ALAN.
Esto se sentía tan… normal. Casi me asustaba lo natural que parecía todo. Como si Réen jamás se hubiese ido por trece años. Como si estas salidas al centro comercial siempre hubieran sido así: mamá y Gabriela peleando por una playera que "le queda mejor a Réen", papá con ese gesto medio serio revisando pantalones como si estuviera decidiendo el destino del mundo, y Cristina girando frente al espejo con un vestido nuevo, preguntando a todos qué opinábamos aunque de sobra sabía que iba a comprarlo.
Y en medio de todo, él. Réen. Ese hermano que de pronto regresó de entre las sombras, de un pasado del que nunca entendí nada. Parado ahí, quieto como un soldado en una misión, con una camisa azul marino que mamá le había obligado a probarse. Se veía bien, no lo iba a negar. Pero lo que más me llamaba la atención no era la ropa: era la forma en que sus ojos parecían tan lejanos, como si estuviera viendo todo desde otra vida.
Yo lo veía y no podía evitar pensar: esto, aquí, ahora, es lo que nos robaron durante trece años.
Gabriela levantó la playera en alto.
—¡Te dije que este color oliva le queda mejor que el azul!
—¿Oliva? —Mamá arqueó una ceja—. Ese tono lo hace ver más apagado. El azul resalta sus ojos.
Papá levantó un pantalón.
—Mientras tanto, yo digo que necesita algo que no parezca uniforme militar.
Cristina se giró en su vestido nuevo.
—¡Y yo digo que todos estamos ignorando que este vestido es precioso!
Yo solté una risa baja. Era tan… caótico. Y, a la vez, tan familiar.
Réen nos observaba como si no entendiera nada. Bueno, la verdad, seguro no entendía nada.
—¿En serio todo esto por… ropa? —preguntó al fin, con ese tono seco que siempre usa.
Gabriela rodó los ojos.
—¡Pues claro! La ropa dice quién eres.
—No. —Réen la miró fijo—. Lo que hago dice quién soy, no la ropa.
Papá sonrió apenas.
—Tienes razón. Pero también ayuda que no te veas como un fugitivo en todos lados.
Yo no pude evitar intervenir.
—Hermano, admítelo: es divertido verlos discutir como si fueras un maniquí humano.
Él me lanzó una mirada que no supe si era de fastidio o resignación.
—Divertido no es la palabra que yo usaría.
Mamá se acercó, colocando la mano en su hombro.
—Tal vez para ti no lo sea, pero para nosotros sí. Te perdimos demasiado tiempo, hijo. Ahora déjanos tener estos momentos.
Réen bajó la mirada, y por primera vez en el día, noté que no tenía respuesta. Se quedó quieto, como si las palabras de mamá le hubieran pesado más que cualquier camisa o pantalón.
Y ahí fue cuando entendí algo: para nosotros, esto era normal. Para él, esto era un campo desconocido.
Pero igual, estaba aquí. Con nosotros.
—Ahora que terminemos aquí —dije, señalando las bolsas que mamá ya acumulaba como trofeos de guerra—, vamos a llevarte a una barbería. Ocupamos quitarte todo ese cabello, hermano.
Réen se giró lentamente hacia mí, arqueando una ceja.
—No. Así está bien.
Su tono fue seco, definitivo, como cuando alguien dicta una orden. Por un segundo pensé que ahí se iba a cerrar el tema, pero mamá, siendo mamá, no iba a dejarlo pasar.
—¿"Bien"? —repitió, acercándose y levantándole un mechón que caía sobre su frente—. ¿Cómo va a estar bien? Ese cabello ya parece una cortina. Está largo, sí, pero necesitas que te den forma, que te veas limpio.
Réen intentó retroceder un poco, incómodo con la mano de mamá en su cabeza.
—No le veo el problema.
—Yo sí —dijo papá, interviniendo con ese tono neutro que usaba cuando buscaba mediar. Se cruzó de brazos, observándolo de arriba abajo—. El cabello largo no es malo, pero ahora mismo parece que acabas de salir de un bosque.
Cristina soltó una carcajada.
—¡Literalmente parece un lobo que bajó de la montaña!
Gabriela la empujó suavemente, divertida también.
—No exageres, Cris. Aunque… un buen corte no le haría mal.
Yo asentí, apoyando a mamá.
—Hermano, escúchame: no es que te veas mal. Al contrario, el cabello se nota cuidado, pero lo que mamá quiere es que luzcas mejor. Algo más… ordenado.
Réen nos miró uno a uno. Sus ojos parecían analizar si estábamos bromeando o no. Al final soltó un suspiro profundo, ese que usa cuando sabe que está perdiendo la batalla.
—No voy a raparme, si eso están pensando.
Mamá sonrió satisfecha, como si ya hubiera ganado.
—No, hijo, no es raparte. Solo un buen corte, darle forma. Confía en mí. Vas a salir de ahí viéndote como un nuevo hombre.
—Soy el mismo hombre. —Réen clavó la mirada en ella, pero su tono perdió fuerza. Era evidente que ya no tenía escapatoria.
Papá le palmeó el hombro.
—Vamos. Considera que es parte de adaptarte a todo esto. No duele, es rápido, y después te invitamos algo de comer.
Cristina dio un saltito.
—¡Y yo quiero helado!
—Tú siempre quieres helado —murmuró Gabriela, rodando los ojos.
Yo solté una risa.
—Hermano, míralo por el lado bueno: si no te gusta, siempre puedes dejarlo crecer otra vez. No es permanente.
Réen cerró los ojos un instante y luego asintió, resignado.
—Está bien… pero no me hagan nada raro.
Mamá le besó la mejilla sin previo aviso, con lágrimas contenidas pero sonriendo.
—Prometido, hijo. Solo vas a salir de ahí más guapo de lo que ya eres.
****
MIRANDA.
Tenía entre mis manos una playera de manga larga, azul oscuro, sencilla pero con un corte que pensé le quedaría bien a Réen. Mientras comparaba tallas, levanté la vista hacia unos metros más adelante, donde mis hijas parecían tener toda una misión entre manos.
Cristina, con esa energía que nunca se le acaba, se había plantado frente a su hermano con una gorra negra en las manos, casi obligándolo a ponérsela. Gabriela, más tranquila pero igual de determinada, le alargaba unos lentes de sol, animándolo a que se los probara. Y ahí estaba él… mi hijo. Viéndolas con esa mezcla de resignación y paciencia que no sabía que tenía, dejándose hacer a medias aunque cada tanto intentara apartarles las manos.
Me quedé observándolos. Mis hijas… ellas no sabían cómo sentirse cuando Réen llegó hace una semana. Lo recuerdo perfectamente: se quedaron mudas, mirándolo como si el aire se les hubiera ido del pecho. ¿Cómo no? La última vez que lo vieron eran apenas unas bebés. Gabriela tenía dos años, Cristina unos meses. Crecieron con su nombre en casa, con las fotos guardadas, con las historias que mi esposo y yo nos esforzábamos en contarles, como para que no olvidaran que tenían un hermano mayor.
Pero imaginarlo no era lo mismo que tenerlo ahí, de carne y hueso, con esa mirada dura y ese silencio que a veces parecía pesar toneladas.
Me mordí el labio, apretando la playera contra mi pecho. No sabía qué esperar cuando por fin volvió… ni yo, ni ellas. Pero ahora lo estaba viendo con mis propios ojos: mis hijas, esforzándose por acercarse, tendiendo un puente invisible entre ellos. Cristina riendo, Gabriela insistiendo con paciencia, y Réen… aunque torpe y rígido, dejándose rodear por ellas.
Sentí un calor en el pecho que me obligó a cerrar los ojos un segundo.
Ellas están tratando, pensé. Y él… él lo está permitiendo.
Ese simple detalle me pareció más valioso que cualquier análisis médico, más esperanzador que todas las palabras de consuelo que había escuchado en estos días. Porque, aunque todavía no se llamen hermanos con naturalidad, aunque la incomodidad siga ahí… ya había un comienzo.
Un puente.
Y yo, desde unos metros, podía ver cómo, ladrillo a ladrillo, mis hijos empezaban a construirlo.
—¡Póntela, ándale! —insistió Cristina, poniéndole la gorra casi a la fuerza.
—Cristina… —Réen trató de quitársela, pero la niña dio un paso atrás y lo miró con esa sonrisa traviesa que siempre usa cuando sabe que va a salirse con la suya.
Gabriela se acercó con más calma, extendiéndole los lentes de sol.
—Te quedarían bien, hermano. —La última palabra salió suave, como probándola, tanteando el terreno.
Vi desde lejos cómo Réen parpadeó, sorprendido, y bajó un poco la mirada.
—No creo que sean para mí —respondió con voz baja.
Cristina resopló y cruzó los brazos.
—Pues claro que son para ti. Si siempre andas con esa cara seria, mínimo tápala con algo cool.
Gabriela le dio un codazo ligero a su hermana, pero no pudo contener una risita.
—Lo que ella quiere decir es que… no está mal probar. Nosotras siempre hacemos eso. Aunque no nos guste algo, a veces resulta que sí.
Réen se quedó en silencio. Vi cómo sus manos tensas acariciaban la visera de la gorra, como si debatiera qué hacer.
—Yo no… suelo ponerme cosas así —dijo finalmente.
Cristina dio un brinquito.
—¡Pues empieza hoy! —y antes de que él pudiera reaccionar, le acomodó bien la gorra en la cabeza y le puso los lentes frente a los ojos.
Gabriela lo miró con atención, evaluando el resultado como si fuera experta en moda.
—Te ves… diferente.
—¿Mejor? —preguntó él, casi con ironía.
—Sí. —Gabriela sonrió con sinceridad—. Más como… nosotros.
Ahí, por primera vez, lo vi titubear. Una pequeña mueca, una especie de sonrisa mínima que apenas duró un instante en sus labios. Pero mis hijas la notaron, y ambas rieron juntas como si hubieran ganado una batalla.
—¿Ves? —dijo Cristina, dándole un empujoncito juguetón en el hombro—. Poco a poco vamos a lograr que seas normal.
—Normal… —repitió Réen, mirando hacia otro lado, como si esa palabra le supiera rara en la boca.
Gabriela le tomó el brazo con suavidad.
—No tienes que forzarte, ¿sabes? Solo… déjanos estar contigo.
Él no respondió de inmediato. Solo miró a ambas, a sus rostros tan distintos pero llenos de la misma luz. Y entonces, con voz baja, casi inaudible, murmuró:
—Está bien.
Y mis hijas, con esa simple frase, parecieron brillar todavía más.
***
RÉEN.
Mi madre se aferraba de mi brazo mientras caminábamos hacia otra tienda. Su mano era cálida, suave, demasiado distinta a lo que estaba acostumbrado. No me jalaba con brusquedad ni me ordenaba con palabras duras. Solo estaba ahí, enlazada a mí, como si temiera que me desvaneciera entre toda esta multitud.
—Vamos a mirar un par de cosas más —me dijo con una sonrisa, como si realmente le gustara pasear conmigo.
Asentí sin decir nada. La tienda estaba igual de llena que las anteriores, con luces blancas demasiado fuertes y música de fondo que no lograba identificar. Todo me resultaba ajeno. Pasillos estrechos, ropa colgando, gente caminando sin siquiera mirarnos. El ruido de conversaciones mezcladas me golpeaba la cabeza, pero ella seguía a mi lado, y eso me mantenía un poco en pie.
—¿Te incomoda mucho? —preguntó, girando un poco el rostro hacia mí.
—Un poco —respondí—. No estoy acostumbrado a tantos sonidos a la vez.
Me dio un apretón leve en el brazo, como intentando transmitirme calma.
—Con el tiempo, lo irás tolerando. No hay prisa.
No dije nada. Solo observé cómo se detenía frente a un perchero, tomaba una camisa y la acercaba a mí, evaluándola con los ojos entrecerrados.
—Creo que te quedaría bien.
La toqué con la yema de los dedos. Tela suave. Tan distinta a lo áspero, a lo funcional, a lo que siempre fue mera utilidad.
—Pruébatela —insistió.
—No lo sé.
Ella suspiró, pero no de frustración, sino como quien acepta la lentitud de alguien que apenas aprende a caminar.
—No importa si no te gusta después. Solo quiero verte probar.
Me quedé mirándola. La manera en que sonreía, la forma en que sus ojos brillaban… No había exigencia en su voz. Era otra cosa. Algo que aún no entendía del todo.
Asentí, finalmente. Y vi cómo su sonrisa se hizo más amplia.
Entré al probador con la camisa en mano.
Me puse la camisa. Ajustaba raro en los hombros, demasiado estrecha en unas partes, demasiado suelta en otras. Miré mi reflejo, inseguro.
—¿Puedo pasar? —escuché la voz de mi madre del otro lado de la cortina.
—Sí —dije después de un segundo de duda.
Ella entró con cuidado, cerrando de nuevo la cortina tras de sí. Me observó de arriba abajo, y su rostro se iluminó.
—Te queda muy bien.
Yo no lo veía así. No me veía bien, solo distinto. Pero en sus ojos parecía como si la prenda hubiera hecho algún milagro.
—No estoy seguro… —murmuré, tocando el borde de la tela.
—Yo sí lo estoy. —Se acercó un poco, ajustando el cuello de la camisa con delicadeza, como si temiera lastimarme. Sus manos eran suaves, y por un instante sentí algo extraño: calma. Una calma que venía de su simple contacto.
—Mamá… —la palabra salió de mi boca sin pensar.
Ella me miró sorprendida. Se quedó quieta, los ojos brillándole como si esa simple palabra le hubiera atravesado el pecho.
—¿Puedes repetirlo? —dijo en un susurro, casi temblando.
La garganta se me cerró. No sabía si quería o podía repetirlo. Me giré un poco hacia el espejo, evitando sus ojos.
—No sé si estoy listo.
Su mano se posó en mi hombro.
—No importa si lo dices o no —respondió, con la voz quebrada pero firme—. Solo el hecho de que lo hayas pensado… para mí ya es suficiente.
Silencio. El tipo de silencio que pesa pero no duele.
Me miré una vez más en el espejo. No era la camisa lo que cambiaba cómo me veía, sino esa mujer parada detrás de mí, esperando con paciencia una palabra, una señal, lo que fuera.
—Tal vez… me la quede —dije finalmente, tocando la tela.
Ella rió suavemente, limpiándose una lágrima disimulada con la mano.
—Eso pensé.
Salí del probador justo cuando Alan apareció con dos playeras en las manos, de esas normales, de tela ligera.
—Pruébate estas —me dijo, ofreciéndomelas como si fueran la solución a todo.
Las miré. El simple corte de las mangas me hizo apretar los dientes.
—No.
Él arqueó una ceja.
—¿No? ¿Por qué?
Me crucé de brazos, bajando un poco la mirada.
—Solo manga larga.
Alan me observó un segundo más de lo necesario, como si hubiera entendido algo. Sus ojos bajaron a mis antebrazos, y yo me los cubrí instintivamente con la palma de la mano, como si ese gesto pudiera ocultar lo que ya estaba más que grabado en mi piel. Cicatrices, quemaduras… historias que jamás iba a querer contar.
Alan soltó un respiro y asintió despacio.
—Está bien, como quieras. —Dejó las playeras a un lado, sin insistir. Agradecí en silencio esa decisión.
Mamá se acercó entonces, cargando un par de bolsas en una mano.
—Bueno, creo que con la ropa ya terminamos —dijo con una sonrisa cansada, aunque aún radiante. Luego bajó la mirada hacia mis pies, enfundados en las botas pesadas de siempre—. Ahora falta el calzado.
—¿Calzado? —pregunté, ladeando la cabeza.
—Sí. —Su tono fue casi maternal, pero con un toque de broma—. Siempre te veo con esas botas. Imagino que ya estás acostumbrado, pero… me gustaría que tuvieras algo más ligero, más cómodo. No puedes vivir siempre como si fueras a marchar.
Bajé la vista a mis botas. Llevaban conmigo mucho tiempo, tal vez demasiado. Eran parte de mí, del suelo que pisaba.
—No estoy acostumbrado a estar descalzo tampoco —admití, encogiéndome de hombros.
Ella rió suavemente, como si esa confesión fuera más tierna que triste.
—No te preocupes, no vas a estar descalzo. Vamos a buscarte unos tenis. O algo que te dé descanso a los pies.
Alan me dio un golpecito en el hombro.
—Créeme, te va a gustar. Vas a sentir que caminas sobre nubes comparado con esas botas.
Suspiré, resignado. No era tan difícil complacerlos en cosas pequeñas como esa.
—Está bien. Veamos qué encuentro.
Mamá me miró con un brillo especial en los ojos, como si aceptar un par de zapatos fuera una victoria enorme.
Entramos a la zapatería y el olor a cuero nuevo me golpeó de inmediato. Me puse detrás de mamá mientras ella miraba los estantes, y Alan ya estaba revisando un par de tenis ligeros que habían colocado en la sección de "nuevas colecciones".
—Pruébate estos primero —dijo Alan, sosteniéndolos frente a mí.
Tomé un par con cautela. Eran suaves, flexibles, mucho más ligeros que mis botas habituales, pero la sensación de cambio me incomodaba.
—No sé… —murmuré, pasando la lengua por mis labios mientras los miraba—. No me acostumbro a esto.
Cristina y Gabriela, que estaban sentadas un par de metros más allá mirando otros modelos de calzado para ellas, se acercaron. Gabriela me miró con ojos brillantes:
—Solo pruébatelos, Réen. Tal vez te guste.
Cristina asintió:
—Sí, y si no te gusta, siempre puedes volver a tus botas.
Respiré hondo y me arrodillé para ponerme los tenis. Sentí cómo mis pies se adaptaban lentamente al calzado ligero. Fue extraño. Había casi una sensación de libertad, como si mis pies pudieran moverse sin la constante presión de la bota.
Mamá se acercó y me observó cuidadosamente:
—Se ven bien. Y no solo se ven bien, se ve que te sientes más cómodo, ¿verdad?
—Tal vez —dije, un poco sorprendido de mi propia sensación.
Alan, con una sonrisa, señaló:
—Lo ves, hasta tus pies te están agradeciendo por el cambio.
Cristina se acercó y tocó suavemente la parte superior de los tenis:
—Se ven como si pudieras correr y saltar sin problema. ¿No es genial?
Gabriela me tomó la mano y dijo en tono juguetón:
—¡Ahora podemos correr más rápido en el parque!
Suspiré, un poco divertido por su entusiasmo, y sentí una punzada rara en el pecho. No estaba acostumbrado a este tipo de cercanía o afecto espontáneo, pero de algún modo, era… cálido.
Mamá me tomó del brazo nuevamente mientras me levantaba:
—Bien, esos son los elegidos. Vamos a la caja. —Me guiaba con cuidado, como si estuviera asegurándose de que realmente me sintiera cómodo con la elección.
Alan añadió mientras caminábamos:
—Y no te preocupes, si mañana quieres cambiar, podemos buscar otro par. No es como si fueras a quedarte solo con esto para siempre.
Sonreí levemente. Por primera vez en mucho tiempo, sentir que alguien realmente pensaba en mi comodidad física y emocional no me molestaba.
**
Entré a la barbería y de inmediato me topé con un aroma a champú, gel y algo más dulce que no pude identificar del todo. Mi mirada se fue hacia adelante y me sorprendí al ver a Violet detrás de una silla, cortándole el cabello a una mujer.
—¡Réen! —exclamó, levantando la vista y acercándose rápidamente—. No esperaba verlos aquí hoy.
Alan se acercó a ella, dándole un beso en la mejilla y dijo:
—Venimos a cortar todo ese cabello que tiene. Ya no hay vuelta atrás.
Violet me miró de pies a cabeza, con una sonrisa divertida y dijo:
—Sí, ya me lo imaginaba. Tenía la sensación de que iba a suceder.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, sorprendido de verla en persona y no solo por su relación con Alan.
—Yo soy la dueña de esta barbería, y también soy estilista —dijo, inclinándose un poco para asegurarse de que entendiera—. Con eso en mente, no te preocupes, sé cómo manejar un cabello largo y complicado como el tuyo.
Me señaló la silla giratoria y agregó:
—Siéntate, y haré la magia.
Miré a mamá, un poco indeciso, y Violet me preguntó:
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
Antes de que pudiera responder, mamá intervino:
—Algo limpio, un cambio total. Haz que se vea muy diferente.
Asentí levemente, dejando que fuera ella quien decidiera. Violet me colocó la manta sobre los hombros y comenzó a ajustarla:
—Perfecto. Confía en mí. Te voy a hacer ver muy distinto, pero de una manera que realmente te favorezca.
Mientras Violet comenzaba a trabajar, mamá y papá se acomodaron a un costado, observando con una mezcla de curiosidad y expectativa, y Alan se quedó atrás de mí, vigilando que todo estuviera en orden.
El sonido de las tijeras cortando el cabello fue relajante y extraño a la vez. Con cada mechón que caía, sentí que algo pesado se liberaba de mí, como si llevara años cargando no solo pelo, sino también recuerdos y emociones reprimidas.
—Vaya, —dijo Violet con una sonrisa mientras retiraba otro mechón—, tienes un cabello increíblemente sano, considerando todo. Esto va a hacer que luzcas totalmente diferente, pero sigue siendo tú.
Asentí, mirando mi reflejo parcial en el espejo, y por primera vez en mucho tiempo, sentí una especie de emoción extraña.