían caer. Esta era la única verdad inmutable.
Se levantó lentamente y caminó hacia el centro de la habitación. Sobre la mesa, un mapa detallado de la ciudad estaba cubierto de anotaciones meticulosas, flechas rojas y círculos concéntricos. Cada punto representaba una posibilidad, una ruta de escape, una emboscada que podía sellar el destino de sus enemigos.
—No será un ataque impulsivo, Haru,— susurró al aire, como si su adversario estuviera escuchando. —Será calculado, meticuloso.—
Esta vez, la guerra no se ganaría solo con la fuerza cruda de su Singularidad. Se ganaría con estrategia y, lo más difícil de todo, paciencia.
Pero entonces, la voz del Heraldo volvió, más profunda que nunca, irrumpiendo en su análisis táctico como un rayo de sol. —El libre albedrío es lo que diferencia a los hombres de las bestias. La Muerte quiere que creas que todo está escrito, que solo puedes seguir el camino marcado por la tragedia. Pero tú tienes una elección, Ryuusei. Siempre la tendrás.—
El escepticismo inicial dio paso a una profunda, incontrolable inquietud. ¿Era realmente así? ¿Podía elegir algo más allá de la venganza?
La idea era una liberación aterradora. Desde la aniquilación de su familia, su camino había estado definido por el deseo de justicia, el —exterminio de aquellos que habían arrebatado todo lo que amaba.— Si ese no era el objetivo final, ¿qué quedaba para él? ¿Qué propósito tendría su existencia si no era el verdugo del Caos?
Ryuusei tomó asiento nuevamente, juntando las manos. Era hora de redefinir su motivación.
—Si no es venganza...—, razonó en voz alta, el sonido de su propia voz áspera. —Entonces debe ser construcción.—
Su plan debía seguir adelante. No porque el odio lo consumiera, sino porque el mundo que Haru, Kenta y Daichi representaban debía desaparecer. Un mundo donde el poder era sinónimo de opresión, donde los fuertes aplastaban a los débiles sin piedad. Él no solo estaba vengando a su familia; estaba limpiando un sistema podrido desde sus raíces.
El anciano le había dado la clave. —El sufrimiento no es un castigo de Dios; es la sombra de la libertad del hombre.— Si él permitía que la venganza lo consumiera, estaría validando la creencia de la Muerte: que el hombre siempre elegirá la destrucción.
—No me convertiré en la sombra de mi propia libertad—, juró.
—Podrías ser el arquitecto de una era de paz—, había dicho el anciano.
La ironía lo hizo esbozar una sonrisa fugaz. Paz. Una palabra tan abstracta, tan lejana. Pero tal vez, si lograba ejecutar su plan a la perfección, si eliminaba a quienes perpetuaban el caos, entonces podría dar el primer paso hacia algo más grande. Algo que trascendiera la muerte y la destrucción.
Lentamente, Ryuusei se giró hacia el espejo de cuerpo entero y se observó detenidamente. Ya no veía solo a un guerrero con el destino distorsionado, ni a un monstruo hambriento de retribución. Veía a alguien que había despertado. A alguien que entendía que la batalla real no era con los demás, sino consigo mismo.
Su mano se dirigió a su cinturón, donde sentía el peso tranquilizador de sus dagas de teletransportación. Eran herramientas del Caos, nacidas del dolor, sí, pero él tenía la elección para dictar su uso.
Por primera vez en mucho tiempo, Ryuusei sintió que tenía poder sobre su propio destino, una carga que no venía de una profecía o una habilidad innata, sino de una elección consciente. Y lo usaría para cambiar el mundo, no solo para incendiarlo. La noche aún era oscura, pero el propósito de Ryuusei, una mezcla de estrategia brutal y esperanza radical, brillaba como una nueva, e inesperada, aurora.