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Chapter 8 - Capitulo 7

[Liana]

Corríamos casi a la par del repicar de los tambores en mi pecho. El aire caliente de la tarde se mezclaba con el frío húmedo que desprendía el cuerpo del muchacho sobre la espalda de Roderic. Yo lo miraba de reojo: su rostro desencajado, las gotas de sudor resbalándole por las sienes, y aun así no aflojaba el paso.

—¡Abran paso! —grité mientras atravesábamos la calle principal del pueblo.

La gente comenzó a apartarse, curiosos, murmurando en voz baja.

—¿Qué sucede?

—¿Es un niño?

—¡Mírenlo, está herido!

Algunas mujeres tapaban la boca con la mano, los más pequeños se escondían tras las faldas de sus madres, otros hombres nos seguían con la vista con desconcierto.

—¡No pregunten tanto y abran camino! —soltó Roderic, su voz ronca y autoritaria.

Vi a un hombre cruzarse demasiado cerca. Lo empujé con el hombro para apartarlo.

—¡Después habrá tiempo de hablar, ahora muévete!

Al doblar por la calle de piedra, vi la puerta de madera del médico. El corazón me dio un vuelco. Corrí los últimos metros y golpeé con ambas manos.

—¡Doctor, abra! ¡Es urgente!

La puerta se abrió con brusquedad. El viejo médico, con su barba blanca y los ojos cansados, nos miró con ceño fruncido.

—¿Qué griterío es este?

Roderic apenas podía hablar, jadeando con el peso del chico.

—¡Lo encontramos en el río! Estaba atrapado entre ramas y escombros. Apenas respira.

Los ojos del médico se abrieron de par en par. Dio un paso atrás y señaló hacia dentro.

—¡Traiganlo ya mismo!

Entramos atropellando sillas y bancas. Dos aprendices corrieron a despejar la mesa de madera del centro. Roderic lo depositó con todo el cuidado que pudo, y aun así el cuerpo del chico cayó con un gemido débil que me heló la sangre.

Me incliné enseguida, tomándole la mano. Estaba fría, como si no le quedara sangre en las venas.

—Resiste, pequeño —murmuré, casi en súplica.

El médico comenzó a revisar rápido, apartando los harapos que quedaban de ropa. Sus manos curtidas se movían con dureza, sin tiempo para delicadezas.

—Tiene cortes por todo el torso… quemaduras antiguas… ¡y estas cicatrices no son de ahora!

Uno de los hombres que había venido con nosotros apretó los puños.

—¿Qué demonios le hicieron?

El médico no levantó la vista.

—Y esto… —palpó el muslo y soltó una maldición—. Tiene la punta de una flecha incrustada. Y otra aquí, en el brazo.

—¡Sáquelas! —rugió Roderic, acercándose un paso. Su respiración era áspera, como si cada palabra le costara.

—No es tan simple —le cortó el médico, clavándole los ojos—. Si muevo mal, puede desangrarse en segundos.

Yo me incliné sobre el chico, viéndole el rostro pálido, los labios casi azules. Apenas un soplo de aire salía de su boca. Tragué saliva y le susurré:

—Te vamos a ayudar… solo aguanta un poco más.

El médico extendió la mano sin mirarnos.

—¡Un cuchillo pequeño y fuego para desinfectar, ahora!

Uno de los aprendices salió corriendo a la cocina. El otro se apresuró a traer trapos y agua.

El chico gimió, abriendo apenas los ojos un instante. Vi un destello oscuro en ellos, un dolor tan profundo que me revolvió el estómago. Su cabeza cayó de lado enseguida.

—¡No lo dejen ir! —exclamé, sintiendo cómo me quebraba la voz.

—¡Sujetenlo fuerte! —ordenó el médico—. Cuando saque la flecha, va a convulsionar.

Roderic apoyó sus manos firmes en los hombros del muchacho. Yo me quedé junto a su cabeza, acariciándole el cabello empapado.

El médico tomó aire, cuchillo en mano, mientras el aprendiz llegaba con una barra de hierro al rojo vivo.

—Bien —dijo con voz grave—. Que los dioses nos acompañen.

Y hundió la hoja en la carne.

El chico gritó.

El chico gritó con una fuerza desgarradora, un grito que heló la sangre a todos los presentes.

—¡Sujétenlo más fuerte! —ordenó el médico, su voz tronando sobre el caos.

Roderic apretó con sus brazos como si sujetara a un toro enfurecido. Yo sostuve la cabeza del chico, pegando mi frente a la suya para evitar que se golpeara contra la mesa. Sentí sus músculos tensarse, convulsionar, como si su cuerpo luchara por huir de un dolor que lo atravesaba de parte a parte.

—¡Aprendiz! Agua, más agua —exigió el médico.

—¡Aquí, maestro! —el muchacho trajo un balde y lo colocó junto a la mesa.

El cuchillo se hundía más, rascando hueso. El médico gruñó.

—Está muy adentro… maldita sea, el hueso lo retiene.

El chico lanzó otro alarido. Yo solté un sollozo involuntario, apretando su rostro entre mis manos.

—Resiste, pequeño… resiste…

—¡Tira hacia atrás, con fuerza y firme! —gritó el médico al segundo aprendiz, que temblaba con unas pinzas en mano.

—¡Yo… yo no sé si—!

—¡Hazlo! ¡Ya! —tronó el médico.

El aprendiz obedeció, jalando cuando el cuchillo hizo palanca. La sangre brotó en un chorro oscuro que manchó la mesa y mis brazos.

—¡Trapos, rápido! —exigió el médico.

Uno de los hombres que había entrado con nosotros alcanzó trapos, y yo misma los presioné contra la herida mientras el médico trabajaba. Sentí la tibieza espesa empapar mis manos, y tragué saliva para no marearme.

—¡Sujétalo! ¡Sujétalo, que se retuerce! —gritó Roderic, clavando las rodillas contra los brazos del chico.

El médico gruñó, levantando por fin la punta de la flecha, ensangrentada, astillada en los bordes.

—Una menos…

El muchacho gimió, los ojos cerrados con fuerza, su boca entreabierta dejando escapar un sonido ahogado, como si cada nervio gritara por él.

—Ahora el brazo —dijo el médico, sin descanso—. Si no lo saco, la infección lo matará.

El aprendiz con el hierro al rojo vivo dio un paso adelante, temblando.

—¿Cuándo…?

—Cuando yo te diga. —El médico cortó el harapo del brazo, dejando ver la punta incrustada en la carne hinchada y morada—. Esto va a dolerle aún más.

—¡Más que esto no puede doler! —exclamé, con lágrimas resbalando por mi rostro.

El médico me lanzó una mirada dura.

—Se equivoca, señora. Sí puede. Y lo hará.

Colocó el cuchillo de nuevo.

—¡Roderic, sujétalo como si tu vida dependiera de ello!

—¡Ya lo hago! —rugió mi marido, los músculos tensos, sudando a mares.

El chico, aunque inconsciente, lanzó un rugido profundo, gutural, cuando el metal rozó el nervio. Su cuerpo se arqueó violentamente. Yo tuve que trepar casi sobre la mesa para mantener su cabeza quieta, mis lágrimas cayendo sobre su mejilla fría.

—¡Ahora, el hierro! —ordenó el médico.

El aprendiz acercó la barra candente. El calor me quemó la cara incluso a esa distancia. El médico empujó la punta hacia dentro con el cuchillo y gritó:

—¡Cauteriza ya!

El aprendiz apoyó el hierro sobre la herida. Un siseo espantoso llenó la sala, acompañado de un olor nauseabundo a carne quemada. El chico, aún sin abrir los ojos, lanzó un alarido tan agudo que sentí mis huesos vibrar.

—¡Basta, basta, por favor! —suplicaba yo, casi sin voz.

—¡Un segundo más! —gritó el médico—. ¡Un segundo más o morirá desangrado!

El hierro se apartó por fin, dejando la piel ennegrecida y humeante. El muchacho cayó rígido, su respiración temblorosa, débil.

—Vendas, muchas vendas —pidió el médico, ya sin gritar, con la voz ronca de cansancio.

Los aprendices corrieron a obedecer. Yo me dejé caer de rodillas junto a la mesa, mi frente pegada a la mano helada del chico.

—Está vivo… —murmuré, casi sin aliento—. Todavía está con nosotros.

Roderic se dejó caer en una silla, empapado en sudor y sangre ajena, respirando como un toro.

El médico respiró hondo, limpiándose el sudor de la frente con el antebrazo ensangrentado.

—Esto no ha terminado todavía —dijo con gravedad, mirando a sus aprendices—. Traigan el alcohol, agujas e hilo. Y rápido, antes de que pierda más sangre.

—¡Sí, maestro! —gritó uno de ellos, saliendo corriendo hacia la alacena.

El otro aprendiz, pálido como un cadáver, murmuró:

—También… también tiene quemaduras… en el costado y en la espalda…

El médico asintió con seriedad.

—Lo sé. Si no tratamos esas, la infección lo consumirá antes que las heridas abiertas.

Yo tragué saliva y di un paso adelante, limpiando mis manos en el delantal.

—Puedo ayudar con eso. Dígame qué hacer y lo haré.

El médico me miró con dureza por un instante, luego suavizó la expresión.

—Muy bien. Pero debe obedecer mis palabras al pie de la letra. ¿Entendido?

—Entendido —respondí sin dudar, aunque las piernas me temblaban.

Roderic se levantó de la silla, todavía respirando con dificultad.

—Yo también ayudaré, doctor. No me quedaré mirando.

El médico asintió otra vez.

—Bien. Usted sujete al chico cuando vuelva a convulsionar. Su esposa y yo trabajaremos en las quemaduras.

El aprendiz regresó con una bandeja llena de frascos, un cuenco con agua limpia, un pequeño brasero y las agujas ya hervidas.

—Aquí está, maestro.

—Excelente. Prepara el alcohol y las vendas. —Luego, mirándome a mí, añadió—: Usted, señora, agarré ese paño limpio, sumérjalo en el agua y enfríe la zona de la quemadura. El frío mitigará el ardor y nos permitirá limpiar mejor.

Me acerqué temblando, coloqué el paño en el cuenco y lo exprimí antes de ponerlo sobre el costado del muchacho. Apenas lo toqué, su cuerpo se tensó y soltó un gemido bajo, un sonido que me atravesó el pecho.

—Shhh… tranquilo, pequeño —susurré, sosteniendo el paño—. No pasa nada… ya estás a salvo…

El médico observó con atención y luego dijo:

—Muy bien. Ahora, con cuidado, retire la piel muerta. Solo la que se desprende sola, ¿entiende? No arranque nada que se resista.

Asentí, con las manos temblando. Con el mismo paño fui retirando pedacitos de piel ennegrecida, que se desprendían como hojas marchitas. El olor era insoportable, pero me obligué a no apartar la mirada.

El chico gimió otra vez, aunque no despertaba.

—Resiste… resiste —repetí una y otra vez, casi como un rezo.

Roderic me puso una mano en el hombro, firme, como recordándome que estaba conmigo.

El médico, mientras tanto, ya había enhebrado la aguja.

—Voy a coser las heridas de los cortes más profundos. Necesito silencio.

El primer pinchazo hizo que el chico soltara un gruñido ahogado y su cuerpo se arqueó violentamente. Roderic lo sujetó de inmediato, apretando sus brazos contra la mesa.

—¡Tengo que mantenerlo quieto, doctor! —rugió mi esposo.

—¡Hazlo! Si se mueve, la aguja se rompe dentro y lo perderemos —respondió el médico sin apartar la vista.

Yo cerré los ojos por un segundo, apretando el paño contra la quemadura, mientras sentía las lágrimas resbalarme. El chico no estaba consciente… pero su dolor se escuchaba en cada quejido, en cada espasmo.

—Ya está —dijo el médico tras terminar la primera sutura—. Uno menos. Falta el muslo.

El aprendiz acercó las vendas y el frasco de alcohol.

—Maestro, ¿lo desinfecto?

—Sí. Empapa bien la gasa y pásala por las heridas más superficiales. Aunque grite, aunque se retuerza. Que no quede nada sucio en esa carne.

El aprendiz asintió, con los labios apretados, y comenzó a limpiar las heridas del abdomen. El contacto del alcohol hizo que el chico se sacudiera con violencia, un gemido ronco escapando de su garganta.

Yo me incliné sobre él, sujetándole la mano helada entre las mías, acercándome a su oído.

—No estás solo… ¿me oyes? No estás solo…

El médico me escuchó, pero no dijo nada. Solo cosía, concentrado, con el sudor resbalando por su sien.

—Todavía falta —dijo con voz áspera—. No hemos revisado la cabeza. Ese golpe que llevaba puede ser peor de lo que parece.

Uno de los aprendices dio un paso al frente con un farol para iluminar.

—Maestro, aquí, justo detrás de la oreja… hay una abertura. No sangra ya, pero la piel está abierta.

El médico chasqueó la lengua.

—Maldito sea… las corrientes lo habrán arrastrado contra rocas o ramas. Tráeme más paños limpios. Y tú —me señaló—, mantén firme la cabeza del muchacho. No debe moverse ni un ápice.

Obedecí, deslizando mis manos bajo la nuca húmeda del chico. Sentí el frío de su cabello pegado y su piel frágil bajo mis dedos.

—Lo tengo.

El médico tomó un paño con alcohol y presionó. El chico gruñó, su cuerpo se agitó con un espasmo violento.

—¡Roderic, sujétalo bien! —ordenó el médico.

—¡Ya lo tengo! —gruñó mi esposo, apretando el torso del muchacho contra la mesa.

Yo traté de mantener su cabeza quieta, sintiendo cómo temblaba bajo mis manos.

—Shhh… tranquilo… tranquilo… —le susurraba, aunque sabía que quizás no podía escucharme.

Uno de los aprendices, más nervioso que el otro, tartamudeó:

—Maestro, ¿no… no será demasiado dolor para alguien en ese estado?

El médico lo fulminó con la mirada.

—¿Quieres que se pudra el cráneo por dentro? ¡Calla y observa! Aprenderás de esto.

El aprendiz bajó la cabeza y obedeció en silencio.

—Muy bien —continuó el médico—. La herida no es profunda, pero sí peligrosa. Vamos a limpiarla tres veces. El agua del río no suele estar limpia, y menos después de lluvias y arrastre de escombros.

Asentí con rapidez.

—Entonces… debo limpiar también las quemaduras varias veces, ¿no?

El médico giró el rostro hacia mí, con el ceño fruncido.

—Exactamente. Use la miel, señora. Aplique una capa, deje que repose, limpie, y repita. No una vez, no dos. Varias. Hasta que esté segura de que la carne no huele a podredumbre. ¿Me ha entendido?

—Sí —contesté sin dudar, aunque el corazón me latía con fuerza.

El aprendiz colocó un cuenco con miel clara frente a mí. Su aroma dulzón contrastaba con el hedor a sangre y quemado que impregnaba la sala. Mojé los dedos en ella y comencé a extenderla con suavidad sobre el costado del chico.

El muchacho gimió otra vez, los labios entreabiertos.

El médico, mientras tanto, había empezado a coser la herida de la cabeza con una precisión escalofriante.

—Agujas finas —ordenó a uno de los aprendices—. La piel de aquí es más delicada.

—Sí, maestro.

Roderic apretó los dientes mientras sujetaba los brazos del chico.

—Duele solo verlo… —susurró.

El médico respondió sin mirarlo:

—Prefiera eso a tener que enterrar a un hijo ajeno.

Guardé silencio, apretando las lágrimas, y seguí limpiando las quemaduras como me habían indicado. La miel se mezclaba con los restos ennegrecidos y luego volvía a aplicar más. Era lento, doloroso para él, pero sentía que cada repetición era un paso más hacia salvarlo.

El aprendiz más joven, al verme insistir, dijo en voz baja:

—Nunca había visto a alguien ayudar tanto sin ser de la familia.

Lo miré de reojo, conteniendo el llanto.

—¿Y qué importa la sangre cuando se trata de un niño que lucha por vivir?

El aprendiz bajó la cabeza, avergonzado.

El médico dio un último tirón a la sutura en la cabeza y cortó el hilo.

—Listo. Que los dioses nos escuchen, ya hemos cerrado lo peor. Ahora, las quemaduras son lo que decidirán si vive o muere en los próximos días.

—Entonces seguiré limpiando —dije sin apartar la mano del cuerpo del chico—. Una y otra vez, hasta que sea necesario.

El médico me miró con un respeto silencioso y luego murmuró:

—Que no se diga que este pueblo carece de valor.

**

El cuarto apestaba a sangre, sudor y hierbas. El suelo estaba salpicado de paños empapados, y sobre la mesa el muchacho yacía vendado, inmóvil, tan pálido que parecía mármol. Sus labios entreabiertos apenas dejaban escapar un hilo de aire.

El médico se recostó en su silla, pasándose una mano por la frente perlada de sudor.

—Horas… —murmuró—. Han sido horas de trabajo. Y aún no puedo asegurar nada.

Uno de los aprendices lo miró con el ceño fruncido.

—Maestro… ¿cree que lo logrará?

El médico negó despacio.

—Ha perdido demasiada sangre. Mucha antes de que lo encontraran… y algo más mientras trabajábamos. No sé qué demonios le ocurrió ahí fuera, pero este chico ha estado viviendo al filo de la muerte por demasiado tiempo.

El silencio se extendió en la sala. Yo apreté mis manos sobre el regazo, incapaz de apartar la vista del vendaje en su pecho.

—¿Y ahora qué? —pregunté en voz baja.

El médico levantó la mirada, buscando entre los presentes.

—Ahora… alguien debe hacerse responsable. El muchacho necesitará reposo, cuidados constantes, alimentación blanda y limpiezas diarias de las heridas. No sobrevivirá solo. ¿Quién lo hará?

Se hizo un silencio incómodo. Algunos vecinos, que habían entrado para ayudar, desviaron la mirada. Otros intercambiaron miradas de desconcierto.

Entonces, la voz grave de Roderic rompió la tensión:

—Nosotros.

Todos giramos hacia él. Yo misma lo miré sorprendida, aunque en el fondo sabía la respuesta antes de escucharla.

El médico arqueó las cejas.

—¿Ustedes?

Roderic asintió, firme.

—Fui el primero en lanzarme tras él. Y ella —señaló hacia mí— fue la primera en verlo. No hay discusión: nos encargaremos del chico.

Sentí un calor extraño en el pecho y asentí, suave.

—Sí. Es lo correcto. Si sobrevivió a todo esto, no será para que lo dejemos solo ahora.

El médico nos observó unos instantes antes de suspirar.

—Sea pues. Pero no será fácil, advierto.

En ese momento, uno de los aprendices se acercó a Roderic con un gesto incómodo.

—Señor, disculpe… tiene cortes. En los brazos y en la pierna. Quizá no lo notó en la prisa, pero… deben atenderse.

Roderic miró sus brazos y se encogió de hombros, como si no fueran nada.

—Apenas son rasguños.

El médico lo interrumpió con voz severa:

—Rasguños que se infectan matan igual que una herida de espada. Si se lanzó al agua, se expuso. Y cualquiera más que haya hecho lo mismo, que entre. ¡No quiero héroes muertos por orgullo!

Uno de los aprendices salió corriendo hacia la calle y pronto volvió trayendo a los otros dos hombres que habían nadado junto a Roderic para ayudar. Estaban empapados, cubiertos de barro y con los brazos cruzados como si les avergonzara molestar.

—Pasen —ordenó el médico—. Los tres.

Roderic resopló, fastidiado, pero obedeció y se sentó en un banco de madera.

—¿De verdad hace falta todo este teatro?

Yo lo toqué en el hombro.

—Hazle caso. El chico te necesitará fuerte, no enfermo.

Él me miró, suspiró y se quedó quieto mientras el aprendiz comenzaba a limpiar sus cortes con paños empapados en alcohol. Roderic apretó la mandíbula pero no dijo nada.

El médico atendió a los otros dos, que se miraban entre sí nerviosos.

—No se muevan —ordenó mientras revisaba un brazo lleno de raspones—. ¿Ven? Aquí la piel se levantó, y aquí también. Si no lo limpiamos, mañana tendrían fiebre.

Uno de ellos tragó saliva.

—Gracias, doctor… nosotros solo queríamos ayudar…

El médico gruñó.

—Y ayudaron. Ahora dejen que yo evite que se maten con su buena voluntad.

Mientras tanto, yo permanecí junto al chico, observando el ascenso y descenso débil de su pecho.

—Resiste… —murmuré—. Te vamos a cuidar aunque no sepamos quién seas.

El médico me escuchó y dijo con un tono más suave del que había usado en toda la noche:

—Si vive, será gracias a ustedes.

El muchacho, aún tendido en la mesa del médico, comenzó a mover apenas los labios. Un murmullo quebrado salió de ellos, como un idioma ahogado por el agua. Nadie entendía nada. Su rostro estaba tan pálido que parecía de cera, pero de pronto sus párpados se entreabrieron apenas. Un par de ojos cafés, opacos y sin brillo, se dejaron ver como si miraran un mundo que no era el nuestro.

—¡Está reaccionando! —dijo uno de los aprendices.

—No… —el médico negó con seriedad—. No está despierto. Está disociado. Puede oír, sentir, pero su mente aún no ha regresado. Déjenlo tranquilo, no lo fuercen.

El murmullo volvió, incomprensible, como el eco de un niño perdido en una cueva. Yo sentí un escalofrío recorriéndome la espalda.

Roderic se inclinó sobre él, preocupado.

—Resiste, muchacho. Estás a salvo ahora.

El médico dio un par de palmadas.

—Bien, no podemos tenerlo aquí. Necesita reposar en un sitio limpio y tranquilo. Tráiganme una camilla de madera y unas mantas.

En cuestión de minutos, alguien llegó con una vieja camilla improvisada. Entre Roderic y los aprendices levantaron al muchacho con cuidado, acomodando las vendas para que no se soltaran. Él gimió bajo, un sonido más de dolor que de conciencia.

—Despacito, despacito —gruñó Roderic—. No quiero que se nos desangre en el camino.

Yo iba junto a ellos, sosteniendo las mantas para cubrirlo. Otro par de vecinos siguieron detrás con más paños y una jarra de agua, por si era necesaria en el trayecto.

La caravana avanzó por el pueblo. Algunos se apartaban con asombro, otros susurraban entre sí, preguntándose de dónde había salido ese muchacho. El silencio que los acompañaba era pesado, interrumpido solo por el crujido de la madera bajo el peso del chico y el goteo de agua desde sus cabellos empapados.

Después de unos minutos llegaron frente a nuestra casa. Allí estaban Joren y las niñas, con ropas limpias y aún con el brillo del día en sus rostros.

Joren fue el primero en reaccionar, frunciendo el ceño al ver la figura inconsciente.

—¿Qué es esto? ¿Por qué lo trajeron aquí?

Roderic se detuvo un segundo, sudando y aún con los brazos tensos de cargarlo.

—Porque alguien tiene que cuidarlo. Y seremos nosotros. Hasta que despierte.

—¿Y si nunca despierta? —preguntó Joren, sin malicia, solo confundido.

Yo avancé y puse una mano en el hombro de mi hijo.

—Entonces, al menos no morirá solo en un río.

Joren bajó la mirada, pensativo, sin discutir más.

Roderic y los aprendices comenzaron a bajar al muchacho con cuidado, paso a paso, procurando que su cuerpo no se golpeara contra los bordes de la puerta. Las niñas, Miriel y Alenya, se habían quedado paralizadas en el umbral, mirándolo con los ojos muy abiertos.

—Niñas, háganse a un lado —les pedí con voz firme—. Necesitamos espacio.

Ellas se apartaron rápido, pegándose a la pared, aunque no podían dejar de mirar al extraño.

Dentro de la casa, el aire era más fresco. La escalera de madera crujió bajo el peso de todos mientras subían lentamente, como si llevaran un jarrón frágil a punto de quebrarse.

—Un paso a la vez… —murmuró Roderic, con la respiración pesada.

Yo iba detrás, con una manta lista, asegurándome de que las vendas no se deslizaran. Cada gemido del muchacho me atravesaba como una aguja.

Al fin, llegaron a la habitación que teníamos desocupada. Las ventanas estaban cerradas, el aire algo polvoriento, pero era lo bastante amplia y tranquila para él. Empujé la puerta con la cadera y los dejé pasar.

—Aquí —dije, señalando la cama sencilla que aún estaba tendida con viejas sábanas.

Con un esfuerzo compartido, Roderic y los aprendices depositaron al chico sobre el colchón. Este gimió otra vez, los labios resecos moviéndose como si intentara articular un nombre que nadie entendía. Sus ojos cafés se entreabrieron apenas, pero seguían sin brillo, perdidos en algún lugar entre el dolor y la inconsciencia.

Yo me acerqué de inmediato y le acomodé una manta limpia sobre el pecho.

—Tranquilo, ya estás en casa.

El cuarto quedó en silencio, solo con el sonido de su respiración débil y los latidos aún acelerados de quienes lo habían cargado.

Roderic, sudado y exhausto, se dejó caer en una silla al borde de la cama.

—Ahora empieza lo más difícil.

La primera noche fue la más tensa y, para ser honesta, insoportable. El chico se agitaba de tanto en tanto, murmurando cosas que ninguno entendía, como si su mente siguiera atrapada en aquel río turbio o en algo peor.

Yo estaba sentada a su lado, exprimiendo un paño en un cuenco de agua fresca. Su frente ardía, y cada vez que le pasaba el paño frío, soltaba un quejido ahogado.

—Mamá… —susurró Alenya desde la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Va a morir?

No supe qué contestar al instante. Miré al chico, tan pálido y cubierto de vendas, y luego a mi hija.

—No lo sé, hija. El médico hizo lo posible. Ahora depende de él.

Miriel, que estaba justo detrás de su hermana, agregó en voz baja:

—Yo lo vi… cuando lo sacaron del agua… parecía… parecía una muñeca rota.

—¡Miriel! —la reprendí suavemente—. No digas esas cosas frente a él. Aunque no lo parezca, puede escucharnos.

Roderic estaba en un rincón, sentado con los codos sobre las rodillas, cansado pero con los ojos fijos en el chico.

—Tu madre tiene razón —dijo con voz grave—. No sabemos si entiende lo que decimos. Pero tratemos de hablar como si lo hiciera. Que no oiga desesperanza.

Joren, apoyado contra el marco de la puerta, bufó.

—Pero es la verdad, padre. Lo vi igual que ellas. Flotando entre ramas, con flechas clavadas. Si sobrevive, será un milagro.

—Joren —le corté, mirándolo fijo—. No necesitamos realismo ahora. Necesitamos fe.

El muchacho murmuró algo, un sonido ronco que me hizo sobresaltarme. Me incliné de inmediato, acercando mi oído a sus labios.

—…co…rr…e…

—¿Qué? —pregunté en voz baja.

—¿Qué dijo? —preguntó Miriel, avanzando un paso.

Lo escuchamos de nuevo, como un lamento entrecortado:

—…co…rr…e…

Alenya se abrazó a sí misma.

—Está soñando. Sueña con lo que le pasó.

Roderic se puso de pie, caminó hacia nosotras y puso una mano firme sobre el hombro de cada niña.

—Escúchenme bien. Ustedes vieron muchas cosas hoy. Más de las que un niño debería ver. Pero este muchacho… lo vivió en carne propia. Sea lo que sea, lo que lo persigue aún lo tiene atado aquí —señaló su frente—. No debemos juzgar sus palabras. Solo cuidarlo.

—¿Y si trae problemas al pueblo? —preguntó Joren con dureza—. No sabemos quién es, ni de dónde viene.

—¡Ya basta! —le solté, más fuerte de lo que esperaba. Todos me miraron sorprendidos, incluso Roderic. Tomé aire, conteniendo la emoción—. Puede ser quien sea, haber pasado lo que haya pasado… pero es un niño, Joren. Apenas unos años menor que tú. ¿Y qué? ¿Lo dejamos morir porque no sabemos su historia?

El silencio llenó la habitación. Solo se oía la respiración agitada del chico, cada vez más irregular.

—Lo cuidaremos —dijo Roderic al fin, rompiendo la tensión—. Hasta que despierte. Y cuando lo haga, entonces veremos qué hacer.

Yo asentí, agradecida. Miré a las niñas y les sonreí débilmente.

—Vayan a dormir. Ya vieron suficiente por hoy.

—Pero, mamá… —empezó Alenya, con los ojos vidriosos.

—No hay peros. —Me levanté y acaricié su mejilla—. Tu padre y yo estaremos aquí. Él no estará solo.

Las dos asintieron despacio y salieron, tomadas de la mano.

Joren se quedó un momento más en la puerta, en silencio. Finalmente murmuró:

—Si no despierta… no se encariñen demasiado.

No respondí. No quise darle más lugar a su dureza.

Cuando se fue, la casa quedó sumida en el sonido de la lluvia golpeando las ventanas y los gemidos del chico. Yo volví a sentarme a su lado, cambiándole el paño en la frente. Roderic se quedó de pie, mirando la tormenta por la ventana, aunque yo sabía que, en realidad, vigilaba cada respiro de aquel desconocido.

La noche se hizo larga. Y apenas era la primera.

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