GUILLERMO.
Nunca me voy a olvidar de aquel despliegue en Siberia. No era combate real, pero lo parecía. Allá arriba, el helicóptero rugía contra el viento, y yo sentía esa vibración en el pecho, en los huesos. El aire helado se colaba por la visera del casco, y aún así agradecí que no fuera pleno invierno; podíamos soportar cruzar los arroyos sin que se nos congelara la piel en segundos.
El sargento mayor nos dio la señal con el pulgar hacia abajo. Era nuestro turno. La soga cayó al vacío y el primero de mi equipo descendió, con la precisión que se espera de fuerzas especiales. Yo iba detrás, manos firmes, rodillas flexionadas para recibir el impacto. Apenas toqué tierra, la rutina se activó en automático: fusil hacia arriba, luego hacia los costados, asegurando cada ángulo.
Los primeros objetivos estaban bien ocultos en el follaje. Disparamos y los colores nos juzgaron de inmediato: verde si dábamos en el blanco, rojo si fallábamos. Una bandera roja me irritó; mi compañero había errado, y en la vida real ese error habría significado una bala en la cabeza. Pero esto era un entrenamiento. El error servía. El error se corregía.
Avanzamos en formación, esquivando troncos, escalando rocas húmedas, cruzando un arroyo que me empapó las botas hasta el tobillo. Respiré hondo. El olor a tierra mojada, a musgo, a corteza húmeda… era una mezcla que solo en lugares como Siberia podías encontrar.
Más adelante, nuevas ráfagas. Los objetivos saltaban al descubierto, simulando movimiento. Esta vez fueron más banderas verdes. Estábamos entrando en ritmo. Y lo necesitábamos: nuestro destino era una de esas edificaciones en ruinas que habían servido de campo de entrenamiento por décadas. Muros despedazados, ventanas sin vidrio, la silueta de lo que alguna vez fue un lugar habitado.
Allí dentro, según los informes, había otro grupo jugando el rol de "enemigo". Lo sabíamos gracias a nuestros ojos en el cielo. El técnico desplegó el dron, y yo vi la pantalla iluminada con las manchas térmicas. Varias. En movimiento. Algunas quietas, apostadas en ventanas. Eran más de los que pensábamos.
—Seis en el primer piso, cuatro en el segundo —informó el técnico, con calma, como si no estuviera describiendo un infierno contenido entre paredes rotas.
El líder de escuadra nos hizo una seña rápida. Nos separaríamos. Dos equipos. Uno de distracción, otro de asalto. Yo estaba en el de asalto. El corazón me bombeaba sangre como si fuera combate real. Y lo era, al menos en lo psicológico. Uno no sobrevive en lugares como este si se permite pensar que es "solo entrenamiento".
Me acomodé contra la pared húmeda del edificio. El fusil frío contra la mejilla. El casco vibrando con mi respiración pesada. Un par de segundos de silencio. Y entonces, la orden.
Entramos en el edificio como si fuera una zona caliente de verdad. El aire estaba cargado de polvo, el suelo húmedo crujía bajo las botas. Los muros ruinosos parecían dispuestos a derrumbarse sobre nosotros en cualquier momento. El primero de la fila —Erik, siempre impaciente— rompió la puerta con una patada y entramos en formación de rombo, apuntando a cada ángulo ciego.
El silencio duró menos de dos segundos.
Un estallido sordo, una granada de humo.
Todo el pasillo se cubrió de gris.
Automáticamente, bajé el cuerpo, la culata del fusil contra el hombro, los ojos escaneando las siluetas. Y entonces, el primer "enemigo" apareció desde el lateral: un soldado con chaleco pintado de rojo. Disparó balas de fogueo, el sonido retumbó como un trueno en el espacio cerrado. Erik cayó de espaldas, con el chaleco encendido en rojo por el sensor de impacto. Baja confirmada.
—¡Uno menos! —gruñí entre dientes, avanzando sobre la esquina. Disparé tres veces. Dos banderas verdes se levantaron desde el fondo del pasillo. Había dado en el blanco.
Nos reorganizamos rápido. Johan se encargó de revisar la escalera de emergencia que llevaba al segundo piso. Subió un par de escalones y de repente escuchamos un clic metálico.
—¡Trampa! —grité.
La madera bajo sus pies colapsó con un estruendo. No era real, claro, habían instalado un piso falso para probar reflejos. Johan se salvó de milagro, colgado de la baranda con una sola mano mientras maldecía en noruego. Tiré de él hacia arriba con todas mis fuerzas y lo reincorporé al equipo. Habíamos perdido tiempo valioso.
El enemigo no lo desaprovechó. Desde el pasillo lateral, otro grupo nos emboscó. Balas de fogueo volaban tan cerca que sentí el impacto contra el casco y el pecho. Me lancé al suelo, rodé, disparé tres veces desde la posición baja. Otra bandera verde, otra roja. Maldita sea.
—¡A la izquierda, cúbreme! —ordené a Lars.
Lars corrió, pero en medio del humo otra granada estalló, esta vez de estruendo. El zumbido me perforó los oídos. Sentí cómo la vibración me apagaba el mundo por unos segundos, la visión empañada. Me forcé a seguir disparando aunque apenas escuchaba mi respiración.
Avanzamos metro a metro, limpiando habitaciones, golpeando puertas, usando señales con las manos porque ya no confiábamos en el oído. El técnico, desde atrás, gritaba posiciones mientras su tablet mostraba manchas térmicas moviéndose en el piso superior.
—¡Quedan tres arriba! ¡Dos móviles, uno fijo!
Subimos por la escalera principal. Cada escalón era un disparo al corazón. El sudor me bajaba por la espalda a pesar del frío. Llegamos al segundo piso y… otra trampa. Una cuerda invisible a simple vista, tensada a la altura de la espinilla. Erik, que había vuelto al juego después de reinsertarse, no la vio. Cayó de bruces y automáticamente un sensor en el techo liberó otra descarga de balas de pintura.
—¡Impacto! —gritó la voz metálica de un instructor escondido. Otra baja.
No había tiempo para lamentarse. Me lancé sobre la última puerta, abrí con el hombro y entré primero. Una silueta se movió al fondo, apuntándome. Disparé antes de pensarlo. Dos impactos verdes. El "enemigo" cayó de espaldas, levantando las manos en rendición simulada.
Pensé que lo habíamos logrado, que el edificio estaba limpio. Y entonces, un altavoz chilló en algún rincón de las ruinas:
—¡Alto! ¡Detengan el ejercicio!
El estruendo del megáfono cortó el aire como una cuchilla. Nos quedamos congelados, respirando fuerte, las armas todavía en alto. La voz continuó, fría, sin emoción:
—Tiempo límite alcanzado. Fallaron. Se demoraron tres minutos más de lo estipulado. El objetivo no fue asegurado.
Me apreté la mandíbula, el sudor escurriendo por la frente. Todo ese esfuerzo, toda la adrenalina, para que al final la misión fuera un fracaso en los papeles. Miré a mi alrededor: tres de los nuestros habían quedado "fuera de combate". El resto estábamos exhaustos, cubiertos de pintura, con los nervios tensos al máximo.
Así eran los entrenamientos. Crueles. Precisos. Una lección grabada a fuego: no importa cuánto te acerques, si llegas tarde, fracasas. Y en el terreno real, fracasar significaba morir.
Respiré hondo. No era la primera vez que nos hacían morder el polvo.
Uno de los soldados que había estado disfrazado como "enemigo" se acercó mientras guardaba su rifle de fogueo. Me dio un par de golpes en el hombro con fuerza fraternal y una media sonrisa.
—Tres minutos, Hagen. Solo tres malditos minutos. Siempre hay margen de mejora.
Asentí, secándome el sudor de la frente con la manga. —Lo sé. Pero margen de mejora o no, si esto hubiera sido real, tres minutos nos habrían costado vidas. —Le devolví la mirada fija, con ese nudo en el estómago que nunca se iba del todo.
El soldado rio, dándome otra palmada. —Y mientras no lo sea, lo único que pierdes es el honor… y los tragos de la próxima ronda.
Un gruñido colectivo salió de mi equipo, seguido de risas y silbidos. Johan levantó el puño desde las escaleras. —¡Bien dicho! ¡Que pague el sargento por habernos hecho perder!
—La próxima vez —respondí con una media sonrisa— me aseguraré de que seas tú quien limpie el suelo con la cara y nos arrastre otros cinco minutos tarde.
Las carcajadas resonaron en los pasillos en ruinas, todavía llenos de humo y olor a pólvora de fogueo.
De pronto, la voz volvió a sonar en el megáfono, áspera, burlona:
—En dos horas vendrá el siguiente equipo. Reabastezcan, limpien sus armas y descansen lo que puedan… antes de humillar a otro equipo.
Esa última frase arrancó otra ronda de risas, incluso de los "enemigos" que ahora bajaban las escaleras con nosotros, quitándose las máscaras y chalecos marcados con pintura.
—¡Humillar! —repitió Lars entre carcajadas, dándome un codazo mientras descendíamos—. Me pregunto si ellos alguna vez lo hacen mejor o solo disfrutan viéndonos arrastrarnos como perros mojados.
—No importa —dije, ajustando la correa del rifle al hombro—. Esto es parte del juego. Nos preparan para fallar aquí, para que no lo hagamos allá afuera.
Mis palabras apagaron un poco las sonrisas. Todos lo sabíamos. Podías reír y bromear todo lo que quisieras, pero en el fondo, cada entrenamiento llevaba ese peso de verdad: no había margen para fallar en terreno real.
Salimos del edificio en ruinas y nos dirigimos hacia las carpas camufladas que habían montado para reabastecer y descansar. La nieve crujía bajo nuestras botas mientras los respiraderos de las carpas dejaban escapar vapor caliente. Dentro, había un bullicio constante: equipos de antes ya estaban lavando armas, ajustando chalecos y revisando munición. Algunos tenían manchas de pintura roja de los simulacros anteriores; otros simplemente reían mientras contaban sus "bajas" y errores.
Mientras acomodábamos nuestro equipo, el teniente Rask se acercó a mí con su usual sonrisa rígida.
—Hagen —dijo, extendiendo la mano—. Buen trabajo. Ustedes fueron precisos y rápidos, aunque perdieron por unos minutos. El otro equipo falló por dos minutos. El castigo no será nada bonito.
—Al menos pagaremos los tragos —respondí, con una leve sonrisa—. Y no tendré que limpiar, así que puedo vivir con eso.
Rask rio, pero antes de que pudiera decir algo más, el teniente Holm apareció por el costado, saludando con la cabeza.
—Escuché que pronto nos van a obligar a disparar balas reales en el próximo entrenamiento para "hacerlo más entretenido" —comentó con un tono medio burlón, medio amenazante.
—Ni lo digas —intervine, girándome hacia Holm—. Si se enteran los mayores o, peor, los coroneles, lo harán. Y sabes cómo son esos dos… dos sadistas que disfrutan vernos sangrar de verdad.
Holm rio, levantando las cejas. —Sí, y no hay forma de que los convenzas de lo contrario. Solo queda sobrevivir y reírnos en el camino.
Nos acomodamos en la carpa, colocando las mochilas y revisando las armas. Las risas y comentarios de los demás equipos se mezclaban con el frío del exterior. Sabíamos que cada segundo de descanso era solo temporal; pronto volveríamos al campo, más duros y atentos, porque el entrenamiento no perdonaba errores.
Luego vimos al mayor entrar y aclararse la garganta, haciendo que todos los equipos se callaran un instante en la carpa, mientras nos miraba con esa mezcla de severidad y un dejo de orgullo que siempre lo acompañaba.
—Como saben —comenzó—, hoy tenemos cinco equipos en este entrenamiento, y sólo faltan dos más. Por lo tanto, los cinco equipos que ya están aquí, junto con el resto de los soldados que nos apoyan, pasarán la semana entrenando en distintas áreas y simulacros.
Un murmullo de aprobación mezclado con resignación recorrió la carpa; todos sabíamos que eso significaba mucho trabajo, pocas horas de descanso y la rutina de siempre.
—Ahora, sé que están hartos de la comida de siempre —continuó, alzando una ceja—. Así que algunos de ustedes pueden ir al río, ver si consiguen algo de pesca y cambiar un poco la dieta. Nada como un pescado fresco para variar.
Risas y comentarios comenzaron a brotar entre los equipos. Uno de los tenientes, Holm, se acercó a nosotros y dijo con un tono burlón:
—Entrenamiento o no, será un descanso, y no hay nada mejor que gritar cuando no agarres nada.
—Exacto —añadió Rask—. Aunque no se confundan, lleven sus armas y algo de munición. Nunca se sabe qué puede salir en el río.
Un soldado levantó la mano, curioso:
—¿Y cómo vamos a pescar sin equipo?
El mayor nos miró con esa sonrisa que rara vez se veía, como si ya hubiera previsto la pregunta.
—Porque, como sabía que este entrenamiento sería de una semana, pedí al coronel unas cañas de pescar —dijo mientras señalaba discretamente unas bolsas a un lado—. Ya saben cómo es el coronel: le encanta el pescado. Hoy, gracias a él, podrán comer algo diferente.
—¿Y cómo sabe que habrá buena pesca? —preguntó uno de los reclutas, con una sonrisa incrédula.
—Solo Dios lo sabe —respondió el mayor con una risa ronca—, pero confío en su instinto. Después de todo, si el coronel dice que habrá buena pesca, habrá buena pesca.
Risas, murmuraciones y un ligero entusiasmo comenzaron a recorrer a los soldados. Algunos ya comenzaban a preparar sus mochilas, revisando munición y equipo de pesca improvisado, mientras otros se dirigían hacia las salidas para estirar las piernas y respirar un poco de aire frío antes de acercarse al río.
—Vamos —dijo Holm, levantando la voz para que todos lo escucharan—. No se olviden: el río no es solo para pescar, también para observar y aprender. Estén atentos.
Y así, entre risas, bromas y el ligero murmullo del viento que se colaba por las carpas, comenzamos a movernos hacia el río, todos con la adrenalina del entrenamiento aún corriendo por nuestras venas, pero con un pequeño respiro ante la idea de poder pescar, aunque fuera solo por unas horas.
Nos adentramos entre los árboles, y el sonido de la cascada nos acompañaba como un tambor constante, mezclado con el crujir de ramas y hojas bajo nuestras botas. La nieve que aún quedaba en el bosque resbalaba en los charcos y pequeños arroyos, creando un murmullo helado que contrastaba con el rugido del agua que caía unos metros más abajo.
A nuestra izquierda, una gran cascada rugía con fuerza, lanzando vapor y rocío al aire frío. Más allá, pequeñas cascadas se formaban en distintos niveles, y el agua corría rápida, cristalina y peligrosa. Me quité la mochila y el chaleco, dejándolos en un tronco cercano, y revisé que mi arma estuviera a mi lado, lista por si acaso, aunque sabía que hoy no habría enemigos, solo la prueba de nuestra paciencia y coordinación.
—Aquí podemos estar un rato —dije en voz baja, mientras los demás asentían—. No está mal para relajarse un poco, aunque este frío corta hasta los huesos.
Sacamos las cañas de pesca, armándolas cuidadosamente, y colocamos la carnada con precisión. Algunos miraban el río con atención, señalando dónde el agua parecía formar remolinos y burbujas, indicios de que los peces estaban allí.
—Miren eso —dijo uno de mis compañeros, señalando un charco profundo—. Si alguien no saca algo aquí, va a ser pura mala suerte. Hay más peces de los que creí.
Sentado en la nieve mezclada con hojas, sentí cómo el frío se filtraba por la ropa, pero era soportable si me concentraba en el sonido del agua y en la expectativa de la pesca. Armamos nuestras cañas, ajustamos los hilos y, con movimientos precisos, lanzamos la carnada.
—Vamos a ver quién saca el primer pescado —dijo Holm con una sonrisa torcida, mientras los demás asentían y se preparaban.
Yo miré a mi alrededor: los árboles, el río, la nieve, y un pensamiento me cruzó: en todo este tiempo de entrenamientos, explosiones y misiones imposibles, esto era casi un lujo. Solo nosotros, el bosque y el río, y la posibilidad de que algo tan simple como pescar pudiera ser un reto, una distracción de la guerra constante que llevaba dentro.
Algunos ya habían atrapado pequeños peces, y sus carcajadas y gritos resonaban entre las paredes naturales del bosque. Miré de nuevo el río y, por un instante, un pensamiento fugaz cruzó mi mente: "Aquí podría quedarse uno para siempre, si la vida fuera tan simple."
Pero sabía que eso era imposible. La misión, el entrenamiento, la responsabilidad… todo nos seguiría. Así que me concentré en la línea, el río y en el primer pez que picara.
**
—¿Qué fue eso? —murmuró el teniente Holm detrás de mí, señalando hacia la caída de agua.
Giré la cabeza justo a tiempo para escuchar el golpe sordo del bulto al impactar con el agua. Por un segundo, solo vi espuma y burbujas, pero el ruido metálico de la caída y la forma extraña me hicieron detenerme. El corazón se me aceleró, y un instinto casi olvidado de años de entrenamiento me obligó a no bajar la guardia.
—No parece pescado —dije, sin quitar los ojos de donde cayó—. Voy a revisar.
Los demás solo asintieron, algunos encogiendo los hombros, como si fuera una de esas cosas que pasan en el bosque y que usualmente no son importantes. Pero yo sabía que "no importante" raramente significaba eso en nuestro mundo.
Caminé por la orilla, con cuidado de no resbalar, saltando de roca en roca y manteniendo la puntería lista. Cada paso hacía crujir la tierra mojada y las hojas, y el sonido del agua cubría la mayoría de mis movimientos, pero no mi tensión. Miraba a la cascada y al río, buscando cualquier señal de movimiento. Nada parecía fuera de lo normal hasta que lo vi: algo surgía del agua lentamente, apenas rompiendo la superficie.
—¿Qué demonios…? —susurré para mí mismo, agachándome un poco para no perder la línea visual.
La bruma de la cascada mezclada con la velocidad de la corriente dificultaba mi visión; no podía distinguir la forma con claridad. Mis ojos se entrecerraron y fruncí el ceño, tratando de enfocar, mientras daba pasos hacia atrás, siguiendo con cuidado ese bulto que se movía con una lentitud inquietante.
El frío del agua me alcanzaba hasta los tobillos, pero no podía detenerme. Cada paso era un cálculo: un resbalón podía enviarme directo al río, y la corriente era rápida. La superficie se ondulaba, reflejando la luz grisácea del día, aunque no podía asegurarlo.
—Joder… —susurré, más para mí que para los demás—. ¿Que diablos es eso?
Mis dedos se aferraban al arma y al borde del chaleco, y cada músculo de mi cuerpo estaba tenso, alerta. Observaba cómo el bulto se movía con lentitud, casi con deliberación, mientras la bruma del agua lo escondía parcialmente. La curiosidad y la precaución me empujaban hacia adelante, hacia la orilla y más cerca del objeto.
Finalmente, con un cálculo rápido de la profundidad y la fuerza de la corriente, decidí acercarme un poco más, al borde del agua, listo para actuar según lo que apareciera frente a mí. La tensión me recorría de pies a cabeza; sabía que algo inusual estaba frente a mí, algo que no esperaba encontrar en un simple entrenamiento de pesca.
Me detuve justo antes de meterme más en el agua, respirando hondo, controlando la adrenalina mientras mis ojos no perdían detalle del bulto que emergía lentamente.
El frío me atravesaba hasta los huesos, pero no importaba; cada paso que daba en el agua me acercaba a la figura que lentamente emergía, girándose de manera que finalmente pude distinguir la ropa… y un rostro. Mis ojos se abrieron de par en par. El corazón me latía con fuerza mientras avanzaba hacia él, hasta que el río me alcanzó al pecho, la corriente empujándome, haciéndome perder equilibrio un par de veces.
Agarré lo primero que pude del cuerpo, jalándolo con fuerza hacia la orilla mientras luchaba contra la corriente. Cada segundo contaba. Cuando finalmente lo arrastré fuera del agua, pude observarlo con claridad: era un hombre joven, el azul de la piel denotaba hipotermia severa, su ropa militar estaba rota y desgarrada, sin ningún emblema ni insignia que indicara su procedencia. Los cortes y moretones eran evidentes, y se podían ver impactos de bala en varias partes de su torso y brazos.
Instintivamente, llevé mis manos a su cuello. Mi pulso se disparó cuando lo sentí: todavía estaba vivo, pero extremadamente débil. Era un hilo, un soplo de vida que podía apagarse en cualquier momento si no actuaba con rapidez.
—¡TENIENTES, ES UNA PERSONA! —grité con todas mis fuerzas, la voz resonando sobre la corriente y el murmullo de la cascada. Algunos soldados que estaban cerca giraron, confusos, viendo que sostenía un cuerpo joven en el agua.
—¡Es un soldado herido! ¡Está vivo! —volví a gritar, asegurándome de que todos escucharan.
De inmediato, los soldados se pusieron en movimiento. Algunos levantaron las armas, alertas, mientras otros comenzaban a acercarse a nosotros. Uno de los tenientes, con el ceño fruncido, dio órdenes rápidas:
—¡Vigilen el área! —gritó— ¡No sabemos si hay más!
Mientras tanto, otro teniente sacó su radio y comenzó a comunicarse con el campamento:
—Aquí teniente Eriksen, he encontrado un hombre en el río. Está vivo, inconsciente y gravemente herido. Requiero evacuación inmediata.
Yo me arrodillé junto al hombre, retirando un poco de la ropa mojada y ensangrentada, revisando rápidamente las vías respiratorias y el pecho. Comencé a aplicar RCP, alternando respiraciones de rescate y compresiones, mientras la corriente seguía golpeando nuestros cuerpos. El frío me quemaba la piel, pero no había tiempo para sentirlo. Cada segundo era crucial.
—¡Vamos, amigo! ¡Aguanta! —le murmuré entre las compresiones, el miedo latiendo fuerte en mi pecho— ¡Respira!
Los demás soldados corrían hacia nosotros, algunos cubriendo la zona, otros trayendo mantas y botiquines de primeros auxilios. El segundo teniente comenzó a preparar un dispositivo de extracción rápida, mientras otro colocaba una lona debajo del hombre para estabilizarlo.
—¡Reanimen, rápido! —ordenó el teniente Eriksen, mientras mi compañero me ayudaba a sostener su cabeza y proteger la vía aérea— ¡No podemos perderlo ahora!
El soldado estaba frío, rígido, pero había una mínima señal de respiración; era frágil, casi inexistente, pero aún respiraba. Cada compresión era un intento desesperado de mantenerlo vivo hasta que pudiéramos llevarlo a un lugar seguro, a un campamento donde pudiera recibir atención médica adecuada.
Sentí cómo mis manos temblaban por el esfuerzo, pero no podía detenerme. Cada instante contaba, cada segundo era un hilo que lo mantenía en este mundo. Y mientras los demás soldados aseguraban el perímetro y se preparaban para trasladarlo, supe que habíamos encontrado a alguien que había sobrevivido contra todo pronóstico… alguien que necesitaba nuestra ayuda ahora más que nunca.
**
Avanzamos entre la arboleda, cargando con cuidado al joven sobre varias camillas improvisadas mientras la tensión cortaba el aire como un cuchillo. Cada rama que se rompía bajo nuestros pies nos hacía temer que algo pudiera atacarnos desde la distancia. Algunos de nosotros manteníamos las armas levantadas, apuntando hacia cualquier sombra sospechosa, aunque no había señales de hostilidad más allá de los ruidos del bosque.
—¡Allí viene un equipo! —gritó uno desde la distancia, señalando a un grupo que corría a toda velocidad entre los árboles, saltando sobre troncos caídos y esquivando raíces— ¡Se mueven rápido!
—¡Mantengan la calma y sigan corriendo! —ordené, ajustando la camilla para que el joven no se deslizara mientras la corriente de adrenalina nos empujaba hacia adelante.
Nos topamos con ellos, y uno de los médicos del equipo que llegaba inmediatamente se inclinó sobre el soldado.
—¿Estado del paciente? —preguntó, su respiración agitada mientras evaluaba el color pálido del rostro.
—Múltiples heridas en el cuerpo, piel azulada… ha estado demasiado tiempo en el agua —respondí, sintiendo que el frío calaba hasta los huesos— Apenas respira, pero todavía hay pulso.
Mientras acomodábamos la camilla sobre la tierra, el médico tomó sus dedos con cuidado y abrió los ojos del joven, enfocando una linterna sobre ellos.
—¡Reacciona! —dijo, su voz tensándose por la urgencia— Está vivo, hay que moverlo al campamento inmediatamente.
Colocamos más mantas térmicas alrededor del cuerpo, asegurándonos de mantenerlo aislado del frío mientras retomábamos la carrera por entre el bosque. La nieve había desaparecido de esta zona, pero el barro y las raíces húmedas nos hacían tropezar constantemente.
—¡Casi me caigo! —gritó uno, resbalando mientras sujetaba la camilla— ¿De dónde salió este soldado? No ha habido ningún conflicto en la zona.
—Ni idea, pero no parece de los nuestros —respondió otro, con las cejas fruncidas— Ningún uniforme conocido, ni insignias.
Finalmente, tras lo que parecieron horas, alcanzamos la edificación destruida que habíamos usado para entrenamientos previos. Desde allí, llevamos al joven hacia la carpa donde estaban el resto de los equipos y más soldados. El mayor y el coronel ya nos esperaban, la tensión palpable en sus miradas.
—Pongan al paciente en la camilla de descanso —ordenó el mayor mientras varios retrocedían.
—¡Más mantas térmicas! —gritó otro, ayudando a estabilizar al soldado— Está azul de hipotermia.
Comenzamos a retirar cuidadosamente las mantas, revelando de nuevo el uniforme negro roto y rasgado. El mayor y el coronel se acercaron, evaluando la situación, mientras los demás se mantenían a distancia. Uno de los médicos cortó con precisión la camisa, y al exponer el torso, quedamos todos en silencio. La piel azulada, los cortes profundos, las perforaciones de bala; cada marca contaba una historia de dolor y supervivencia extrema.
—No tenemos el equipo adecuado para tratar esto aquí —dijo un médico, observando el daño con seriedad— Necesita atención completa inmediatamente.
—¡Quítenle toda la ropa y traten las heridas! —ordenó el coronel, la voz firme— Manténganlo vivo mientras preparo un helicóptero de extracción.
—Sí, señor —respondió uno de los médicos, trabajando con precisión para limpiar las heridas y cortar el chaleco restante.
—Si sobrevive —intervino el coronel mientras observaba— habrá que investigar de dónde diablos vino. Su uniforme no nos dice nada, y no tiene insignias que indiquen su procedencia.
El mayor asintió, ajustando las mantas térmicas alrededor del soldado, su rostro tenso.
—Manténganlo estable, mantengan el pulso constante. Si perdemos esto ahora, no sabremos quién es ni de dónde vino.
—¡Estamos en ello, señor! —gritaron los médicos mientras trabajaban febrilmente, aplicando calor, evaluando cada herida, intentando estabilizarlo mientras el helicóptero se aproximaba para la extracción.
El ambiente era caótico, pero metódico; todos sabíamos que cada segundo contaba. Mientras ajustábamos las mantas y monitoreábamos los signos vitales del joven, el miedo y la incertidumbre llenaban la carpa, pero nadie dudaba ni por un instante: mantenerlo con vida era la prioridad máxima.