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Chapter 13 - Capítulo 12

GUILLERMO.

El entrenamiento quedó cancelado de inmediato. La noticia del soldado herido se propagó entre los equipos como un relámpago; nadie volvió a disparar, nadie volvió a hacer ejercicios. Todos los equipos que habían estado descansando o preparándose para las próximas simulaciones fueron movilizados para asegurar la zona.

—Tenemos que revisar todo alrededor del río —ordenó el mayor, su voz grave— Si hay un soldado herido, podría haber más. No sabemos si esto fue un accidente o si hubo algún tipo de enfrentamiento.

Un grupo se dividió para buscar rastros de combate, cadáveres o cualquier indicio de conflicto. Algunos subieron por las orillas del río, otros revisaron los alrededores de la cascada y las pequeñas cascadas que habíamos pasado antes. El barro, las piedras resbaladizas y la corriente hicieron la búsqueda difícil, pero no dejaron nada al azar.

Mientras tanto, los médicos que habían logrado mantenerlo con vida improvisaban manteniendo la temperatura y controlando el pulso. Cada minuto era crítico, cada respiración del soldado contaba.

—¡Está estable! —gritó uno, revisando la frecuencia cardíaca— Apenas respirando, pero su pulso se mantiene constante.

—Sigan así, necesitamos mantenerlo con vida hasta la base —ordenó otro, ajustando las mantas térmicas y administrando oxígeno portátil— Nada de movimientos bruscos, cada impacto podría ser fatal.

Pasó cerca de una hora antes de que el helicóptero pudiera aterrizar en un claro cercano. Con cuidado, el equipo médico colocó al soldado en la camilla del aparato, asegurándolo mientras los paramédicos preparados en la base ya estaban listos para recibirlo.

—¡Base, confirmado! —comunicó el teniente que había llamado antes— Paciente crítico trasladado, requiere atención inmediata.

El helicóptero despegó entre el murmullo de los demás soldados, algunos aún apuntando al bosque mientras aseguraban la zona.

Yo me quedé allí, observando cómo se alejaba. Por la radio llegaban los informes de que todo estaba asegurado, que no encontraron rastros de conflicto, que el río estaba despejado. Pero nadie sabía de dónde había salido ese soldado, ni qué había pasado antes de que cayera al agua.

—Nunca he visto algo así —dijo uno de los soldados que regresaba— Todo estaba intacto excepto él. Ninguna señal de enfrentamiento, pero el hombre estaba lleno de heridas.

—Es como si hubiera sobrevivido a un infierno y aparecido aquí de la nada —añadió otro.

Después de eso, no supe nada más. Todo quedó en manos del equipo médico de la base, y nosotros regresamos a la carpa principal. El entrenamiento, los simulacros, los planes de la semana, todo quedó suspendido. La presencia de ese soldado cambió completamente el rumbo de lo que iba a ser una semana rutinaria de ejercicios.

Me quedé allí, frente a la gran ventana de la unidad de cuidados intensivos, viendo al soldado misterioso acostado en la camilla. Apenas podía mover un músculo, sus brazos estaban completamente vendados, intravenosas conectadas a ambos brazos. Una máscara de oxígeno cubría su rostro, las gasas en la cabeza y la frente apenas dejaban ver su cabello mojado y pegado a la piel. Cada respiración parecía un esfuerzo titánico, y yo no podía evitar contener el aliento cada vez que su pecho se elevaba apenas un poco.

El doctor encargado, un tipo de mediana edad, con expresión grave pero serena, se acercó a mí mientras revisaba las imágenes en una tablet.

—Guillermo, su condición es… delicada —dijo, sin levantar la mirada de los registros— Ha sobrevivido a algo que pocos podrían. El tiempo en el agua le provocó hipotermia extrema, y muchas de sus heridas eran críticas. Hemorragias internas, fracturas mal consolidadas, varias heridas de bala y quemaduras…

—¿Cuántas heridas de bala? —pregunté, aunque temía la respuesta.

—Demasiadas como para contarlas de memoria —respondió el médico, suspirando— Retiramos varias durante la cirugía, pero hay daños que probablemente nunca se curarán completamente. Los huesos de las costillas están mal soldados, algunas vértebras y extremidades podrían darle problemas por el resto de su vida.

—Entonces… ¿está realmente vivo? —dije, con un hilo de incredulidad en la voz.

—Sí —dijo con firmeza— Está vivo. Eso ya es un milagro. Todos los protocolos médicos decían que no debía haber sobrevivido. Su sistema respiratorio estuvo a punto de colapsar varias veces, y el daño interno es extensísimo. Hemos logrado estabilizarlo, pero podría entrar en coma profundo. Podría ser indefinido. O despertar en horas. O días. Nadie puede predecirlo.

Me incliné un poco hacia la ventana, viendo su rostro bajo las gasas. Apenas podía distinguir sus rasgos, pero había algo… familiar, aunque no lo entendía aún.

—¿Puedo verlo más de cerca? —pregunté.

—No, no aún —dijo, con un gesto firme pero comprensivo— Por ahora es mejor que solo observes. Cada movimiento de su cuerpo podría comprometer la recuperación. Cualquier contacto físico o estrés podría complicar la situación.

Asentí, retrocediendo un poco.

—¿Y las fracturas? —pregunté de nuevo, intentando procesar la magnitud— ¿Se podrán recuperar completamente?

—No completamente —respondió— Muchas se consolidaron mal debido a los retrasos en la atención inicial. Algunas tendrán que ser tratadas con fisioterapia intensa, otras tal vez necesiten cirugías correctivas en el futuro. Pero por ahora, nuestro objetivo es mantenerlo con vida y asegurarnos de que pueda respirar y alimentarse sin complicaciones.

—¿Y las cicatrices, los cortes profundos y las quemaduras? —pregunté, incapaz de apartar la vista de él.

—La piel ya está estabilizada —dijo— Retiramos las heridas profundas y limpiamos todo, pero tendrá cicatrices visibles, además de daños internos que solo con tiempo podremos evaluar. Este soldado ha sobrevivido a un infierno literal. No entiendo cómo sigue vivo, Guillermo. Es… impresionante.

Me incliné un poco más, observando cada respiración, cada movimiento mínimo de sus manos y pies vendados.

—Parece que nada pudo matarlo —dije en un susurro, más para mí que para él.

—Eso no es una exageración —respondió el médico— Su resistencia física y mental son extraordinarias. Si logra despertar, y estoy hablando de cuando despierte, será una persona marcada, pero viva. Vive por puro instinto, fuerza de voluntad y… suerte. Mucha suerte.

Me quedé un largo rato ahí, en silencio, observando cómo cada respiración era un triunfo. No podía apartar la mirada, hasta que cerré los ojos con fuerza.

Cuando abrí los ojos de nuevo, me encontré de nuevo en el departamento. La luz entraba tenue por la ventana, y el sonido de la televisión llenaba la sala. Réen estaba en algún lugar del espacio abierto, haciendo abdominales, la frente perlada de sudor, concentrado en su rutina.

—Los canales americanos son entretenidos —dije, señalando la pantalla— Nada que ver con los de Noruega.

Réen, todavía en el suelo, respirando con esfuerzo entre cada repetición, ladeó la cabeza apenas y respondió con voz entrecortada:

—No sabría decirlo… No es lo mío distraerme con esas cosas.

Suspiré y me dejé caer en el sillón, acomodándome mejor, con las piernas cruzadas. Miré a Réen mientras terminaba otra serie de abdominales y dije:

—Está bien… entonces te mostraré varias películas. Seguro hay alguna que te entretenga.

Réen se detuvo de golpe, con la respiración aún agitada, y me miró, con ese gesto suyo que podía ser indiferente y desafiante a la vez.

—Haz lo que quieras —dijo, encogiéndose de hombros y volviendo a recostarse un poco.

Sonreí por dentro, sabiendo que ese era su "sí, pero no" habitual. Era un comienzo lento, casi mínimo, pero era algo. Y por ahora, eso era suficiente.

—He estado recordando —dije, tratando de romper el silencio que se había asentado mientras Réen se recostaba un poco después de sus abdominales.

Réen levantó la vista y frunció el ceño, con esa mezcla de curiosidad y desdén que a veces mostraba:

—¿Recordando qué cosa?

—Cuando te encontré —respondí con voz tranquila—, todo lo que pasó después…

Réen se detuvo, apoyando los brazos detrás de la cabeza y mirándome fijamente. Su tono era firme, casi cortante:

—Deja de pensar en eso… ya ha pasado más de un año desde que ocurrió.

Asentí, entendiendo que para él ese recuerdo seguía siendo un filo cortante.

—Y además… suficiente tengo con recordar cómo me interrogaron cuando desperté de ese coma de un mes —añadió, bajando un poco la mirada, con un dejo de cansancio—. Y, para ser sincero, me habría gustado decirles el nombre del lugar de donde venía antes de que me encontraras, pero no podía. Desertor o no, es mejor no meterse con ellos. Lo digo por conocimiento y experiencia.

Guardé silencio por un momento, dejando que sus palabras calaran. Luego intenté suavizar el ambiente:

—Entonces… ¿cómo te sientes ahora?

Réen suspiró y encogió los hombros, una ligera sonrisa dibujándose en su rostro.

—Bien… ya ha pasado una semana desde que me reencontré con mi familia… o mejor dicho, desde que los conocí. —Hizo una pausa y resopló— Maldición… aún me cuesta decirles "padres" a esas personas. Pero bueno, en fin…

—Sí… —dije, curioso— ¿Y cómo fue la reunión que mencionaste, con todos ellos?

—Querían hacer una reunión un poco más grande, con tíos y primos —explicó— Incluso la abuela Sara y el abuelo Francisco tienen hijos de sus actuales parejas, además de los hijos que tuvieron entre ellos. Siempre escuché que las parejas que se divorciaban se odiaban, pero verlos a todos conviviendo sin problemas… —soltó una risa suave, sacudiendo la cabeza— Me saca de onda. Eso significa que no hay guerra entre ellos.

—Eso es… bueno —comenté, intentando animarlo— Al menos sabes que no todos los conflictos familiares terminan mal.

Réen volvió a recostarse, observando el techo mientras sus dedos jugueteaban con la manga de su camisa:

—Sí… supongo que así es. Todo sigue siendo raro, pero… diferente. Menos hostil de lo que esperaba.

—Bueno, al menos algo positivo —dije, sonriendo un poco—. Y aún tienes tiempo para acostumbrarte.

—Sí —dijo, finalmente relajando un poco los hombros—. Aunque… todavía me sorprende ver cómo se llevan entre ellos, incluso las parejas de mis abuelos paternos. Nunca habría imaginado algo así.

Reí suavemente y asentí:

—Eso es lo que significa… que la familia puede ser fuerte sin pelear todo el tiempo. Y tú… tienes la oportunidad de conocerlo por ti mismo.

Réen me miró un instante, y luego volvió a girar la cabeza hacia el suelo, como si estuviera digiriendo cada palabra, con esa mezcla de cautela y curiosidad que lo definía.

—¿Crees que yo también podría… tener algo así? —me preguntó Réen, su voz bajando un poco, casi insegura, mientras acomodaba las manos sobre las rodillas.

Lo miré un momento, buscando las palabras adecuadas.

—¿A qué te refieres exactamente? —pregunté, suavemente.

—No sé… una familia, alguien con quien… compartir cosas —dijo, con un ligero encogimiento de hombros, evitando mirarme directamente—. Nunca lo tuve, nunca lo imaginé.

Asentí, comprendiendo el peso de su confesión.

—Bueno… —empecé con cuidado—, todo depende de si tú lo deseas. No es algo que simplemente aparezca. Se construye con tiempo, confianza y paciencia.

Réen suspiró, inclinando la cabeza hacia atrás y mirando el techo.

—No lo sé… —dijo, finalmente—. Nunca añoré tener una familia propia, o una novia, o algo así. Incluso con la gente con la que estuve… nunca tuve la opción de acercarme a alguien de esa manera. No porque fuera prohibido, sino porque nadie prestaba atención a eso.

—Entiendo —dije, con voz tranquila—. A veces no es que no podamos, sino que nunca nos enseñaron cómo. Nadie nos mostró que era posible.

—Exacto —asintió—. Todo lo que tenía era… lo que debía hacer para sobrevivir. Las emociones, los vínculos… nunca fueron prioridad. Siempre había algo más importante que yo, que ellos… o que cualquier otra cosa.

—Eso tiene sentido —respondí—. Pero ahora… tienes la oportunidad de descubrirlo por ti mismo. No tienes que apresurarte, ni obligarte. Solo empezar a sentir que está bien abrirse un poco.

Réen bajó la mirada, jugando con la esquina de su camiseta.

—Supongo… —dijo—. Pero no sé si quiero realmente. No sé si estoy listo para eso.

—Está bien —sonreí suavemente—. Nadie puede decidirlo por ti. Lo importante es que tú sepas que existe la posibilidad.

Réen me miró un instante, como si estuviera evaluando mis palabras, y luego volvió a suspirar, relajando un poco los hombros.

—Quizá… —murmuró— algún día lo vea de esa forma. Pero por ahora… solo estoy aprendiendo a estar bien con lo que tengo.

—Eso también es un buen comienzo —dije—. No hay necesidad de más.

Se recostó nuevamente, más cómodo, dejando que la conversación cayera en un silencio cómodo.

***

RÉEN.

Demasiada gente. Demasiado ruido. El eco de pasos, voces superpuestas, música de fondo, anuncios por altavoces. Todo se mezclaba en un murmullo constante que me golpeaba la cabeza como si fueran tambores.

Había accedido a venir porque me lo habían pedido —o más bien insistido—, pero apenas cruzamos la entrada del centro comercial sentí que había cometido un error. Los pasillos parecían ríos llenos de personas moviéndose en todas direcciones, cada una cargando bolsas, empujando carritos o riendo con alguien más. Todo ese movimiento era… desesperante.

—¿Estás bien? —la voz suave de mi madre llegó a mi oído. Iba a mi lado, con una mano rozando mi brazo como si quisiera asegurarse de que no desapareciera en la multitud.

Tragué saliva y asentí, aunque enseguida solté:

—No tanto… es algo incómodo.

Ella frunció el ceño con preocupación. Antes de que pudiera decir algo más, Alan intervino desde unos pasos atrás.

—¿Qué tan recluido del mundo estuviste como para que la gente te incomode? —preguntó, con tono más curioso que crítico.

No tuve que pensarlo demasiado.

—Ni siquiera estuve recluido —contesté, clavando la mirada en el piso brillante del centro comercial—. Simplemente… siempre evité lugares así.

Papá, que caminaba a nuestro otro lado, soltó una risa corta, casi indulgente.

—Con el tiempo se acostumbra uno. Quizás ahora lo sientas extraño, pero después hasta se te hará normal.

"Quizás", pensé. Aunque lo dudaba.

De repente Gabriela apareció delante de mí, girándose mientras caminaba hacia atrás con una sonrisa amplia.

—Déjate llevar, ya —me dijo, estirando las manos como si me invitara a soltar algo que estuviera cargando.

Cristina, que venía de su lado, rió y añadió con una chispa en los ojos:

—Sí, solo hay que dejarse llevar… y vaciar la cartera de mamá y papá. —Alzó la ceja, divertida—. Gabi y yo siempre lo hacemos cuando venimos aquí.

Ambas soltaron risitas mientras yo las observaba, sin saber si estaban hablando en serio o no. Probablemente sí. Ellas parecían disfrutar esto como si fuera un juego. Yo… no tanto.

Giré un poco el cuello, buscando por instinto la figura de Guillermo, mi sombra habitual, pero esta vez no estaba. No lo traje conmigo. Su excusa fue que debía dejarme pasar tiempo con mi familia sin tenerlo cerca. Quizás tenía razón. Quizás no. Pero ahora, entre esta multitud, me sentía más expuesto que nunca.

Respiré hondo, intentando controlar la incomodidad que me estaba trepando por la espalda.

El murmullo se volvió aún más fuerte cuando doblamos hacia uno de los pasillos amplios y entramos en una tienda de ropa. Era más iluminada que el resto del centro comercial, con paredes blancas y estantes repletos de prendas dobladas con precisión. El olor a tela nueva y perfume artificial flotaba en el aire.

No había tantos clientes dentro, pero para mí seguía siendo demasiado. Mamá se adelantó de inmediato, como si llevarme hasta ahí le hubiera devuelto energía.

—Mira, Réen, aquí podemos empezar —dijo, señalando un perchero lleno de camisas.

Alan soltó un bufido divertido.

—Prepárate, hermano. Aquí mamá se transforma en general en campaña de compras.

—Alan… —lo regañó ella, aunque sin dureza.

—Es verdad, mamá —intervino Gabriela, sacando una camiseta colorida de la estantería—. Cuando nos trae aquí, salimos cargadas como mulas.

Cristina tomó la camiseta de las manos de su hermana y la puso contra mi pecho.

—Esta se vería bien en ti. ¿Qué dices?

Me quedé mirando la tela, sin saber cómo reaccionar. No era fea, pero… no entendía por qué alguien se detenía tanto en pensar en algo que simplemente se usa para cubrirse.

—No lo sé —dije al fin.

Papá, que había estado observando en silencio, soltó una carcajada baja.

—Vas a tener que acostumbrarte a que aquí todo se convierte en un debate: qué ponerse, cómo ponerse, cuándo ponerse.

Mamá me lanzó una mirada seria, pero sus labios dibujaban una sonrisa.

—Tu padre no entiende nada de estilo, no le hagas caso. —Luego tomó la camiseta de Cristina y la dobló con cuidado—. Aunque no estoy segura de que este color te favorezca.

—¿Qué color le favorece entonces? —preguntó Gabriela, ya escarbando en otro perchero.

Mamá me miró de arriba abajo, como evaluando.

—Tonos oscuros. Azul marino, negro, gris… tal vez verde oscuro.

—O sea, igual que lo que ya usa —murmuró Alan, cruzándose de brazos.

—Exacto —respondí, alzando una ceja.

—Pero hay diferencia entre parecer un espía fugitivo y vestirse con algo que te quede bien —añadió Cristina, medio en broma.

—¿Espía fugitivo? —pregunté, arqueando una ceja.

Gabriela se encogió de hombros.

—Es que siempre usas lo mismo, todo oscuro, todo serio. Pareces de esos personajes que caminan por la calle y la gente ni se atreve a mirarlos.

—Eso no suena tan malo —contesté, sin dejar de observar los estantes.

Alan se echó a reír.

—No, no es malo. Pero ahora eres parte de esto. Y aquí todos vamos a querer verte con algo que no dé miedo a los vecinos.

Mamá asintió con suavidad.

—No queremos cambiarte, Réen. Solo que tengas opciones. —Me entregó otra camisa, de un azul muy oscuro—. Pruébatela, por favor.

Miré la prenda, luego a ella. Sus ojos tenían ese brillo insistente que me dejaba sin espacio para rechazarla. Suspiré.

—Está bien.

Me señaló los probadores al fondo. Gabriela y Cristina prácticamente me empujaron hasta allá.

—Vamos, vamos, hermano —dijo Gabriela con entusiasmo—. Y si no te gusta cómo te queda, siempre puedes culparnos.

—Eso ya lo planeaba —respondí con ironía.

Entré en el probador, cerrando la cortina tras de mí. El espejo frente a mí devolvió una imagen que todavía me costaba reconocer como mía: el cabello suelto cayendo sobre los hombros, la piel marcada por cicatrices que asomaban en los bordes de la manga larga, los ojos cansados. Me probé la camisa. Ajustaba bien, era cómoda, aunque me parecía innecesaria la idea de cambiar lo que ya funcionaba.

Salí del probador y de inmediato sentí las miradas de todos sobre mí.

—¡Oh! —exclamó Cristina, juntando las manos—. Te queda genial.

Gabriela sonrió ampliamente.

—¿Ves? Si hasta pareces más alto.

—No exageren —murmuré.

Papá asintió con aprobación.

—La verdad, hijo, sí. Te queda bien.

Mamá, con los brazos cruzados, parecía la más satisfecha de todos.

—Lo sabía. Ese color resalta tu mirada.

Alan me palmeó el hombro.

—Bueno, ya dimos el primer paso. Ahora falta que llenemos un clóset entero.

—¿Un clóset entero? —repetí, arqueando las cejas.

Gabriela sonrió de manera traviesa.

—Prepárate, porque apenas empezamos.

Sentí un nudo en el estómago, mezcla de incomodidad y resignación. No entendía cómo algo tan simple como ropa podía generar tanta emoción. Pero al verlos tan animados, tan unidos, no pude evitar quedarme en silencio, dejándolos hacer.

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