RÉEN.
El frío me calaba hasta los huesos. La nieve se acumulaba en las aceras y en los autos estacionados, haciendo que cada paso crujiera bajo mis botas. Me pasé la mano por la cara, frotando el frío, y miré mi reloj: cinco de la tarde. Una hora exacta desde que nos dieron la salida del hospital, o más bien desde que terminaron todos los estudios.
Guillermo sostenía un café en una mano y un paquete de comida en la otra, mirándome con esa expresión que siempre parecía saber más de lo que decía.
—Entonces… ¿cuál de los médicos crees que eran amigos de tus padres? —preguntó, dando un pequeño sorbo a su café y abrazando el frío con su otra mano.
Lo miré, encogiéndome de hombros mientras masticaba un pedazo de pan:
—No lo sé —dije—. Ninguno mostró atención que los delatara. Todos fueron profesionales hasta el último segundo. Pero… seguramente les dijeron un poco más de lo que debían. Solo que… da igual.
Guillermo me lanzó una mirada que mezclaba incredulidad y molestia:
—¿Da igual? Réen… no deberías decir eso. Tu familia debe estar aterrada ahora mismo. Pasaron por un hospital con médicos explicando cada detalle, y tú… tú dices que da igual.
Respiré hondo, mirando hacia la ciudad cubierta de nieve, el vapor de mi aliento desapareciendo en el aire frío.
—Tal vez sea así —dije finalmente—. Solo que… aún no siento eso que me haga preocuparme por ellos. No como debería. No sé si es porque recién los estoy conociendo de nuevo o porque todo esto todavía me parece… demasiado irreal.
Guillermo suspiró, apoyándose contra la pared del hospital:
—No puedes simplemente ignorarlo, Réen. No es solo un tema de cuidado médico. Es tu familia. Tu gente. Ellos han estado preocupados, temiendo por ti, y tú… no sientes nada todavía. Eso no es insensibilidad, es… falta de conexión. Todavía estás reconstruyendo todo.
Asentí lentamente, dándole la razón, aunque mi corazón no latía con la intensidad que debería. Había pasado tanto tiempo, tanto miedo, tanto dolor, que incluso el concepto de familia todavía me resultaba extraño.
—Lo sé —dije en voz baja—. Solo que… todo esto es nuevo. Y no puedo forzarme a sentir algo que aún no puedo procesar.
Guillermo asintió, casi suavemente:
—Está bien, Réen. No tienes que forzar nada. Solo… recuerda que ellos te esperan, y que eso no va a cambiar. Pase lo que pase, ellos quieren verte bien. Y tarde o temprano, vas a sentirlo.
Asentí otra vez, dejando que la nieve y el frío me calaran, pero por primera vez en mucho tiempo, sin ese peso de culpa que siempre sentía por todo lo que no podía controlar. Solo silencio, frío, y la certeza de que, aunque no lo sintiera ahora, no estaba solo.
Guillermo sacó su celular y lo revisó un momento, luego me miró mientras fruncía un poco el ceño.
—Tus padres ya salieron del hospital —dijo, guardando el teléfono—. Dijeron que los esperemos aquí.
Asentí sin levantar la vista del café que sostenía entre mis manos.
—Está bien —respondí simplemente.
Guillermo me observó unos segundos, ladeando la cabeza, y luego soltó un suspiro:
—Sabes… deberías conseguir un teléfono. Uno propio. No puedes depender de mí para todo.
Le clavé la mirada, arqueando una ceja:
—No necesito un teléfono. Nunca dependí de eso como para usarlo.
Él dejó escapar un pequeño resoplido, dando un paso hacia mí y con una sonrisa traviesa, me dio una patada suave en el trasero.
—Vamos, Réen —dijo mientras se reía—. Si realmente quieres conocer a tu familia, deberías tener algo con lo cual mantener contacto. No puedes simplemente esperar a que me envíen mensajes que son para ti. Eso no funciona así.
Me giré, cruzando los brazos mientras él continuaba:
—Mira, no es solo para recibir noticias. Es para poder decirles cosas, preguntar cómo están, avisar si vas a tardar… incluso para cosas pequeñas. Cosas que ellos no sabrán si no tienes un medio para decirlas.
Suspiré, intentando ignorar el cosquilleo de frustración que me provocaba que me presionara.
—Entiendo lo que dices —dije—, pero no sé… no me siento cómodo con eso todavía. No quiero depender de algo que… bueno, que nunca fue parte de mi mundo.
Guillermo me dio una palmada en el hombro, esta vez sin burla, más seria:
—Escucha, Réen. No se trata de tu mundo ni de lo que hiciste antes. Esto es ahora. Ahora tienes gente que te quiere, que ha pasado miedo por ti, y que merece que les respondas. No es un capricho, ni tecnología por tecnología. Es… cuidado. Simplemente eso.
Me quedé callado un momento, dejando que sus palabras se filtraran entre el frío y el ruido distante de la ciudad. Finalmente, suspiré, dejando que mi mirada cayera sobre la nieve acumulada en la calle.
—Está bien —dije, casi para mí mismo—. Tal vez… debería tener uno. Pero no para depender, solo… para no dejar que se preocupen más de lo que ya lo hicieron.
Él sonrió, satisfecho, y asintió:
—Eso es todo lo que pido. No es un castigo, ni un juego. Solo… un hilo. Un hilo para mantenerlos cerca, aunque estés a kilómetros de distancia.
Asentí de nuevo, con la sensación de que, por primera vez en mucho tiempo, algo tan simple como un teléfono podía ser… útil, no como un lujo ni como una obligación, sino como un pequeño puente hacia el mundo que estaba intentando reconstruir.
Al poco tiempo los vi salir del hospital, sus pasos rápidos entre la nieve que seguía cayendo. Alan llevaba unos documentos en la mano, y mis padres… mis padres se veían agotados, pero al mismo tiempo, había algo en su mirada que me hizo tensarme.
Antes de que pudiera reaccionar, mi madre dio un paso adelante y me rodeó con un abrazo. Fue tan repentino que no supe cómo corresponder. Me quedé quieto, sin saber si abrazarla de vuelta, o simplemente quedarme rígido, intentando procesar lo que estaba sintiendo.
—Mi niño… —susurró entre sollozos—. Siento tanto no haberte protegido…
Mi estómago se apretó. No podía mirarla directamente, así que bajé un poco la cabeza y traté de encontrar las palabras correctas.
—No… no tienes que disculparte por nada —dije finalmente, con voz firme aunque algo temblorosa—. Las cosas ya sucedieron… y no hay nada que puedas hacer ahora.
Se separó un poco, tomó mi rostro con ambas manos y me miró directamente a los ojos. Vi las lágrimas acumulándose en sus párpados, y sentí un nudo en la garganta.
—No sabes cuánto… cuánto temí que nunca volviera a verte —dijo, con la voz quebrada—. Pasaron tantos años… a veces pensé que ya no… que ya no te volvería a ver…
—Lo sé —respondí, dejando escapar un suspiro—. Lo sé… pero ahora estoy aquí. Y no sirve de nada lamentarnos por lo que pasó.
Alan se acercó, apoyando su mano en mi hombro. Su mirada era suave, cálida, y aunque no dijo nada, sentí que compartía el peso de la emoción que flotaba entre nosotros.
Mi padre se unió a nosotros, colocando una mano sobre mi hombro opuesto al de Alan, y dijo con voz grave pero contenida:
—Lo importante es que estás aquí… vivo, y ahora podemos estar juntos otra vez. Eso es lo que importa.
Respiré hondo, dejando que el aire frío llenara mis pulmones mientras sentía cómo el abrazo colectivo de mi familia me reconectaba con algo que había perdido hace tantos años. Todo ese dolor, toda esa distancia… parecía que al menos por un momento, empezaba a suavizarse.
—Gracias… —susurré, casi sin aliento, mientras mis ojos se humedecían.
Mi madre me acarició la mejilla con suavidad y me abrazó de nuevo, más lento esta vez, más consciente de que podía sostenerme, aunque fuese solo por unos minutos.
Y allí, en medio de la nieve y el frío, sentí por primera vez desde hacía mucho que estaba… en casa.
****
Al entrar a la casa, el calor de la chimenea y el aroma a comida me golpearon, contrastando con el frío helado de la calle. Pude ver a todos reunidos: mis abuelos maternos, Matías y Agnes, ya estaban allí, sentados en los sillones con expresiones que mezclaban ansiedad y expectación. Del otro lado, mis abuelos paternos, Sara y Francisco, acompañados de sus parejas, conversaban con cierto nerviosismo mientras observaban cada movimiento mío. Gabriela, Cristina y Violet estaban en el suelo, jugando con Beily, que caminaba a pasos temblorosos, balanceándose con dificultad mientras reía.
Mi madre fue la primera en acercarse. Agnes y Sara me rodearon al mismo tiempo, besándome en la mejilla y luego en la frente.
—Mi niño… ¿cómo te fue? —preguntó Agnes, su voz cargada de emoción.
—Bien… dentro de lo que cabe —respondí, intentando no mostrar demasiado lo que aún me removía por dentro.
Sara me tomó suavemente del brazo y añadió:
—Hiciste todo lo que debías, eso es lo importante.
Mi padre, mientras tanto, entregaba cuidadosamente unas carpetas a mis abuelos y a las parejas de los abuelos paternos.
—Aquí tienen —dijo—. Algunas hojas son de los análisis, los médicos se tomaron la molestia de hacer notas explicando lo que significa cada cosa. También hay radiografías y resonancias mostrando las fracturas y cómo sanaron, aunque algunas están mal soldadas.
Matías, tomando las hojas primero, frunció el ceño mientras revisaba una radiografía de mis costillas y columna.
—Por Dios… —murmuró, con voz grave—. Esto… esto es… es increíble que hayas soportado todo esto y sigas de pie.
Agnes pasó una mano por mi hombro, respirando hondo:
—Mi niño, ¿cómo has sobrevivido a esto? No puedo ni imaginar el dolor que has tenido…
Sara miró las radiografías de mis brazos y piernas, y su voz se quebró ligeramente:
—Mira estas soldaduras… ¿cómo no nos dimos cuenta antes? Esto no es solo fragilidad, es un milagro que estés aquí.
Su esposo, Francisco, se quedó en silencio unos segundos, luego añadió con voz temblorosa:
—No puedo creer… quiero decir, verlo así… y pensar en todo lo que pasaste. Esto es demasiado para procesar.
La pareja de Sara se inclinó un poco sobre las carpetas, ajustando sus lentes y murmurando:
—Nunca había visto algo así en una sola persona… Réen, cada fractura, cada cicatriz… y aún así sigues aquí… es abrumador.
Mi madre intervino suavemente:
—Hicimos lo que pudimos, y los médicos se encargaron de todo. La verdad es que físicamente está… dañado, pero sano en lo general.
Agnes se llevó una mano al pecho y dijo, con la voz entrecortada:
—Sano, dices… pero esto, estas marcas, estos golpes… mi corazón no puede con esto.
Matías dejó las radiografías a un lado y me miró directamente:
—Ni siquiera sabes cuánto temí que nunca te encontráramos… cada línea en tu cuerpo, cada cicatriz, cuenta una historia que jamás debió suceder.
La pareja de Francisco murmuró, sacudiendo la cabeza:
—Y pensar que todo esto comenzó desde los siete años… Trece años de soportar esto… es inhumano.
Gabriela y Cristina seguían jugando, ajenas al peso de la conversación, mientras Beily caminaba entre ellas. Violet sonrió suavemente, mirando la escena, y dijo:
—Lo importante es que ahora está con nosotros. Todo esto… todo esto que pasó, ya no tiene que definirlo más.
Mi padre asintió, guardando las carpetas con cuidado:
—Lo que importa ahora es que esté aquí, y que podamos ayudarlo a recuperar lo que perdió. Todo lo demás… es parte de lo que ya pasó.
Agnes suspiró profundamente, abrazándome de nuevo:
—No puedo dejar de mirarte y preguntarme cómo sobreviviste a todo esto. Mi niño… —y susurró, dejando caer una lágrima sobre mi hombro.
Mis abuelos paternos también me abrazaron, cada uno a su manera, y pude sentir la mezcla de alivio y desesperación en sus gestos.
Mi abuelo Matías tomó mi brazo con delicadeza, levantando la manga de mi camisa. Sus ojos se abrieron al ver las cicatrices que atravesaban mis muñecas, líneas blancas que contaban más de lo que cualquiera podría imaginar. Un sollozo ronco escapó de su garganta, y por un instante me sentí más expuesto de lo que había estado en toda mi vida.
—No… no puedo creer que hayas tenido que cargar con esto —dijo Matías, su voz temblando mientras bajaba mi manga con cuidado, como si temiera romper algo más que solo tela—. Debió ser un peso… imposible de soportar.
Agnes se acercó, colocando una mano sobre la otra de mi abuelo, mientras me miraba con los ojos llenos de lágrimas:
—Mi niño, nadie debería haber tenido que pasar por algo así… ver esto me duele más que cualquier golpe que me hayan dado. ¿Cómo lo lograste, cómo pudiste seguir adelante tanto tiempo?
Mi abuela Sara también se inclinó un poco, observando mis muñecas, y su voz era baja, casi un susurro cargado de angustia:
—Esto… esto no se borra con el tiempo, ¿verdad? Cada marca tiene su historia, y siento que estoy viendo un pedazo de todo lo que sufriste… Mi corazón… no deja de latir con miedo por ti.
Francisco, que hasta ahora había permanecido en silencio, se aproximó con cautela, tocando suavemente mi hombro:
—Nunca pensé que alguien pudiera cargar tantas cicatrices y aún así seguir… verte así, sobreviviente a tanto, me deja sin palabras. Debe haber habido momentos en los que pensaste que todo estaba perdido…
Yo simplemente sonreí un poco, sin decir nada. No había palabras que pudieran resumir lo que sentí esos años, ni siquiera un simple "sí" hubiera bastado. La mirada de mis abuelos, el peso de su comprensión y de su dolor compartido, era suficiente para comunicar que no estaba solo.
Agnes se inclinó más cerca, colocando una mano en mi mejilla:
—Mi niño, aunque no digas nada, puedo sentir que cada una de estas cicatrices pesa más que lo que cualquiera podría imaginar. No tienes que explicarnos… solo quiero que sepas que estamos aquí, que no tienes que seguir cargando solo.
Matías suspiró, todavía con el rostro tenso, como si llevara años esperando este momento:
—Cada línea, cada marca, cada herida… no son solo recuerdos de dolor, sino también de que sobreviviste. Eso es lo que importa ahora. Te has mantenido en pie cuando nadie creería que podrías hacerlo.
Sara añadió, con una voz que se quebraba un poco:
—Y nosotros vamos a estar contigo, para que nunca más sientas que debes enfrentar todo esto solo. Nunca más.
Miré a mis abuelos, vi sus lágrimas, sus miradas cargadas de amor y de miedo, y por primera vez en mucho tiempo sentí que podía bajar la guardia un poco.
Cerré los ojos un momento y cuando los abrí. Me estaba manteniendo erguido, espalda recta, brazos detrás de mí, la mirada fija en el vacío justo más allá del hombre sentado frente al escritorio. Era una posición que había aprendido a sostener: inmóvil, rígida, como si el dolor en mi cuerpo no existiera. Como si los huesos rotos no dolieran al respirar. Como si las cicatrices aún frescas no ardieran debajo de la ropa.
El hombre frente a mí sonrió. No era una sonrisa cálida, sino de satisfacción, como quien observa un objeto caro que no se ha dañado.
—Excelente trabajo —dijo, acomodando los papeles sobre la mesa—. Has regresado vivo. Y en la mejor condición posible.
La "mejor condición posible". No se refería a que podía dormir sin pesadillas, ni a que mi cuerpo estuviera sano. Para él, significaba que todavía tenía ambos brazos, ambas piernas, que podía cargar un rifle, que podía volver a pelear.
Se inclinó hacia adelante, señalando con un dedo uno de los informes médicos.
—Los reportes dicen que tienes varias costillas rotas… pero nada grave. Unas semanas y estarás bien. Tus heridas fueron tratadas. Sigues vivo. Eso es lo que importa.
Asentí con la cabeza. No dije nada. Había aprendido que hablar de más no servía de nada.
Pero por dentro, la rabia me recorría. Las heridas "tratadas" que mencionaba eran vendajes apretados, cortes cosidos a la carrera, medicamentos racionados. Y mis costillas… sabía que no eran "unas semanas". Dolía respirar, dolía moverme, y el dolor no se iba a ir con descanso. Estaban mal curadas, torcidas. Pero para ellos, mientras pudiera sostenerme de pie, estaba en buenas condiciones.
El hombre golpeó suavemente el escritorio con la palma de la mano.
—Sabes lo que significa, ¿verdad? —su voz era seca, impersonal—. Mientras sigas vivo, mientras tu cuerpo funcione, seguirás siendo necesario. Te necesitamos en la línea, igual que a los demás.
Lo miré directamente por primera vez. No había emoción en mis ojos, solo vacío. Porque ya lo sabía. Para ellos, mi vida no tenía valor fuera de ser útil en el campo. No importaba cuántas veces me rompieran, cuántas veces sangrara. Para ellos, estar vivo equivalía a estar sano.
Me obligué a responder, la voz baja, controlada, casi robótica:
—Entendido.
Él sonrió otra vez, satisfecho.
—Eso es lo que quería escuchar.
Me giré cuando me lo ordenaron, saliendo de esa oficina con las costillas ardiendo bajo mi pecho y un peso frío en el estómago. Caminaba erguido, como siempre, porque cualquier señal de debilidad significaba problemas. Afuera, otros como yo esperaban su turno, todos con las mismas heridas ocultas, las mismas miradas vacías.
Y en mi cabeza resonaba la frase que había escuchado tantas veces: "No estás muerto, entonces estás bien."
Pero sabía la verdad. Yo no estaba bien. Nunca lo estuve.
Salí de ese cuarto en mi cabeza, de ese escritorio que aún me pesaba en la memoria, y parpadeé. El ruido lejano de voces me regresó. Estaba en la casa de mis padres. No en aquella base. No frente a aquel hombre que me veía como un pedazo de carne útil mientras pudiera moverse.
El olor a café recién hecho me golpeó primero, después las risas suaves de Beily intentando dar pasos tambaleantes. Y entonces lo vi: todos alrededor de ella, de rodillas en el suelo, celebrando cada movimiento torpe como si fuera una victoria. Era… cálido. Algo que jamás había tenido en mi vida.
Pero dentro de mí, ese contraste me desgarraba.
"Allá", estar vivo significaba poder cargar un arma, sin importar el dolor.
"Aquí", estar vivo significaba que mi madre me abrazara con lágrimas en los ojos, que mi abuelo me tomara el brazo con miedo de hacerme daño, que una niña celebrara caminar tres pasos sin caer.
Me llevé una mano al pecho, justo donde alguna vez me habían dicho que las costillas rotas "sanarían en semanas". Dolía todavía, pero ahora no por las fracturas. Dolía porque nunca me había permitido pensar que mi vida podía tener un significado distinto a matar o sobrevivir.
Guillermo se dio cuenta, claro. Siempre lo hace.
—¿Otra vez? —me preguntó en voz baja, acercándose mientras yo seguía mirando la escena.
Asentí, con un movimiento corto.
—Sí... El mismo discurso. —Me froté los ojos con la mano libre—. "Sigues vivo, así que estás bien".
Él suspiró y se pasó la mano por la nuca.
—Pero no es cierto. No estás bien, y no tienes que estarlo. No aquí.
Lo miré, y por un segundo pensé en responder con el sarcasmo automático que usaba para defenderme. Pero no pude. Lo único que salió fue un murmullo:
—No sé cómo… aceptar esto. Ellos me miran como si fuera… como si fuera parte de ellos todavía.
Guillermo bajó la voz, casi un susurro.
—Porque lo eres. Aunque no lo sientas aún.
Alcé la vista otra vez. Mi madre me buscaba entre los demás, con esa sonrisa cansada que intentaba esconder las lágrimas. Mi abuelo Matías, serio como siempre, pero con los ojos brillando. Alan jugando con Beily, dejándose arrastrar como si no le importara perder dignidad con tal de verla reír.
Y pensé: allá yo era un arma, aquí… soy alguien.
Pero lo extraño era que esa idea me asustaba más que cualquier explosión, cualquier combate cuerpo a cuerpo. Porque no sabía qué hacer con eso.