LightReader

Chapter 16 - Capítulo 15

RÉEN.

Estaba frente al espejo, metido en un traje ligero que me resultaba más extraño que cómodo. Alan había insistido en acompañarme a conseguirlo, "para que no parezcas un ermitaño en las fotos familiares", según sus palabras. Ajustaba el cuello de la camisa y el saco, intentando convencerme de que podía soportar lo que se venía: una reunión con no solo mis padres, abuelos y hermanos… sino tíos, tías, primos, e incluso amigos de la familia que no conocía.

Recordé la voz de mamá, preguntándome si estaba seguro de que podría aguantarlo. Yo, con más confianza de la que sentía, le había dicho que sí… pero también le advertí que no esperara nada de mí.

El espejo no me devolvía a alguien preparado para eso. Solo veía a un extraño disfrazado de algo que no era.

Un golpe en la espalda me sacó de mis pensamientos. —Ya, hombre, ni que te llevaran al paredón —dijo Guillermo, con una sonrisa socarrona.

Me giré apenas, frunciendo el ceño. —No es gracioso.

—No, pero es la verdad —replicó, cruzándose de brazos—. Mejor acostúmbrate, porque esto se quedará contigo mientras vivas en Denver. Tu familia es grande, y entre reuniones y fiestas siempre habrá alguien que te quiera invitar.

Me acomodé de nuevo el cuello del saco, incómodo. —Pues será mejor que no. No me gustan las reuniones.

Guillermo levantó una ceja, divertido. —¿Y cuándo te han gustado?

Suspiré. —¿Siquiera te acuerdas cómo me comportaba en las pocas reuniones que hubo en las casas de los soldados, allá en Noruega? Apenas hablaba, me quedaba una o dos horas y luego me largaba.

Él se echó a reír. —Entonces no has cambiado tanto.

Lo miré en el espejo, serio. —No es un chiste, Guillermo.

Me sostuvo la mirada unos segundos, y esta vez no se rio. —No, no lo es. Pero escúchame, Réen… —puso una mano en mi hombro—. No tienes que agradarles a todos. Ni fingir que eres alguien que no eres. Con estar ahí, ya les das más de lo que tuvieron por trece años.

Apreté la mandíbula, volviendo a mirar mi reflejo. Quizá tenía razón, pero aun así, lo que me esperaba no me hacía ninguna gracia.

Guillermo se acomodó mejor contra la pared, con los brazos cruzados. Su mirada me estudió por un segundo antes de soltar:

—¿Y cómo fue tu primera sesión con la psicóloga?

Me giré un poco hacia él, levantando apenas una ceja. —Bien… supongo. En realidad no hablamos de nada importante. Solo preguntas generales, cosas que cualquier extraño preguntaría para ver si uno no está loco.

—¿Y? —replicó, sin soltarme con la mirada.

Suspiré. —Tendré dos sesiones por semana. Es cansado.

Él soltó una risa seca. —Ya te imagino, mirando el reloj y pensando que es más tortura que terapia.

—No lo niego —le respondí con un gesto de hombros—. Pero ya tuve un psicólogo allá en Noruega.

Guillermo se rio más fuerte, aunque su tono tuvo un filo sarcástico. —Sí, y lo dejaste más traumado a él que lo que él pudo ayudarte a ti.

Rodé los ojos. —No exageres.

—No exagero, Réen. —Se inclinó un poco hacia adelante, serio esta vez—. Es verdad. Aunque bueno… admito que al menos ese tipo te ayudó a mejorar en algunos aspectos.

—Unos pocos —asentí, mirándome otra vez al espejo. —Lo básico. Controlar la respiración, dormir más de tres horas seguidas, no reaccionar con violencia a cada ruido.

—Exacto —asintió él—. Ahora solo quedan otros temas, como tu familia. Y eso no es algo que un psicólogo cualquiera pueda resolver.

—¿Y qué sugieres entonces? —pregunté, arqueando una ceja.

—Si llega a ser terrible, ocuparás ayuda de especialistas que trabajen con soldados. Con traumas de guerra reales.

Me quedé en silencio, mi reflejo mirándome igual de duro que Guillermo lo hacía.

—No estoy tan traumado —murmuré al fin. —Tengo pesadillas, sí. Es común. Tengo dolores fantasma también… y eso es común.

Guillermo soltó un bufido, casi con lástima. —¿Sabes qué más es común? Que la gente quiera dejar de recibir ayuda. Que se repitan a sí mismos que están bien, que no necesitan nada, que lo controlan solos.

—Y a veces lo hacen —dije, clavando los dedos en los bordes del saco—. A veces, uno se basta a sí mismo.

—Y la mayoría de veces no —replicó él, sin titubear. —Pero bueno, es tu vida. Solo no te engañes pensando que tener pesadillas y agarrar cuchillos de plástico como si fueran armas es… "estar bien".

No tuve respuesta inmediata. Bajé la mirada, ajustándome la manga del saco, y me limité a decir:

—Ya veré qué hago con eso.

Alguien golpeó la puerta, tres toques secos. Guillermo y yo giramos la cabeza al mismo tiempo.

—¿Ya estás? —se escuchó la voz de Alan al otro lado.

Me miré una vez más en el espejo, pasándome la mano por el cabello corto que todavía me parecía ajeno, y respondí:

—Sí.

Alan volvió a hablar enseguida: —Perfecto, te esperamos abajo. Mamá y papá ya están listos para ir. Gabriela y Cristina también.

—Está bien —contesté, mi voz salió más firme de lo que me sentía.

El sonido de sus pasos alejándose retumbó un momento por el pasillo hasta desaparecer. Guillermo, que seguía de brazos cruzados, me dio un golpecito en el hombro.

—Mírate. —Sonrió de lado—. Casi pareces alguien que encaja en una reunión familiar elegante.

Le lancé una mirada de advertencia, pero no dije nada. Terminé de ajustar el cuello de la camisa y respiré profundo.

—¿Listo? —preguntó él.

—No —dije, caminando hacia la puerta—. Pero igual voy.

Giré la perilla y salí. El pasillo estaba en silencio, iluminado por las lámparas cálidas. Mi corazón latía más rápido de lo normal, no por miedo, sino por esa sensación rara en el estómago: ansiedad, tal vez. Guillermo caminaba detrás de mí, como siempre, como sombra o guardián.

En las escaleras, el murmullo de voces ya subía desde abajo. Reconocí la risa de Gabriela, el tono más calmado de mi madre, la voz grave de papá. Todos esperaban.

Bajé un escalón, luego otro. Guillermo murmuró apenas detrás de mí:

—Recuerda… solo respira. Nadie allá afuera es un enemigo.

No le respondí.

Seguí bajando.

Bajé el último escalón y lo primero que sentí fueron todas esas miradas encima. Mamá estaba junto a papá, ambos vestidos con esa formalidad que a mí siempre me ha parecido exagerada. Alan estaba con su saco oscuro, Beily en brazos de Violet, y mis hermanas... bueno, parecían más listas para una sesión de fotos que para una reunión familiar.

—Míralo nada más… —comentó papá, medio sonriente—. Quién diría que con un poco de tela bien puesta parecerías un caballero.

—Le queda bien —dijo mamá, con esa mirada húmeda que siempre intenta ocultar, como si fuera un reflejo automático cada vez que me ve—. Aunque esas ojeras… —suspiró y negó con la cabeza—. Eso sí hay que arreglarlo.

Gabriela chasqueó la lengua y se cruzó de brazos. —Te falta dormir, hermanito.

Cristina, en cambio, se acercó un poco y me dio un vistazo rápido de arriba abajo. —Pero el traje te queda mejor de lo que pensé. No pareces tú.

—Ese era el punto, ¿no? —respondí seco, ajustándome el puño de la camisa.

Alan se rió bajo. —Ni lo niegues, te ves bien.

Yo solo encogí los hombros. No sabía qué más decir. Sentía que todos esperaban una reacción mía, pero las palabras no venían. Nunca he sabido recibir elogios, mucho menos de mi propia familia.

Mamá, sin dejar de mirarme, se acercó y me acomodó un poco el saco, como si fuera necesario. —Con el tiempo… esas ojeras se irán. Lo importante es que ahora estás aquí.

No respondí. Solo asentí despacio.

Guillermo, detrás de mí, soltó un silbido. —Bueno, ¿y qué? ¿Nos quedamos aquí parados toda la tarde admirando al modelo o vamos ya?

Todos rieron suavemente, menos yo.

Papá tomó las llaves, abrió la puerta y dijo: —Es hora.

Di un último vistazo a la sala, respiré profundo y salí con ellos.

***

Condujimos por un buen rato entre calles cubiertas de nieve, el paisaje blanco casi cegador bajo la luz del mediodía. El motor del auto era el único sonido constante, interrumpido por alguna que otra risa de Gabriela o Cristina desde el asiento trasero.

Finalmente, llegamos a un portón grande, que daba paso a una entrada amplia donde ya había varios autos estacionados.

—Wow… —musité más para mí mismo que para cualquiera.

—Esta es un salón —dijo Gabriela, con orgullo—. A veces la familia completa lo renta cuando hay reuniones grandes, como Navidad, Año Nuevo y otras festividades.

Miré alrededor. La nieve cubría todo, aunque se veía que alguien se había encargado de limpiar los accesos principales. No había suficiente luz decorativa aún; solo la claridad del mediodía iluminaba la entrada y los autos relucientes.

—Todavía falta para que deje de nevar de verdad —murmuró Cristina, apoyándose en la ventanilla y viendo los copos caer—. Denver en febrero no perdona.

—Sí —respondí, observando cómo la nieve se acumulaba sobre los autos y arbustos—. Y pensar que hay gente que tiene que trabajar en esto…

Alan estacionó con cuidado, bajando del auto mientras cargaba a Beily, y Violet lo seguía detrás de él. Mamá y papá se levantaron inmediatamente, abrigados hasta las orejas, mientras mis hermanas brincaban un poco impacientes.

—Vamos, todos afuera —dijo papá—. La reunión no empieza sola.

Respiré hondo, sintiendo el frío calar por el saco ligero que llevaba. La nieve crujía bajo mis botas al bajar del auto, y aunque estaba cubierto, no pude evitar estremecerme un poco. El aire era helado, pero no desagradable, solo… distinto. Real.

—Esto va a ser… grande —susurré para mí mismo, observando la entrada de la mansión, el tamaño del lugar y todos esos autos.

Gabriela se inclinó hacia mí y dijo con una sonrisa: —Tranquilo, esto no es tan intimidante como parece. Solo es mucha familia… mucha.

—Sí… mucha familia —repetí, intentando internalizarlo mientras caminábamos hacia la entrada.

Entramos uno por uno, y yo fui de los últimos, siguiendo a Guillermo, que parecía moverse con naturalidad como si supiera exactamente a dónde ir. Nos quitamos los abrigos, colgándolos cuidadosamente en los percheros donde ya había una fila de otros abrigos gruesos, chaquetas y bufandas. El frío del exterior se quedó detrás de nosotros, pero aún podía sentir cómo el aire helado me acariciaba la nuca.

Sacudí un poco las botas antes de avanzar más, escuchando los murmullos detrás de la puerta, el sonido de pasos apresurados y, más allá, risas y gritos de niños corriendo y jugando por algún pasillo lateral.

Cuando llegamos al salón principal, mi mirada se abrió de golpe. Docenas de personas estaban allí, dispersos en grupos, conversando, riendo, y algunos con copas en la mano. No había música ni estridencias, solo el murmullo constante de un salón lleno de gente. Pero mi atención se fijó rápidamente en quienes más importaban:

Allí estaban mis abuelos. Matías y Agnes, al frente, observando con sus sonrisas cálidas. Y luego Francisco y Sara, ambos rodeados de sus respectivas parejas: Elizabeth al lado de Francisco, y Mario al lado de Sara. Me acordé de lo que siempre me habían contado: que mis abuelos paternos estaban divorciados desde hace años, pero que mantenían una relación cordial. Era extraño verlos todos juntos en un mismo lugar, aunque separados, y aun así irradiando una especie de armonía silenciosa.

Los niños dejaron de correr, las conversaciones se apagaron poco a poco. Sentí cómo todas las miradas se dirigían hacia la entrada, y aunque mi corazón se aceleró un poco, nadie me reconoció todavía. Estaba medio escondido detrás de Guillermo, tratando de pasar desapercibido, de no llamar demasiado la atención.

—Todo esto… —susurré para mí mismo, más que para cualquiera—. Es demasiado…

Guillermo percibió mi tensión y me dio un ligero toque en la espalda, como para recordarme que estaba a salvo. Yo asentí, aunque todavía sentía ese extraño nudo en el estómago. La multitud era inmensa, pero había algo que me atraía, algo que me hacía querer avanzar y, al mismo tiempo, mantenerme oculto.

Poco a poco, mis ojos recorrían los rostros: familiares que nunca había visto, y otros que sólo había conocido por fotos. Cada cara parecía contener historias que no conocía, vidas paralelas a la mía durante todos estos años que estuve fuera. Y allí estaba yo, un extraño entre mi propia familia, observando desde las sombras, intentando medir cómo dar el siguiente paso.

Sentí cómo el pánico me subía de nuevo cuando los tíos, primos y algunos amigos se acercaban demasiado rápido, hablando y saludando todos a la vez. Era demasiado para mis sentidos, la combinación de voces, movimientos y manos extendidas me hizo retroceder un poco, buscando inconscientemente refugio detrás de Guillermo.

—Tranquilo, hijo, respira —dijo Guillermo, colocándose frente a mí y poniendo una mano ligera sobre mi hombro—. No dejes que te abrumen.

Mis padres y hermanas notaron mi tensión y se adelantaron para ayudar:

—Réen, solo un momento —dijo mi madre, con una sonrisa calmada mientras tomaba mi brazo—. Solo observa primero.

—Sí, no tienes que acercarte si no quieres —añadió mi padre—. Nadie te va a forzar.

Mientras tanto, mis abuelos, ya acostumbrados a mi presencia estos días, comenzaron a imponer un poco de orden desde sus posiciones estratégicas. Matías levantó la voz con firmeza, sin perder la calma:

—¡Todos, un momento! ¡Déjenlo respirar! —dijo, y de inmediato los tíos se detuvieron, algunos bajaron la voz y otros retrocedieron—. No lo atosiguen, aún necesita acostumbrarse a ustedes.

Agnes, con su serenidad característica, se acercó y me habló directamente:

—Réen, sé que es mucha gente, pero todos están aquí porque quieren conocerte. Solo un poco de paciencia.

Mis padres y hermanas ayudaron a mantener a raya a los demás, guiándolos con gestos y palabras suaves:

—Vamos, déjenlo tomar aire —dijo Gabriela—. Solo un paso a la vez.

—Sí, tomen distancia y hablen tranquilo —añadió Cristina—. No hay prisa.

Sentí cómo mi cuerpo comenzaba a relajarse un poco, gracias a la estructura que los adultos a mi alrededor imponían, junto con la presencia de Guillermo. Aún temblaba ligeramente, y mi corazón no bajaba del todo, pero podía mirar alrededor y empezar a registrar rostros sin sentir que me aplastaban.

—Lo sé, hijo —susurró Matías mientras se acercaba un poco—. Ellos solo quieren saludarte, pero todavía es demasiado rápido. Está bien que te resguardes.

—Sí, no pasa nada —añadió Agnes—. Todos aquí están emocionados, pero no te presionarán.

Con ese orden, pude finalmente respirar más profundo, ver a los demás familiares a cierta distancia y empezar a procesar quién era quién sin que mi mente entrara en alerta máxima. Era abrumador, sí, pero no imposible. Con Guillermo y mi familia inmediata a mi lado, sentí que podía sostenerme y enfrentar este primer gran encuentro.

Me quedé allí, medio escondido detrás de Guillermo, con la respiración un poco agitada todavía. Los murmullos comenzaron de nuevo, pero ya no eran como un oleaje que me quería aplastar. Esta vez eran más suaves, casi como un río que empieza a calmarse.

Fue mi abuelo Francisco el que habló primero, con esa voz grave y autoritaria que de inmediato impuso respeto:

—Bueno… ya basta de miradas. Que se presenten como gente civilizada. —Luego giró hacia mí y sonrió apenas—. Réen, la familia es grande, algunos ya no recuerdas y otros nunca conociste. Tómatelo con calma.

El primero en adelantarse fue un hombre de unos treinta y tantos, con barba corta y un gesto nervioso.

—Soy Iván, tu tío —dijo, rascándose la nuca—. Hermano de tu papá, ya sabes… de los años en que tus abuelos Francisco y Sara todavía estaban juntos. Te cargué varias veces cuando eras niño… aunque, claro, no creo que te acuerdes.

—No… —respondí bajito, algo avergonzado—. No me acuerdo.

Iván rió, pero sus ojos se humedecieron.

—Pues yo sí. Y es bueno verte de nuevo, muchacho.

Luego apareció una mujer delgada, con un pañuelo rojo en el cabello.

—Soy Laura, hermana de Iván. También tu tía. —Me miró con ternura y negó con la cabeza—. Tenías los mismos ojos, pero eras apenas un niño.

—Es raro —añadió Iván, entre serio y nostálgico—. Es como verte después de que alguien presionó "pausa" por trece años y de pronto… "play".

Eso hizo reír a varios, incluso a Guillermo, que estaba justo detrás de mí.

Después se acercaron dos jóvenes, un hombre y una mujer, ambos de unos veinte y pocos. El chico habló primero, con una sonrisa algo tímida:

—Soy Marco, tu tío también. Hijo de Francisco y Elizabeth. —Se señaló con el pulgar, como si aún le costara presentarse—. Nunca te conocí… pero escuché historias.

La chica, que iba a su lado, intervino rápido:

—Yo soy Emilia. También hija de ellos, tu tía. —Luego hizo un gesto de complicidad—. Mis padres siempre hablaban de ti, como si fueras una leyenda familiar.

—Una leyenda… —murmuré, sin saber cómo tomarlo.

—Sí, como el sobrino perdido —rió Emilia, aunque su voz tembló—. Pero ahora estás aquí de verdad.

Un silencio breve cayó sobre todos, hasta que mi abuela Sara carraspeó para devolver la naturalidad al ambiente.

—No se pongan dramáticos, que todavía faltan más de la mitad —dijo, aunque su voz temblaba un poco.

De pronto, alguien pequeño me jaló de la manga. Miré hacia abajo y vi a un niño de unos ocho años con el cabello despeinado.

—Yo soy Samuel —dijo serio, como si se presentara en el ejército—. Primo tuyo. Nieto de Mario.

—Hola, Samuel… —respondí, y el niño sonrió de oreja a oreja como si hubiera logrado una gran hazaña.

Después fue el turno de los del lado materno. Un hombre alto, con barba delgada, me dio un abrazo rápido sin pedirme permiso.

—Soy Andrés, hermano de tu mamá —dijo, separándose enseguida al notar mi incomodidad—. Perdón, la costumbre… pero créeme, te he extrañado como si fueras mi propio hijo.

—Yo soy Clara —intervino una mujer de cabellos rizados que iba con él—. Tu tía también. —Y luego, señalando a dos adolescentes que miraban el suelo, agregó—. Estos son tus primos, Sofía y Daniel.

Los dos levantaron la mano apenas, tímidos.

—Hola… —dije yo, igual de tímido.

Uno tras otro siguieron los nombres, las relaciones, las historias de "cuando eras niño" que yo no recordaba. Escuchaba y asentía, como si tomara nota en mi mente, pero cada presentación me dejaba una punzada: todos tenían recuerdos de mí, fotos, anécdotas… y yo, nada.

Noté que mi respiración se aceleraba otra vez, que mi pecho se apretaba. El ruido volvió a crecer, las voces mezclándose. Di un paso hacia atrás, chocando con Guillermo.

Él lo notó al instante y se adelantó un poco, interponiéndose:

—Eh, tranquilos. Ya basta por ahora.

Su voz no era fuerte, pero tenía esa seguridad que siempre imponía respeto. Mi madre lo apoyó enseguida, poniéndose a mi lado.

—Sí, por favor. No todos a la vez.

Algunos tíos y primos retrocedieron con gestos de disculpa, mientras mi abuelo Francisco levantó la mano como si todavía estuviera en servicio militar:

—Orden. —El murmullo cesó al instante—. No lo abrumen. ¿Acaso quieren que salga corriendo?

Un par de risas nerviosas se escaparon, y aquello alivió la tensión.

Mi abuela Agnes se abrió paso con calma hasta llegar frente a mí. Sus ojos se suavizaron, y solo me tomó la mano, sin decir nada. Su gesto era suficiente: no presión, no preguntas.

—Muchos estuvieron esperando tanto para verte —dijo al fin, bajito, casi como un secreto solo para mí—. Pero lo haremos despacio, ¿sí?

Asentí, aún con el pecho apretado.

Entonces fue Iván, mi tío, el que habló de nuevo, levantando un dedo como quien pide turno en la escuela:

—Propongo que los que tengan recuerdos de cuando era niño hablen primero, y los que no lo conocieron lo dejen para más tarde. Así no es tanto de golpe.

—De acuerdo —intervino Sara, mi otra abuela, firme—. Y no más de tres personas por ahora.

Eso redujo de inmediato la presión.

Un primo mayor, Andrés —lo reconocí porque se había presentado minutos antes como nieto de Francisco y Elizabeth—, se acercó un poco, con cautela.

—Oye, Réen… —dijo, sonriendo—. ¿Te acuerdas de la vez que agarraste las llaves del auto de tu papá y encendiste las luces solo para ver cómo brillaban en la cochera?

Parpadeé, sin recordar nada.

—Tenías como seis años —siguió él, riendo al ver mi expresión—. Yo tendría once. Todos corrían como locos porque pensaron que ibas a arrancar el coche.

Un murmullo divertido recorrió la sala. Yo negué con la cabeza, sincero.

—No me acuerdo.

—Es normal —dijo mi madre, apretando mi hombro—. No tienes que acordarte de todo.

Otra en acercarse fue Laura, la hermana de Iván.

—Yo me acuerdo de ti en Navidad. Siempre pedías galletas de chocolate, y si no había, hacías un berrinche monumental.

Un par de risas se escaparon de mis primos. Yo bajé la vista, incómodo, pero a la vez curioso.

—¿De verdad? —pregunté, casi en susurro.

—Sí —contestó ella, sonriendo—. Tenías cara de ángel… pero eras terco como una mula.

Algunos rieron abiertamente, y aquello alivió un poco el nudo en mi pecho.

Finalmente, uno de los primos que nunca había visto, Marco, habló desde atrás.

—Yo no tengo recuerdos, pero… —se encogió de hombros—. Supongo que está bien empezar a crearlos ahora, ¿no?

Ese comentario arrancó un murmullo de aprobación entre todos.

Respiré más hondo, todavía nervioso, pero ya no tan atrapado en esa oleada de voces. Guillermo me miró de reojo y me susurró:

—¿Ves? No te van a comer.

Y por primera vez desde que entramos, solté una risa corta, nerviosa… pero genuina.

Alguien, desde el costado de la sala, levantó la voz:

—¿Y él quién es? —señalaba a Guillermo, que seguía un paso delante de mí, como si fuera mi escudo humano.

Guillermo arqueó una ceja y, sin perder la calma, respondió:

—Me llamo Guillermo. Sargento de las fuerzas especiales de Noruega.

Eso bastó para que varias cejas se alzaran en la familia. El murmullo se encendió de nuevo. Guillermo levantó la mano, pidiendo silencio como si estuviera dirigiendo un pelotón.

—Soy quien ha estado cuidando de Réen este último año. Lo ayudé a encontrar de dónde era, lo acompañé en el proceso de contactar a su gente… —hizo una pausa y me dio una palmada en el hombro—. Básicamente soy como su hermano mayor. O su niñera, si quieren verlo así.

Un par de carcajadas se escaparon entre primos y tíos. Yo puse los ojos en blanco y murmuré:

—Niñera, sí, cómo no.

—Lo digo con orgullo —replicó Guillermo con una sonrisa amplia, luego se giró hacia todos—. Es un placer conocer a la familia de Réen. Espero que lo cuiden y lo traten bien. Ha pasado por mucho y necesitará ayuda para sentirse en casa otra vez.

Hubo un silencio breve, uno pesado, pero pronto se llenó con voces cálidas.

—Por supuesto.

—Aquí lo vamos a cuidar todos.

—Ya es parte de nosotros otra vez.

Andrés fue el primero en dar un paso adelante y extender la mano hacia Guillermo.

—Gracias —dijo con voz firme—. No solo por traerlo de vuelta, sino por no dejarlo solo. Eso no se olvida.

Guillermo estrechó su mano con seriedad.

—No fue un favor, señor. Fue lo correcto.

Iván, se acercó también, sonriendo.

—Entonces, eres como su hermano adoptivo noruego.

Guillermo sonrió con picardía.

—Eso suena mucho más elegante que niñera. Me lo quedo.

Más risas suavizaron el ambiente. Yo aún sentía el corazón acelerado, pero la atención sobre él me daba un respiro.

Gabriela aprovechó el momento para intervenir, mirando a todos:

—Guillermo no exagera. Si no fuera por él, quizás nunca hubiéramos sabido nada de Réen.

Eso hizo que muchas miradas se volvieran hacia mí de nuevo, pero esta vez no con tanta intensidad. Había respeto en esas miradas, y una especie de agradecimiento silencioso hacia el hombre que estaba a mi lado.

Guillermo, notando el peso del ambiente, añadió con un tono ligero:

—Bueno, ya saben. Si en algún momento lo ven muy serio, es normal. Si lo ven con cara de querer matar a alguien… también es normal.

Yo lo empujé con el codo, murmurando:

—Cállate.

Pero varios familiares rieron de buena gana, y la tensión se deshizo un poco más.

More Chapters