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Chapter 15 - Capítulo 14

RÉEN.

Después de lo que me pareció una eternidad, Violet finalmente se retiró las manos, y el silencio en la barbería fue casi ceremonial. Me incorporé un poco, tocándome el cabello y viendo cómo cada mechón recién cortado caía ligero sobre la manta.

El cambio era abismal. Lo que antes me llegaba hasta la espalda alta ahora descansaba apenas a la altura de mis orejas, con un corte de librito que enmarcaba mi rostro. Los pequeños risos que mamá le había pedido a Violet para suavizar el estilo daban un efecto inesperadamente natural y relajado, como si reflejara algo que nunca había dejado que se mostrara.

Gabriela se acercó primero, con sus ojitos brillantes:

—¡Mmmm! ¡Yo le doy un diez, Réen!

Cristina, con una sonrisa traviesa, le dio una palmada a mi hombro:

—¡Sí, diez también! Te ves… diferente, pero muy bien.

Mi madre se inclinó, con una sonrisa orgullosa y algo de lágrimas en los ojos:

—Réen… te ves fantástico. Justo como quería.

Mi padre, cruzando los brazos y con una sonrisa aprobatoria, agregó:

—Mucho mejor que antes, hijo. Te hace ver más limpio, más… tú, supongo.

Alan, con una sonrisa ladeada, se acercó a mirar de cerca, y dijo:

—Definitivamente el cambio te favorece. Ahora sí, podemos decir que eres parte de este mundo, no solo un extraño que llegó hace unos días.

Miré mi reflejo en el espejo por primera vez, realmente viéndome a mí mismo. No solo era un cambio físico; había algo en mi expresión, en cómo la luz rozaba mi rostro, que me hizo sentir… más presente. Mis ojos parecían más abiertos, y aunque todavía había cicatrices visibles, sentí que por primera vez en mucho tiempo, mi exterior reflejaba un poco menos de lo que había vivido dentro.

—Vaya… —murmuré, casi para mí mismo—. Nunca pensé que un corte de cabello pudiera… sentirme así.

Mamá se inclinó y me abrazó suavemente por detrás:

—Te ves como el hijo que siempre quise ver crecer. Y hoy, por fin, podemos compartir un pedacito de normalidad contigo.

Gabriela se acercó y me tomó la mano:

—¿Puedo tocar tus rizos? —preguntó con curiosidad.

—Claro… —respondí, sorprendido de cómo me sentía cómodo con ellas acercándose.

Cristina me abrazó también, y Alan suspiró con alivio:

—Parece que este día nos está dando mucho más que ropa y cortes de cabello, ¿eh?

Y mientras todos se quedaban mirándome, comentando lo bien que me veía y lo diferente que era, sentí algo que no había experimentado en años: aceptación. No solo por ellos, sino por mí mismo.

Mientras Violet me quitaba la capa de la barbería y acomodaba los últimos detalles, Alan intentó pagar, pero Violet lo detuvo con una sonrisa.

—No te preocupes —dijo—. Esto va por mi cuenta.

Alan se quedó un momento sorprendido y luego asintió, agradecido:

—Gracias, de verdad. —Se inclinó y le dio un beso rápido en la mejilla—. Cuando terminemos aquí, voy a la casa de tus padres por Beily.

—Está bien —respondió Violet—. Tengan cuidado y nos vemos más tarde.

Nos despedimos de ella, y la puerta de la barbería se cerró tras nosotros. Afuera, el aire fresco golpeó mi rostro, y me di cuenta de lo pesado que había sido todo este día: ropa nueva, corte de cabello, las interacciones, todo mezclado en una especie de mareo que me dejaba exhausto pero extraño… contento.

Mientras caminábamos hacia el estacionamiento, papá se detuvo y nos preguntó:

—Chicos, ¿quieren comer algo?

—¡Sí! —respondieron Gabriela y Cristina al unísono, animadas, como si cada pequeño paso en este día fuera una celebración.

—A mí también me gustaría —dije, sorprendiéndome a mí mismo de lo fácil que fue decirlo—. No tengo muchas ganas de cocinar hoy.

Alan asintió y sonrió, mientras mamá añadió:

—Perfecto, hay un par de lugares por aquí en la zona de comida. Podemos escoger algo rápido, no hace falta complicarse.

Mientras nos acercábamos al centro de comidas, sentí el movimiento a mi alrededor: gente hablando, risas, sonidos de bandejas y charlas de restaurantes, todo mezclado con los aromas de comida. No me incomodó tanto como antes; de alguna manera, tener a mi familia a mi lado hacía que el ruido y el caos fueran… manejables.

Cristina se adelantó, agarrando a Gabriela de la mano, mientras ambas se dirigían emocionadas a un puesto de helados. Alan y mamá seguían detrás, mientras yo caminaba un poco más lento, observando todo y sintiendo cómo estos pequeños pasos—un corte de cabello, ropa nueva, comida juntos—me hacían sentir un poco más "parte de este mundo" que había ignorado durante tantos años.

—Réen —murmuró mamá suavemente, tocándome el hombro—. ¿Estás bien?

—Sí —respondí, aunque no completamente seguro de qué significaba "bien" ahora, pero me dejé guiar por ellos—. Bien… creo.

Y mientras nos acercábamos al área de comida, las voces de mis hermanas, la risa de Alan y el comentario de mamá sobre qué comer, me hicieron pensar que, tal vez, no todo en este mundo era ruido y confusión. Tal vez también había momentos que valían la pena.

Mientras caminaba entre los puestos de comida, observando la tranquilidad de la gente, mi mente no pudo evitar regresar a aquellos tiempos. Estaba de nuevo en un comedor improvisado, con soldados alrededor, todos comiendo rápido, cuchicheando, pero también luchando, discutiendo, incluso golpeándose por un pedazo de pan o una lata de comida.

Recuerdo cómo tuve que aprender a defender mi plato, a veces incluso matando a uno que otro que no dudaba en arrebatar lo poco que teníamos. Cada bocado era una batalla, cada comida una lucha por sobrevivir.

Pero ahora, al ver a la gente sentada, conversando, compartiendo sonrisas mientras esperaban en fila por su comida, sentí algo que no había sentido en años… una especie de asombro, mezcla de alivio y desconcierto.

Dios…

Nunca digo esa palabra, pero ahora parecía tan adecuada, tan necesaria en este instante. Dios, qué paz hay aquí. Cuánta gente tranquila, nadie peleando, nadie muriéndose de hambre porque perdió un trozo de pan. No había miedo constante, no había necesidad de defender cada bocado como si fuera la última oportunidad de sobrevivir.

Recordé mi infancia, aquellos primeros años de un infierno que apenas podía comprender. Los días en que era uno de los niños más pequeños, tratando de sobrevivir entre gritos, golpes y hambre. Pasando noches sin dormir, con el estómago retumbando de hambre hasta que alguien, a escondidas, dejaba caer un pedazo de pan o una lata de comida, como un acto de compasión que apenas podía entender.

Y ahora… aquí, rodeado de mi familia, escuchando risas de mis hermanas y viendo a mamá y papá discutir por qué puesto elegir, sentí algo que llevaba demasiado tiempo sin experimentar: tranquilidad.

Tranquilidad de verdad. Sin armas, sin sangre, sin miedo. Solo… comida, calor humano, y el simple hecho de poder respirar sin calcular cada movimiento, cada decisión, cada riesgo.

Nunca pensé que algo tan simple como un centro comercial pudiera sentirse tan… seguro.

**

Estábamos sentados, cortando la comida con cuidado, probando cada bocado, y por un instante todo parecía… normal. La textura de la comida, los condimentos, incluso el cuchillo de plástico cortando suavemente lo que tenía en el plato… era algo tan simple, pero casi me parecía extraordinario. "Está bueno", murmuré, cortando otro pedazo y llevándolo a la boca.

Y entonces…

Un estruendo. Algo metálico cayendo al suelo con fuerza. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. El cuchillo de plástico estaba en mi mano en un instante, y me levanté de golpe, cada músculo tenso, preparado para defenderme. La cabeza me explotaba de recuerdos: gritos, gente corriendo, disparos, caos absoluto. Todo mezclado en un segundo.

Mi mirada se enfocó instintivamente hacia el ruido. Allí, en la pizzería de enfrente, unas charolas con pizzas habían sido tiradas. La gente daba pasos apresurados, y mi mente no podía distinguir entre peligro real y reflejo condicionado.

—¡Réen! —una voz fuerte me sacó del trance.

Sentí una mano sobre mi hombro y giré bruscamente, el cuchillo empuñado frente a mí, los dedos blancos de la tensión.

Era Alan. Su mano estaba levantada, sin nada que insinuara amenaza.

—¡Espera, espera! —dijo Alan, levantando la voz para que todos escucharan.

Detrás de él, mamá y papá, Gabriela y Cristina… todos me miraban con ojos abiertos, confundidos y asustados.

—Réen… cálmate, hijo, solo… solo fue un accidente —dijo mamá, dando un paso hacia mí con las manos levantadas, buscando acercarse sin asustarme más.

Mi corazón latía tan fuerte que sentía que rebotaba en mi pecho. Mis dedos aún aferraban el cuchillo de plástico con fuerza, temblando levemente.

—¡Réen, bajalo! —gritó Alan, casi entre dientes, como si fuera a perder la paciencia, pero sin dejar de mantener la calma—. No hay peligro aquí. Nadie te quiere hacer daño.

—¡Qué… qué pasa! —preguntó Gabriela, mirando entre mi cuchillo y el suelo con las charolas tiradas.

—Nada, pequeña, solo un accidente —respondió papá, intentando sonreír, aunque se le notaba la preocupación en los ojos—. Réen, hijo… ¿estás bien?

Suspiré, intentando que el corazón se calmara, pero cada músculo seguía tenso. Miré alrededor: nadie corría, no había gritos, no había disparos, solo gente comiendo y charlando, y mi familia, de pie frente a mí.

Mi mano todavía temblaba. Bajé lentamente el cuchillo, respirando profundo, intentando anclarme al presente.

—Está… está bien —dije con voz entrecortada, tratando de que sonara firme, aunque mis dedos todavía temblaban—. Solo me… sorprendí.

—Lo sé —dijo Alan, acercándose un poco más y colocando su mano sobre la mía—. Todo está bien. Es solo… una caída de charolas, nada más.

—Sí… solo… —intenté repetir, pero sentí que mi voz se quebraba—. Solo me sobresalté.

Mamá dio un paso más y colocó una mano en mi mejilla, mirándome con suavidad y firmeza—. No pasa nada, hijo. Estás seguro. Todo está bien.

Papá asintió, apoyando una mano en mi hombro opuesto—. Mira a tu alrededor, Réen. No hay peligro. Solo nosotros.

Las chicas se acercaron también, Gabriela estiró la mano para tocar la mía—. Estamos contigo, Réen.

—Sí… contigo —repitió Cristina, con voz tímida pero firme.

Poco a poco sentí cómo mi respiración se normalizaba, cómo los recuerdos de gritos y disparos se diluían un poco frente a la realidad de la tranquilidad y la seguridad que me rodeaba. Aun así, mis dedos seguían temblando levemente, recordándome lo profundamente grabado que estaba el instinto de alerta.

—Bien… —susurré, bajando la cabeza un instante y luego levantándola para mirar a todos—. Gracias…

Alan sonrió suavemente, dando un paso atrás para que mi familia se acercara más—. Solo recuerda, Réen: no todos los ruidos son peligros. Solo hay que mirar y respirar.

Mi mirada recorrió a cada uno de ellos, sintiendo una mezcla de alivio y confusión.

***

ALAN.

No puedo negar que lo que pasó hace unos minutos en el centro comercial me dejó con un nudo en la garganta. Nunca imaginé que Réen tuviera un episodio así, o como se llame a esto, pero verlo levantarse de golpe con ese cuchillo de plástico en la mano… incluso con un trozo de comida todavía en la boca… su cuerpo en guardia, rígido, preparado para pelear… sus ojos, sus ojos… no eran los mismos que he visto durante esta semana desde que volvió. Era otra persona.

Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda y, aunque no lo diré en voz alta frente a nadie, la verdad es que me asustó.

—Alan, ¿estás bien? —la voz de mi suegro me sacó del trance.

Salté ligeramente al sentir que Beily se subía a mis piernas y me jalaba del labio con esa energía imparable que tiene. Miré hacia abajo, sujetando a la pequeña para que no se cayera, y luego levanté la vista hacia mis suegros.

—Sí… sí, estoy bien —dije, esforzándome en sonar tranquilo—. Solo recordé lo que pasó hace un rato en el centro comercial.

Mi suegro frunció un poco el ceño y cruzó los brazos. —¿Cómo está tu hermano? ¿Cómo te sientes con todo esto, con el regreso de tu hermano que creían desaparecido?

Suspiré y apoyé a Beily en mi pierna, mirando hacia otro lado antes de responder. —Es… difícil de explicar. Toda la familia está pasando por algo complicado ahora mismo. Hace tres meses nos enteramos de que seguía vivo y apenas hace una semana regresó. —Hice una pausa, tratando de ordenar mis pensamientos—. Nos contó cómo vivió cuatro años en cautiverio y cómo escapó después. Pasó un tiempo en Noruega, y durante este último año antes de que nos contactaran, se convirtió en soldado. Quién sabe todo lo que vivió en estos trece años.

Mi suegra, sentada al lado, frunció los labios con un gesto de preocupación. —No puedo ni imaginar… eso debe haber sido… inimaginable.

—Sí —asentí—. Hace unos días lo llevamos a un chequeo médico completo. Encontramos muchas cosas, heridas mal tratadas, huesos mal soldados… la psicóloga les dio un resumen a mis padres sobre su estado. Incluso nos contó sobre los intentos de suicidio. —Miré a mis suegros, notando cómo sus ojos se abrían un poco ante la gravedad de lo que decía—. Aún mantiene cicatrices en las muñecas, y no quiere que sepamos dónde más las tiene.

Mi suegro asintió lentamente, como procesando todo. —Así que no es solo que haya estado desaparecido… es que ha sufrido más de lo que cualquier persona debería…

—Exactamente —dije, bajando la voz un poco—. Y lo que pasó en el centro comercial me lo recordó de golpe. Su instinto de supervivencia… su reflejo de alerta… todavía está ahí. Cada músculo de su cuerpo responde como si el peligro fuera inminente, incluso en situaciones donde no hay ninguna amenaza.

Mi suegra me miró con una mezcla de incredulidad y compasión. —¿Y cómo lo manejan? ¿Cómo conviven con eso?

—Con paciencia —respondí—, intentando no invadirlo. Él ha dejado que nos acerquemos poco a poco. Intentamos no forzarlo a situaciones que lo puedan afectar demasiado. Pero algunas veces… como hoy… nos sorprende. Y nos recuerda todo lo que ha pasado.

Mi suegro asintió, suspirando. —Parece que necesitan mucho apoyo… y comprensión.

—Sí —dije, acariciando la cabeza de Beily, que ahora me miraba con curiosidad—. Pero a pesar de todo, está aquí. Sobrevivió. Y eso ya es más de lo que muchos lograrían. Solo necesitamos… tiempo, paciencia y saber cuándo retroceder y darle espacio.

—Solo sé que debemos apoyarlo, sin presiones, sin expectativas de cómo debería ser. Está aprendiendo a vivir de nuevo, y nosotros estamos aprendiendo a conocerlo.

Los miré a ambos, con sinceridad. —Y créanme, si pensaban que esto sería fácil, no lo es. Pero cada pequeño paso que da, cada vez que logra interactuar con nosotros sin retraerse… es un triunfo.

Sentí un golpecito en mi mejilla. No fue fuerte, apenas un manotazo torpe, pero suficiente para sacarme de los pensamientos.

—¿Papá? —la voz dulce de Beily.

Giré el rostro y la vi mirándome con esos ojitos brillantes, repitiendo entre balbuceos:

—Papápapá…

No pude evitar sonreír. La cargué con cuidado en mis brazos, acomodándola contra mi pecho mientras me levantaba del sillón. —¿Qué pasa, mi niña? ¿Ya quieres irte, verdad? —le pregunté, aunque sabía que apenas entendía.

—Papá —repitió, dándome otro golpecito, esta vez más suave.

Me giré hacia mis suegros. —Ya me voy a marchar entonces.

Ellos también se levantaron, como siempre atentos. Mi suegra me alcanzó la pañalera, con esa costumbre suya de revisar que todo estuviera listo. —Aquí tienes, Alan. No olvides los pañales extra.

—Gracias —le respondí, colgándome la pañalera al hombro mientras trataba de equilibrar a Beily, que ahora me jalaba la oreja.

—Gracias por escucharme de nuevo —les dije, sincero.

Mi suegro negó con la cabeza y me dio una palmada suave en el hombro. —No, hijo. Gracias a ti por hablar con nosotros y expresarte. No todos los hombres se toman ese tiempo.

Sonreí un poco, medio apenado. —A veces lo necesito. Y ustedes… bueno, ustedes me escuchan sin juzgar.

—Siempre lo haremos —dijo mi suegra con firmeza, acomodándome el suéter que se me había torcido al cargar a Beily. También se aseguró de ajustar las mantitas alrededor de mi hija, como si no confiara en que yo lo hubiera hecho bien.

La escena me arrancó una risa pequeña. —Ya quedó, no se preocupe.

Mis suegros se acercaron para besar a Beily. Ella estiró las manitas y balbuceó algo inentendible, pero estaba claro que se despedía.

—Adiós, mi niña linda —dijo mi suegra, dándole un beso en la frente.

—Pórtate bien, campeona —añadió mi suegro, acariciándole la cabecita.

Me giré hacia ellos con una sonrisa cansada. —Entonces nos vamos.

—Adiós, Alan —dijo mi suegro—. Y recuerda, esta es tu casa. Siempre serás bienvenido cuando quieras desahogarte. Nosotros siempre vamos a escucharte.

Tragué saliva, porque esas palabras me llegaron más de lo que esperaba. —Lo sé. Y lo agradezco más de lo que imaginan.

Salí de la casa con Beily recostada en mi pecho, todavía balbuceando entre risitas. Cerré la puerta detrás de mí y respiré hondo, sintiendo un alivio extraño. Como si esa pequeña charla me hubiera quitado un peso de encima.

****

RÉEN.

Estaba tirado en el suelo, el cuerpo aún temblándome por el esfuerzo del ejercicio. El sudor me corría por la frente y, aun con la calefacción encendida, sentía frío. Era un contraste extraño, como si el mismo aire quisiera recordarme que mi cuerpo nunca termina de adaptarse a un estado de reposo. Miraba el techo, tratando de calmar mi respiración, cuando la voz de Guillermo interrumpió mis pensamientos.

—Entonces… ¿una charola de pizza cayéndose fue lo que te puso en alerta? —preguntó desde el sillón, con ese tono burlón que tanto me fastidia.

Cerré los ojos un momento y resoplé. —Sí. Y deja de burlarte.

Lo escuché reírse por lo bajo, esa risa seca que me incomoda porque sé que me está midiendo. —Es que… vamos, Réen. Cuando estabas en la base nada te asustaba, nada te ponía en guardia. Vi cómo te pasaban granadas cerca y apenas pestañeabas. ¿Cómo es posible que una simple charola lo lograra?

Abrí los ojos y giré la cabeza hacia él, dándole una mirada seria. —Tal vez fue porque me relajé demasiado. Mi mente, mi cuerpo… se soltaron. Eso es algo que nunca hacía. Y pasó lo que pasó por haberlo hecho.

Guillermo me sostuvo la mirada un segundo antes de volver a dejarse caer contra el respaldo. —Pues yo digo que está bien. —Se encogió de hombros—. Significa que tu cuerpo y tu cabeza empiezan a entender que ya no tienen que estar en alerta todo el tiempo.

Fruncí el ceño. —¿Y eso qué supone?

—Supone —dijo, levantando una ceja— que los estás reconociendo a ellos, a tu familia, como lo que son: personas con las que no necesitas pelear ni defenderte. Como si tu instinto, ese que siempre te tiene en guardia, al fin entendiera que a su lado puedes bajar la guardia.

Me quedé en silencio, aún respirando agitado, sin saber cómo responder. Lo odiaba porque sonaba lógico, pero también me aterraba. Relajarme nunca había sido una opción, ni siquiera cuando era un niño.

—No lo sé… —murmuré, girando el rostro de nuevo hacia el techo—. No sé si pueda acostumbrarme a eso.

Lo escuché soltar un resoplido, como si se riera de mí sin hacerlo del todo. —No tienes que acostumbrarte de golpe. Nadie te pide que te vuelvas "normal" de la noche a la mañana. Pero si tu cuerpo ya lo está intentando solo, quizá es hora de dejarlo.

Su voz se quedó flotando en mi cabeza más tiempo del que quería admitir.

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