Capítulo 7 - Parte 1
Ya tenía dos años.
Me gustaba pasar tiempo en la oficina de mi madre. Estaba ubicada en la parte trasera del primer piso de la casa, con dos puertas, una conducía a la sala de estar y la otra a un patio que conectaba con un callejón, esta última era usada a veces por los subordinados de mi madre para dar informes y recibir instrucciones.
Era uno de los pocos lugares donde nadie intentaba que hiciera nada. Ni me cantaban, ni me hacían repetir palabras, ni me ponían torres de bloques de colores. Solo estaba ahí, en mi rincón, con una manta suave bajo el trasero, mirando cómo Aelinne llenaba pergaminos, sellaba documentos, repasaba mapas.
Se concentraba tanto que a veces parecía una estatua. Pero una estatua hermosa, de esas que uno ve en los museos de otro mundo y nunca se aburre de mirar. Su cabello verde caía sobre el hombro izquierdo como una enredadera de jade, y los pendientes de hueso fino que colgaban de sus orejas tintineaban cuando se movía.
Yo jugaba con mis manos, dibujaba cosas absurdas en hojas en blanco, o garabateaba con una pluma sin tinta. Imaginaba que también estaba firmando acuerdos, como si los garabatos tuvieran algún peso legal.
—No firmes una guerra sin consultar, pequeño dragón —me decía a veces sin mirarme.
Yo le levantaba el pulgar.
Aquella tarde el cielo estaba nublado, y se escuchaban los martillazos lejanos del taller de forja de la calle este. Aelinne revisaba una carta larga de varias páginas cuando golpearon la puerta trasera con firmeza.
—Adelante —dijo sin levantar la vista.
Entró un soldado con armadura ligera y una capa corta. Tenía el rostro curtido y una cicatriz en el cuello que le daba aire de veterano.
—Mi señora. Acabo de regresar de la plaza oeste.
—¿Problemas?
—Una pelea entre dos grupos de aventureros. La situación se salió de control.
Aelinne alzó una ceja.
—¿Hubo muertos?
—No, señora. Pero usaron magia de rango intermedio. Dañaron dos puestos de venta y rompieron parte del techo de la posada de la esquina. Una mujer resultó herida por un fragmento de madera.
Aelinne suspiró y dejó la carta.
—Otra vez los del Gremio de Brann?
—Y los de Roca Negra. Parece que uno le robó un encargo al otro.
No presté atención al resto. No porque no fuera interesante… sino porque mi cerebro se había detenido en una sola frase:
“Usaron magia de rango intermedio.”
Mi corazón se aceleró.
No era un cuento exagerado de Lyne. No era parte de las historias grandiosas que Mela solía contar sobre las Tierras Demoníacas. La magia era real. Tan real que podía romper tejados y herir personas.
Y estaba aquí. En este mundo. En esta ciudad.
Aelinne notó mi expresión. Me miró de reojo mientras daba más instrucciones al soldado y luego volvió a mí, ya cuando el hombre se fue.
—¿Te interesa la magia, Alerion?
No podía hablar mucho aún, pero asentí. O al menos lo intenté. Mi cabeza osciló como un péndulo lento.
Ella sonrió.
—Algún día aprenderás, si quieres. Pero ahora, todavía debes aprender a controlar tus necesidades básicas.
Se refería, probablemente, a que aún necesitaba ayuda para vestirme y que me emocionaba tanto al ver una cuchara con comida que me olvidaba de cerrar la boca.
Pero mis pensamientos ya estaban lejos. Flotaban entre las posibilidades. ¿Podría yo lanzar fuego? ¿Congelar cosas? ¿Levantar objetos? ¿Volar?
¿Podría… cambiar mi destino con magia?
Ese pensamiento me dio frío y calor al mismo tiempo.
Esa noche, busqué a mi padre con un objetivo claro.
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Zakhal estaba sentado en el sillón del estudio, con una copa de cristal en una mano y un libro abierto en las rodillas. La copa olía fuerte. Alcohol de los buenos.
Me acerqué caminando, tambaleando un poco. No porque no pudiera caminar bien, sino porque aún estaba acostumbrándome a ese cuerpo torpe.
—Papá —balbuceé. Sonaba más como "baba", pero él me entendió.
—¿Qué pasa, pequeño dragón? ¿Quieres que le ponga vino a tu biberón?
Negué con fuerza. Él rió. Yo me subí con esfuerzo a su regazo y lo miré con seriedad.
—Magia.
Zakhal parpadeó.
—¿Magia? ¿Qué hay con ella?
—Tú… sabes.
—¡Claro que sé! —enderezó la espalda como si se preparara para una obra de teatro—. Tu padre, Zakhal, ha dominado todos los hechizos intermedios conocidos por el hombre. Pero yo prefiero el acero. El filo de la espada. El rugido de un buen golpe.
—¿Pero… puedes?
—Claro que puedo. Pero… ¿quieres saber cómo funciona, eh?
Asentí. Me acomodé mejor en su regazo, como si estuviera a punto de recibir el secreto del universo.
—Primero tienes que saber que la magia se divide por niveles: principiante, intermedio, avanzado, santo, real, imperial… y divino.
—Cada rango tiene hechizos más poderosos. Pero no basta con repetir palabras. Se necesita control. Visualización. Intención. Y maná.
—¿Maná?
—La energía del mundo. Está en todo. En el aire, en el agua, en nosotros. Algunos lo tenemos en abundancia, otros apenas lo sienten. Y tú…
Se detuvo, mirándome a los ojos.
—Tú tienes algo especial.
Parpadeé. Mi respiración se detuvo un instante.
—Tus ojos. No lo notas todavía, pero a veces cambian de color. Verás, Alerion… tú heredaste mis ojos. O mejor dicho, los ojos de la sangre que corre por mi lado demoníaco.
Lo miré, sin entender del todo.
—¿Demonio?
Asintió, despacio.
—No es algo que debas temer. Tu madre es una medio elfa, y yo… tengo sangre demoníaca de una raza muy antigua. No te diré cuál, por ahora. Es algo… complicado.
Claro. Drama familiar. Tabúes mágicos. Todo eso, pensé.
—Tus ojos —continuó—, pueden ver el maná. No siempre, y no de forma controlada todavía. Pero llegará el momento. Y cuando eso pase… serás capaz de ver el mundo con otros ojos, literalmente.
Me quedé en silencio. Por un instante, me sentí como si me hubieran asignado un rol en un videojuego. “El elegido con ojos de maná”.
Pero luego recordé las miradas de mi madre, los abrazos de Lyne, las correcciones de Mela.
No era un juego.
Era mi vida.
—¿Puedo aprender?
—Claro que sí. Pero todo a su tiempo.
—¿Mamá?
—Tu madre te enseñará muchas cosas. Pero lo que tenga que ver con magia… corre por cuenta de papá.
Y me guiñó un ojo.
Esa noche dormí con una sonrisa.
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La mañana siguiente fue extrañamente silenciosa.
Mela me dio el desayuno como siempre: gachas de avena con frutas cortadas en formas de animales.
—Un oso, una tortuga y un gato —dijo, como si eso aumentara el valor nutricional.
Lyne estaba ocupada limpiando la escalera del tercer piso. Y Aelinne… no estaba.
Pregunté por ella (en mi torpe versión de “¿mamá?”), y Mela me explicó que había salido temprano a visitar a un magistrado local.
Perfecto.
Mi momento había llegado.
Fui directo a Zakhal, que estaba ajustando una funda de cuero para una de sus espadas. Lo miré fijo.
Zakhal me miró con una ceja alzada cuando le repetí, por cuarta vez, la palabra mágica:
—Gremio.
—¿Qué?
—Gremio. Ir. Yo.
—¿Y por qué querrías ir al gremio, eh? ¿Quieres ver a los tipos rudos escupiendo en el piso? ¿O quieres que te secuestren y vendan a un aprendiz de alquimista loco?
—Magia.
—Ah. —Se cruzó de brazos—. No. Ni hablar. Es peligroso. Es un lugar lleno de matones, ególatras y gente que cree que bañarse es opcional.
Lo miré. Fijo. Serio. Un bebé de 2 años, con la solemnidad de un juez.
Y entonces jugué mi carta secreta. Mi as bajo la manga.
—Si no... digo mamá... tú... ropa interior.
Zakhal se congeló.
—¿Qué?
—El día del baño. Tú... tocaste... su ropa interior. La blanca. Pensabas que nadie veía...
—¡Eso fue...! ¡Yo solo quería lavarla! ¡Quiero decir—! ¡¡Estaba revisando si las criadas hacían bien su trabajo!!
Me encogí de hombros con una falsa inocencia. Luego puse mi mejor sonrisa de medio lado. Esa que decía: “Tu alma está en mis manos, viejo.”
—Demonio —susurró.
—Pequeño dragón —corregí, levantando el pulgar.
Zakhal se cubrió la cara con una mano y murmuró cosas como “esto me pasa por casarme con una elfa hermosa”, y “¿por qué mis pecados me persiguen en forma de hijo?”. Luego suspiró.
—Muy bien. Pero no le dices nada a tu madre. Nada.
Asentí con dignidad.
—Y tú, Mela —gritó hacia la cocina—, si Aelinne pregunta, dile que Alerion duerme.
—¿Está bien sacarlo?
—¡Sí! ¡Solo a dar una vuelta! ¡Nada más!
—¿Y si llueve?
—Lo devolveré seco, ¡por todos los dioses!
Capítulo 7 – Parte 2
La ciudad por la noche era otra cosa.
Desde los hombros de mi padre, el mundo parecía más grande, más vivo, más peligroso… y mucho más interesante.
Las antorchas colgaban de las paredes de piedra, dibujando sombras temblorosas en las esquinas. Carros de frutas pasaban rodando, vendedores gritaban desde sus puestos nocturnos. El olor a pan recién horneado se mezclaba con el aroma penetrante del pescado seco y la pestilencia de los callejones mal lavados.
Mi padre caminaba con paso seguro, cruzando calles, saludando con un gesto a los guardias y a uno que otro borracho.
—¡Zakhal! —gritó un hombre con cara de ciruela fermentada—. ¡No sabía que habías tenido otro hijo!
—¡No lo tuve, lo robé! —respondió mi padre sin detenerse.
—¡Muy bien! ¡Más barato así!
Yo lo miraba todo con ojos grandes, apretado a su cabeza con ambas manos mientras me balanceaba sobre sus hombros como un rey pequeño. El aire fresco me golpeaba la cara, y los sonidos eran tan distintos de los que solía escuchar dentro de la casa…
Canciones salían de las tabernas. Había música de flautas, de tambores, de copas chocando. Risas. Gritos. Llantos. Una mujer discutía con un carnicero por el precio de una pierna de jabalí. Un gato negro corrió entre nuestros pies, perseguido por un perro flaco.
Pasamos por un grupo de enanos que jugaban dados y se empujaban entre sí como niños. Uno de ellos lanzó los dados con tanta fuerza que casi impactan en la frente de otro. Mi padre los esquivó sin inmutarse.
—¿Eso qué fue? —le pregunté en voz baja.
—Apuestas. Y mala puntería.
—¿Todos enanos?
—Sí. No los molestes. Tienen mal carácter y buena memoria.
Más adelante, doblamos por un callejón iluminado con faroles de piedra mágica. Una mujer con labios pintados y escote generoso se acercó con una sonrisa perezosa.
—¿Te perdiste, galán? ¿O estás buscando compañía de verdad?
Mi padre suspiró.
—Solo vengo por trabajo.
—¿Y ese bomboncito? —preguntó mirando hacia mí.
—Es mi hijo.
—Vaya. Felicidades. Al menos uno de tus intentos fue exitoso.
—Gracias… creo.
La mujer se inclinó, su escote más cerca de mí que el sentido común.
—¿Y tú cómo te llamas, pequeñín?
Yo la miré. Miré su pelo largo, ondulado, oscuro como el vino tinto. Sus ojos eran grandes y delineados. Su sonrisa era… diferente.
—…¿Mamá?— dije con cara inocente.
Mi padre se atragantó con su propia saliva. La mujer soltó una carcajada.
—¡JA! Me gusta este niño. Si cambia de idea, tráelo de nuevo en unos años. Será un rompe corazones.
Zakhal se fue a toda prisa, mascullando maldiciones y promesas de nunca más sacarme de casa.
—¿Por qué eres rojo? —pregunté. Satisfecho con mi pequeña broma.
—¡Porque tengo dignidad! ¡Y esa mujer te enseñará palabras que no deberías saber hasta los 15!
—¿Qué palabras?
—¡¡NINGUNA!!
Yo reí. Mi padre no.
Finalmente llegamos.
La sede del Gremio de Aventureros se alzaba como un edificio de piedra y madera robusta. Dos pisos, ventanas iluminadas, y una gran puerta de hierro con el símbolo del gremio: una lanza cruzada con una pluma.
El interior era… todo lo que había imaginado.
Y más.
Gritos. Risas. Mapas colgados. Tableros de misiones llenos de papeles. Mesas largas repletas de jarras de cerveza. Aventureros con armaduras de cuero, espadas, capas, lanzas, bastones mágicos. Una mujer escupía sobre el suelo mientras otro le daba palmadas en la espalda. Un grupo jugaba a algo parecido al piedra-papel-tijera. Uno dormía en el piso con una rata en el pecho.
Y yo… fascinado.
—Este es el gremio, pequeño dragón. Donde los adultos juegan a morir por dinero —dijo mi padre.
—Quiero morir dinero —dije.
—Dioses, no.
Zakhal se acercó al mostrador. Una mujer con coleta y expresión de “me pagan poco” le extendió un paquete envuelto en tela.
—Para la señora Aelinne —dijo con tono monótono.
—Gracias, Tesha.
—¿Y el niño?
—Tú no viste nada.
—Nunca veo nada.
Zakhal se giró con el paquete en mano, dispuesto a marcharse. Pero entonces una voz y entusiasta gritó desde una de las mesa
Mi padre suspiró de nuevo. Un suspiro de resignación.