Capítulo 6
Mis días dejaron de ser un río lento y confuso desde que recuperé mis recuerdos.
Pero eso no me hizo menos bebé.
Podía entender frases completas, palabras complejas, incluso insultos muy creativos que Lyne murmuraba cuando se quemaba con el té… pero aún me orinaba encima. Aún me costaba sostener el biberón solo. Y si me daban pan muy duro, lo terminaba usando como garrote. Estaba atrapado en un cuerpo que no me seguía el ritmo.
Y eso era frustrante.
Muy frustrante.
Pero también… liberador. No tenía que demostrarle nada a nadie. No había deberes. No había tareas urgentes. Solo el tiempo, y yo.
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Los primeros cambios fueron sutiles.
Miradas más largas. Gestos más definidos. Empecé a usar mi índice para señalar las cosas que quería en vez de solo estirar la mano como un cavernícola. Descubrí que podía hacer cosas como asentir levemente, fruncir el ceño cuando no entendía una palabra o levantar los brazos con toda la dignidad de un emperador exigiendo que lo cargaran.
No era mucho… pero era más de lo que se espera de un bebé común.
Mela fue la primera en notarlo.
Estaba conmigo en la sala de lectura, una habitación tranquila del segundo piso donde se sentía cómoda. El sol entraba por las grandes ventanas, y el olor a pergamino viejo se mezclaba con el de las flores secas en jarrones. Me había vestido con una túnica suave de lino claro y ahora intentaba domar mi rebelde cabello gris con un cepillo pequeño.
—Ya no actúa como antes —comentó, mientras me acomodaba el cuello—. No es solo que aprenda rápido… es como si nos estudiara.
—¿Estudiara? —repitió Aelinne, entrando en la sala con unos papeles en la mano y una sonrisa apenas visible en los labios—. Estás usando palabras muy elevadas, Mela.
—Me refiero a que observa. Mucho. Mira los gestos, los labios cuando hablamos… incluso a veces me da la impresión de que intenta imitar la forma en que me siento o muevo las manos. Es muy… curioso.
Aelinne dejó los papeles sobre una mesa auxiliar y se acercó a nosotros.
—Todos los bebés observan —dijo, mientras tomaba el cepillo de manos de Mela y empezaba a peinarme ella misma—. Buscan reconocimiento, imitan lo que les rodea. Es natural.
—Sí, pero este… este tiene juicio en los ojos —insistió Mela, sin tono de sospecha ni preocupación, solo como quien comenta algo intrigante—. Como si supiera qué gesto produce qué reacción. A veces, cuando no lo miramos, frunce el ceño. Y cuando lo sorprendemos mirándonos, nos sonríe de inmediato. Es como si supiera cuándo estamos prestando atención.
Yo, por supuesto, levanté el pulgar.
Instintivamente. Ya se había vuelto una de mis formas favoritas de comunicarme.
Aelinne soltó una carcajada suave, y Mela no pudo evitar reír también.
—¿Ves? No puede ser malvado si sabe usar el gesto de los aventureros —dijo Aelinne, bajando el cepillo.
—O está tratando de manipularnos desde temprano —añadió Mela, sonriendo con ternura—. Es demasiado listo.
—No te preocupes. Mientras siga sonriendo cuando lo besamos, no es un monstruo.
Yo asentí, con toda la solemnidad que puede tener un niño de 7 meses con una pequeña babita en la barbilla.
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Después de ese día, comenzaron a fijarse más en mis reacciones. Pero no con sospecha, ni como si escondiera un secreto. Más bien como quien admira a un cachorro que aprende rápido a hacer trucos.
—¡Ya reconoce la palabra “agua”! —celebró Lyne un día, mientras me ofrecía un cuenco.
—También responde cuando le dices “dónde está mamá” —dijo Mela, desde el fondo, doblando ropa—. Gira la cabeza sin pensarlo.
—Y cuando está cansado, alza los brazos y gruñe —añadió Aelinne, tomando nota en una libreta personal—. Eso cuenta como comunicación, ¿cierto?
—Cuenta como nobleza —rió Lyne—. Ya se comporta como los ricos: exige, gruñe y se deja atender.
—¡Pequeño dragón! —gritó Mela desde el pasillo, como si el apodo fuera un título oficial.
Yo fingí indiferencia, pero en secreto… me gustaba.
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Lyne, a diferencia de Mela, tomó el asunto con más humor.
—¡Está tramando algo, lo sé! —decía mientras me alzaba en brazos como si fuera una bolsa de papas con cara bonita—. Este niño tiene planes. ¡Míralo! Esos ojos no son de bebé, son de comandante en miniatura.
—Quizás ya lo hizo, y somos todos parte de su experimento —respondía Mela desde una esquina, con los brazos cruzados y una ceja arqueada, disimulando una sonrisa.
—¿Ves, Alerion? Hasta Mela cree que eres un genio —decía Lyne mientras me apretaba suavemente las mejillas con sus manos tibias y llenas de olor a lavanda—. Eres nuestro pequeño dragón.
Ya me había acostumbrado a ese apodo.
Había nacido como una broma al principio, cuando apenas tenía unos meses y pasaba el día entero dormido o comiendo con una voracidad absurda para mi tamaño. “Come como un dragón en crecimiento”, había dicho Lyne con una carcajada una vez, y desde entonces se volvió una etiqueta recurrente en la casa.
—Despierta solo para comer y gruñe si lo molestan… como los dragones de los cuentos —decía Lyne mientras me paseaba por el pasillo, haciendo ruiditos con la boca.
—Y se queda dormido con la panza redonda y feliz —añadía Mela con tono seco—. Solo le falta echar humo por la nariz.
—Lo hace, lo hace —dijo Lyne una vez entre risas—. ¿No viste cuando se enoja? Le vibra la nariz como a un buey enfadado. Le falta rugir.
Yo observaba todo con dignidad (o lo más cerca posible a la dignidad cuando uno está babeando con un babero bordado), y aunque no podía responder, a veces simplemente abría los brazos y dejaba caer la cabeza hacia atrás, como si dijera: Sí, soy un dragón, ¿y qué?
—Mira eso —dijo Mela en una ocasión, viéndome levantar el pulgar después de terminar mi leche con una expresión de absoluta satisfacción—. Confirmado. Es un dragón orgulloso. No hay duda.
Lyne me revolvía el cabello con cariño.
—Un dragón con modales. Debemos estar criando a una leyenda —murmuró, medio en broma, medio en serio.
Había algo especial en cómo me miraban. No era sólo ternura. Era… curiosidad, diversión, afecto genuino. No me trataban como a un prodigio, ni como a un fenómeno. Solo como un niño encantador con algunas rarezas.
Poco a poco, el apodo se convirtió en parte de mí.
Mela ya no decía “el niño” cuando hablaba de mí con Aelinne; decía “el dragón”.
Lyne lo cantaba en canciones improvisadas:
—♪ Pequeño dragón, duerme panza arriba, sueña con castillos y tartas de ciruela ♪
Incluso Aelinne, con su tono siempre mesurado, se dejó llevar por la costumbre.
—¿Nuestro pequeño dragón ya quiere caminar? —preguntó un día, cuando intenté ponerme de pie agarrándome a la silla de su escritorio.
Y entonces me di cuenta de que el apodo había dejado de ser una broma. Había pasado a ser una verdad pequeña, compartida, aceptada.
Yo era Alerion.
Y también, el pequeño dragón.
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Durante el día, me gustaba jugar en la sala o en el jardín del segundo piso. Pero mi lugar favorito era el balcón del tercero.
Allí me llevaba Lyne después del almuerzo. Me sentaba en una pequeña silla de mimbre, con cojines mullidos y un babero que nunca se usaba correctamente porque yo me lo quitaba a la fuerza.
Desde ese lugar, el mundo parecía... ancho. Vivo.
Delarus no era una ciudad pequeña. Las calles eran de piedra clara, con techos de tejas grises y muros color arena. Desde lo alto, podía ver parte del distrito comercial, y más allá, una franja de colinas verdes que marcaban el inicio de los caminos hacia Fittoa.
—¿Ves esa caravana de ahí abajo? —preguntaba Lyne, señalando hacia una fila de carros con lonas rojas—. Vienen de Windport. Traen especias. Por eso huele raro hoy.
—Raro —repetía yo.
—Exacto. Pero si aguantas el olor, los panes con especias que venden en la esquina son gloriosos.
Me hablaba de templos, de torres de vigilancia, de mercados de esclavos que, según ella, “ya casi no se usan”. Yo solo escuchaba, registrando todo. Aprendía cómo funcionaba esta ciudad. Qué casas tenían nobles. Qué comerciantes vendían productos extranjeros. Qué calles eran más peligrosas de noche.
No podía caminar solo, pero ya tenía un mapa mental completo de la zona.
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Los días pasaban con ritmo pausado.
Por la mañana, me bañaban, me vestían, me daban de comer. Mela me enseñaba objetos, nombres, acciones. Lyne me hacía reír con caras tontas o me arrastraba en una manta como si fuera un trineo humano.
A veces mi madre se quedaba conmigo y me hablaba como si pudiera entender todo.
—Cuando seas grande, quiero que conozcas cada idioma de este mundo —decía, mostrándome mapas—. Delarus es solo una ciudad comercial. Este mundo es más vasto de lo que parece.
Mi padre me contaba cuentos exagerados sobre héroes humanos, espadas legendarias y dragones con tres cabezas que discutían entre sí.
—¿Y cómo termina la historia? —le preguntaba Aelinne.
—Depende. Si quiero dormirlo, el dragón pierde. Si quiero asustarlo, el dragón gana.
Ambos reían. Yo fingía no entender, pero me encantaba esa rutina.
Era una vida sencilla.
Pero llena.
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Entonces llegó esa tarde.
No fue nada especial. Solo otra siesta corta, otro despertar en el regazo de Lyne.
La luz del sol entraba en rayos suaves entre las cortinas, y ella tarareaba mientras me limpiaba la baba del mentón.
—Pensar que ya ha pasado un año… —dijo, sin más.
Yo parpadeé.
¿Un año?
—¿Cumpleaño...? —pregunté, dudando.
Lyne me miró, sorprendida.
—¡Ah! ¡Así que puedes decirlo! Qué rápido aprendes. Sí, es tu cumpleaños. Oficialmente tienes un año, pequeño dragón.
—¿Fiesta?
—No, no. Aquí no hacemos eso —respondió, mientras me acomodaba los calcetines—. No hasta que cumplas cinco.
—¿Cinco?
—Sí. A los cinco ya puedes hablar con fluidez. A los diez te enseñan a escribir. A los quince… ya puedes unirte a un gremio si quieres. O casarte. Aunque no te lo recomiendo, ja.
Me quedé en silencio.
Una vida con escalas.
Cinco. Diez. Quince.
Un sistema de pasos que organizaba el crecimiento de una persona en este mundo.
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Esa noche, cuando Mela apagó las lámparas del cuarto y la casa quedó en silencio, me acosté mirando el techo como de costumbre.
Mi cuerpo seguía siendo pequeño, frágil, lento. Pero mi mente… estaba despierta.
Recordaba a Alex.
Ya no como un espejismo difuso. No como un ruido lejano. Lo recordaba como yo.
Mis amigos, mis fracasos, mi madre… la otra.
Recordaba su olor a café y perfume barato. El calor de su abrazo cuando todo salía mal. Su forma de regañarme, aunque a veces me gritaba, la mayoríade las veces era por preocupación.
Y la última vez que hablé con ella. Justo antes del accidente.
No sentí tristeza.
Sentí agradecimiento.
Y aunque este mundo fuera nuevo, desconocido y lleno de costumbres raras, tenía algo que valía oro.
Tiempo.
Una segunda vida.
Una oportunidad que no pensaba desperdiciar.
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En la oscuridad, apreté los puños.
Me dormí con una sonrisa.
Y levanté el pulgar, solo para mí.