[Liana]
La semana siguiente fue un martirio. El muchacho no despertaba, y cada día parecía debatirse entre un sueño inquieto y una lucha invisible.
La primera noche de fiebre lo recuerdo bien. Su cuerpo ardía como un horno, pero al tocarlo con la palma de la mano sentí algo imposible: estaba helado.
—Roderic… —susurré, pasándole el paño húmedo por la frente—. No entiendo. Suda como si tuviera fiebre, pero al mismo tiempo parece escarcha lo que limpio.
Él me miró con el ceño fruncido, arrodillado junto al catre.
—No tiene sentido. El médico dijo que la sangre perdida podía causarle fiebre… pero esto… —alzó la mano y me mostró los dedos mojados—. ¿Ves? Se siente frío.
—¿Y si…? —callé, dudando—. ¿Y si es algo más que heridas?
Roderic suspiró, cansado.
—No adelantemos ideas. No sabemos nada de él. Solo que estaba muriendo en el río.
En ese momento el chico murmuró algo, con voz ronca:
—…no… por favor…
Yo lo tomé de la mano.
—Shhh, tranquilo, niño. Estás a salvo.
Él se agitó, como si luchara con alguien en sueños, y casi tiró el cuenco de agua con un manotazo.
—Está soñando otra vez —dijo Roderic, sujetándole los hombros con firmeza—. Parece una pesadilla.
Pasaron los días y las noches, todos parecidos. Había ratos en que estaba inmóvil como una estatua, y de repente se agitaba, murmurando frases sueltas. Una madrugada lo oí decir con claridad:
—…no me sueltes…
Me estremecí, pero no dije nada.
Una tarde, Marah vino a vernos. Llevaba un canasto con pan y algo de miel.
—¿Cómo sigue? —preguntó en voz baja, apenas cruzó la puerta.
—Igual —le respondí, cansada—. Entre fiebre y frío. Anoche el cuarto entero estaba helado.
Marah frunció el ceño y miró alrededor.
—Yo también lo sentí. Desde afuera. Como si la escarcha se pegara en los vidrios de las ventanas.
—Encendimos un caldero para dar calor —explicó Roderic, que estaba sentado cerca del muchacho—. Pero aun así, la escarcha aparecía.
Marah se acercó al catre y lo observó. El chico respiraba con dificultad, el pecho subiendo y bajando con un silbido extraño.
—Parece como si el frío viniera de él mismo… —dijo en voz baja.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, alarmada.
—Nada… nada claro —respondió enseguida, sacudiendo la cabeza—. Solo que es raro. Nunca vi algo así.
El muchacho gimió de nuevo, torciendo la cabeza a un lado.
—…no… me lleves…
Roderic lo sujetó suavemente.
—Tranquilo, muchacho. Nadie va a llevarte.
Marah se cruzó de brazos.
—Me preocupa que los niños lo escuchen —dijo refiriéndose a Miriel, Alenya y Joren—. Están nerviosos.
—Ya lo sé —contesté con un suspiro—. Anoche Miriel vino corriendo a mi cama diciendo que oyó su voz y que le daba miedo.
—Y Alenya también me preguntó —agregó Roderic—. Quieren respuestas, pero ni yo las tengo.
—Pues diles que lo que tiene es fiebre —sugirió Marah—. Los niños no necesitan cargar con más que eso.
El silencio llenó la habitación por un instante. Solo se escuchaba la respiración irregular del muchacho.
—¿Crees que despierte? —pregunté al fin, casi en un susurro.
Roderic me miró largo rato antes de responder.
—Tiene una voluntad extraña. Yo lo siento. Cualquiera otro habría muerto esa misma noche en el río. Pero este muchacho… no sé cómo, sigue luchando.
Marah puso el canasto sobre la mesa y se acercó un poco más al catre. Con voz más suave de lo habitual, dijo:
—Muchacho… quien seas, resiste. No sabes la familia en la que has caído. Si despiertas, verás que todavía hay bondad en este mundo.
Yo me quedé mirándola sorprendida. Nunca había oído a Marah hablar así.
El chico murmuró algo entonces, tan bajo que apenas se entendió:
—…mamá…
El silencio fue absoluto. Roderic apretó los labios, yo sentí un nudo en la garganta, y Marah tragó saliva.
—Está confundido —dijo ella rápidamente, como para cortar la tensión—. Todos llaman a alguien en sueños cuando tienen fiebre.
Pero sus ojos, igual que los míos, se quedaron un momento más en él, buscando un sentido en esas palabras.
Fue en la misma semana. La fiebre del muchacho aún no cedía del todo, y aunque lo habíamos estabilizado con las limpiezas y vendajes, su cuerpo parecía vivir entre dos extremos: calor sofocante y un frío antinatural que congelaba las ventanas.
Esa tarde, mientras Roderic y yo nos turnábamos para vigilarlo, escuché pasos en el pasillo. Pasos pequeños, dudosos.
—Mamá… —era Miriel, la más pequeña, asomando la cabeza por la puerta entreabierta.
—¿Qué haces levantada, niña? —le dije en voz baja, llevándome un dedo a los labios.
Ella entró, arrastrando los pies, con su osito de tela en brazos.
—Quiero verlo. ¿Se va a morir?
Me arrodillé y la abracé enseguida.
—No digas eso, cariño. Está luchando. Solo necesita descansar.
Ella me miró con los ojos grandes y húmedos.
—Pero siempre llora… en sus sueños. ¿Por qué llora si está dormido?
Me quedé sin respuesta. Roderic, que estaba al otro lado del catre, intervino.
—A veces, cuando uno ha sufrido, los recuerdos duelen incluso dormido. Eso es todo.
Miriel se acercó despacito al chico, observándolo.
—Tiene el cabello bonito… aunque todo despeinado —dijo en voz bajita—. ¿Podemos peinárselo cuando despierte?
Sonreí suavemente.
—Claro que sí. Tú misma podrás hacerlo.
Ella asintió, abrazó su osito y salió corriendo, aliviada.
Un par de horas después, quien apareció fue Alenya. Ella no entró enseguida; se quedó en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y la cara seria.
—Mamá —dijo al fin—, ¿por qué tenemos que cuidar a alguien que ni siquiera conocemos?
Suspiré y me acerqué a ella.
—Porque lo necesita. Y nosotros estábamos allí cuando lo encontramos.
Ella frunció el ceño.
—Pero… ¿y si trae problemas? Se veía muy herido. Eso no pasa porque sí.
Roderic la miró, tranquilo, desde la silla.
—Puede que tengas razón, Alenya. Pero los problemas no son culpa de él. Es solo un chico que estaba muriendo. Y si fuéramos nosotros los que cayéramos en un río, ¿no te gustaría que alguien nos ayudara?
Alenya bajó la vista, incómoda.
—…Sí.
Me acerqué y le acaricié la cabeza.
—Lo único que necesitamos ahora es compasión, hija. Cuando despierte, sabremos más.
Alenya suspiró y entró un poco más, mirándolo con ojos curiosos.
—Se ve… frágil. No pensé que alguien mayor que Joren pudiera parecer tan débil.
Luego se encogió de hombros y salió, murmurando:
—Está bien… lo cuidaré también. Pero si hace algo raro, yo lo vigilaré.
La última visita fue la de Joren. Entró tarde, cuando todos parecían dormir. Yo estaba todavía junto al chico, mojándole los labios con un paño húmedo.
—Madre —dijo Joren en voz baja—. ¿Puedo quedarme un rato?
—Claro —le respondí, haciéndole un gesto para acercarse.
Él se sentó a mi lado, observando al muchacho inconsciente.
—Es… raro. Me recuerda a mí cuando entrenaba demasiado y me desmayaba. Pero este… —lo señaló con la barbilla—, tiene algo distinto.
—¿Distinto cómo? —preguntó Roderic desde la silla, sin abrir los ojos.
Joren pensó un momento.
—No sé. Como si no fuera solo un chico herido. Como si… hubiera cargado con demasiado.
Lo miró en silencio, y luego murmuró:
—Si despierta, quiero entrenar con él. Quizá eso lo haga sentir algo.
Me quedé en silencio, observando a mis hijos. Cada uno, a su manera, había abierto ya un espacio en su corazón para aquel extraño. Y sin darse cuenta, todos empezaban a llamarlo nuestro.
**
La mesa estaba servida de forma sencilla: pan, un guiso tibio y algo de queso. Después de tantos días tensos, esa comida parecía un pequeño descanso.
—El médico al menos dijo que las heridas están cerrando bien —comentó Roderic mientras partía un trozo de pan—. Eso ya es un alivio.
—Sí, pero lo de la fiebre sigue siendo raro —dije yo, apoyando la cuchara y suspirando—. Es como si el cuarto se enfriara con él.
Alenya, que bebía de su taza, intervino con gesto suspicaz.
—¿Y si es un mago? Ya escuchamos lo que dijo el médico, que podría estar despertando.
Joren arqueó las cejas.
—No todos los que enferman raro son magos. Y si lo fuera, ¿qué? No nos haría daño.
—Eso dices tú —replicó Alenya, apoyando los codos en la mesa—. Pero a veces la magia se vuelve loca y la gente explota o prende fuego a las casas.
Miriel soltó una risita nerviosa.
—No va a explotar. Él no se ve como alguien que explota…
Todos rieron un poco, incluso yo, aunque con cierta incomodidad.
Roderic la miró con seriedad.
—El médico también dijo que sería solo él. La gente enferma de maneras extrañas a veces. Eso no significa magia, ni maldiciones.
Alenya torció los labios.
—Pues yo digo que hay algo más. ¿No lo sienten? Cuando subes a su cuarto, es como entrar a una cueva en pleno invierno.
Joren levantó la vista de su plato.
—Sí lo siento. Pero… también siento que no es culpa suya. No podemos tratarlo como si fuera un peligro.
Yo asentí, agradecida por sus palabras.
—Tu hermano tiene razón, Alenya. Sea lo que sea, no sabemos todavía. Lo único cierto es que está vivo porque decidimos ayudarlo. Y mientras esté en esta casa, lo cuidaremos.
Hubo un silencio breve. Todos retomaron sus platos, más pensativos que antes.
Miriel, con la boca llena de pan, murmuró:
—A mí no me importa si es mago. Yo quiero que despierte y me cuente por qué lloraba en sueños.
—¿Otra vez con eso? —bufó Alenya, aunque sin dureza—. Siempre dices que llora, pero yo nunca lo oigo.
—Porque tú duermes como una piedra —respondió Miriel con una sonrisita.
Joren rió.
—Yo sí lo escuché. No eran palabras claras, pero… parecían nombres.
Eso hizo que todos levantaran la mirada hacia él.
—¿Nombres? —pregunté yo.
Él asintió, serio.
—Sí. Una vez murmuró algo como "Lor"… o "Nor". No estoy seguro. Y otra, parecía decir "madre".
Roderic se recostó en su silla, pensativo.
—Entonces… no está del todo perdido en la fiebre. Está luchando por volver.
—¿Y si esos nombres son importantes? —preguntó Alenya, ahora más intrigada que temerosa.
—Seguramente lo son —respondí—. Y cuando despierte, tal vez lo primero que haga sea preguntar por ellos.
El silencio que siguió fue distinto al anterior: ya no era de sospecha, sino de expectación.
**
Esa tarde yo estaba en su habitación, un cubo de agua caliente al lado de la cama, repasando con un paño limpio su piel pálida, todavía marcada por heridas que tardarían en cerrar. La quietud del cuarto se había vuelto costumbre, interrumpida solo por su respiración débil.
De pronto, un sonido extraño me hizo detener la mano. Primero un gemido, ronco, quebrado. Luego, la cama se estremeció: su pierna se movió, como un espasmo.
—¡Roderic! —llamé, con el corazón en la garganta.
No tuve tiempo de más. El chico se incorporó bruscamente, como un animal acorralado, y un grito áspero salió de su garganta.
Corrí a sujetarlo por los hombros.
—¡Shh, tranquilo, tranquilo! —le dije—. Estás a salvo, ya no corres peligro.
Roderic subió casi al instante, dejando atrás la puerta abierta. Se acercó de inmediato, poniéndose al otro lado de la cama para sostenerlo.
—Escúchame, muchacho —dijo con voz firme—. Nadie va a hacerte daño. Ya pasó.
El chico respiraba agitadamente, los ojos abiertos de par en par, oscuros, sin brillo pero llenos de miedo. Miraba todo a su alrededor como si no reconociera nada.
—¿Dónde… dónde estoy? —su voz era poco más que un susurro quebrado.
—En un pueblo llamado Rinvell —respondió Roderic sin titubear—. Te encontramos en el río, hace casi dos semanas. Te cuidamos, curamos tus heridas. Has estado bajo techo desde entonces.
—¿Rinvell…? —repitió, como si la palabra le supiera extraña. Movió la cabeza lentamente, mirando las paredes, el fuego débil en el brasero, el balde de agua junto a mí—. Tengo… frío… tanto frío…
Lo vi encogerse, como si un escalofrío lo atravesara de pies a cabeza. Entonces notó las vendas en su torso y sus brazos, y el pánico se encendió en sus ojos.
—¿Por qué…? ¿Qué… qué me pasó? ¿Por qué tengo vendas? ¡Qué me hicieron!
—Nada malo —respondí de inmediato, tratando de sonar suave—. Estabas herido cuando te encontramos. Muy malherido. Lo único que hicimos fue salvarte.
Roderic puso una mano sobre su pecho para obligarlo a recostarse de nuevo.
—Si no fuera por las vendas, ni siquiera estarías respirando ahora.
Él jadeó, con el sudor pegando sus cabellos oscuros a la frente. Sus ojos temblaban de un lado a otro, confusos.
—No… no entiendo…
—Tuvimos que sacarte del río —expliqué yo—. Había flechas en tu cuerpo. Quemaduras. Cortes. Y estabas casi ahogado.
—¿Tu nombre? —pregunté con suavidad, inclinándome un poco hacia él—. ¿Cómo te llamas?
El chico parpadeó, desconcertado, como si las palabras fueran golpes. Entonces su mirada se desenfocó.
—Yo… yo me llamo… —empezó, con voz temblorosa. Se quedó en silencio de golpe, con los labios entreabiertos. Sus ojos se clavaron en un punto frente a él, perdidos.
Su mano temblorosa se levantó hasta su cabeza, tocando con torpeza la zona vendada. Apenas rozó la herida y un gemido de dolor le escapó.
—¡Aaah…! —apretó los ojos, inclinando el rostro hacia un lado, con un gesto de pura agonía.
—No lo toques —le dije rápido, tomando su mano para apartarla con cuidado—. Déjalo. Aún está sanando.
Él abrió los ojos de nuevo, húmedos, extraviados, y me miró como si quisiera encontrar respuestas en mí.
—¿Tu nombre?
Él asintió apenas, sin apartar los ojos de los míos.
—No… no recuerdo quién soy.
El silencio pesó en el cuarto. Roderic y yo nos miramos, con la misma duda reflejada en nuestros rostros: el chico había perdido no solo la sangre en el río… sino también su identidad.
—Está bien —dije al cabo de un instante, tomando aire y volviendo a mirar al chico—. No importa. Lo recordaremos juntos, cuando sea el momento.
Él cerró los ojos con lentitud, agotado, y apenas murmuró:
—Tengo frío…
Roderic tomó una manta extra y la extendió sobre él, mientras yo sostenía todavía su mano, temblorosa, entre las mías.
La primera palabra que había dicho en casi dos semanas era que no sabía quién era.
***
El sol apenas se colaba por las cortinas cuando subí con un cuenco de caldo caliente. La noche anterior casi no había dormido; cada que él se agitaba, yo abría los ojos para comprobar que seguía respirando. Pero esa mañana, cuando entré en la habitación, lo encontré recostado, los ojos entreabiertos, más despierto que ayer.
—Buenos días —murmuré, dejándole el cuenco en la mesita junto a la cama.
Me miró, con esos ojos marrones que parecían perderse, aunque ahora tenían un poco más de luz que anoche.
—Buenos… días… —repitió, como si probara el sonido.
—¿Cómo te sientes?
—Cansado… pero… menos frío. —Trató de incorporarse y de inmediato soltó un gemido, recostándose otra vez.
—Despacio, no te fuerces —le advertí, acomodándole la manta.
En ese momento, escuché pasos en la escalera y voces susurrantes. Reconocí a las niñas. Alenya y Miriel asomaron primero la cabeza por la puerta, con Joren detrás, más serio.
—¿Podemos entrar? —preguntó Alenya, con esa curiosidad chispeante en sus ojos.
—Adelante, pero tranquilos —les respondí.
Las dos entraron de golpe. Miriel, la más pequeña, se acercó despacio al borde de la cama.
—¿Ya… ya despertó? —me preguntó bajito.
—Sí, cielo, aunque necesita calma —le contesté.
El chico giró apenas la cabeza hacia ella, y la niña se sobresaltó al ver sus ojos abiertos.
—Hola… —dijo él, con voz débil pero clara.
Miriel se escondió un poco detrás de mi brazo, y Alenya rió.
—Pues no tiene cara de monstruo como pensabas, ¿eh? —le dijo a su hermana.
—¡No dije que fuera un monstruo! —replicó la pequeña.
El muchacho frunció el ceño, confundido, como si no entendiera del todo qué pasaba.
—¿Ustedes… quiénes son?
Joren, que había estado en silencio, se adelantó un paso.
—Somos los hijos de esta casa. Yo soy Joren. Ellas son mis hermanas, Alenya y Miriel.
—¿Y tú? —preguntó Alenya, inclinándose hacia él con la desfachatez de sus catorce años—. ¿Cómo te llamas?
Él guardó silencio. Lo vi apretar la mandíbula, mirar hacia un lado y después hacia otro, como si las paredes fueran a darle una respuesta.
—Yo… no lo sé. No recuerdo.
Las niñas se miraron entre sí, sorprendidas.
—¿Cómo que no lo recuerdas? —preguntó Alenya—. ¿Ni un poquito?
El chico negó lentamente.
—Nada.
Miriel, que hasta entonces había estado callada, se acercó más, con pasos cortos, y puso una mano pequeñita sobre la manta que cubría su brazo.
—No importa… —le dijo, con esa sinceridad inocente—. Puedes inventar uno, si quieres.
Él la miró, y por primera vez desde que abrió los ojos, una especie de sombra de sonrisa apareció en sus labios.
—Tal vez… —susurró.
Roderic apareció en la puerta, con los brazos cruzados.
—Ya basta, denle espacio. Apenas despertó anoche.
—Pero papá… —empezó Alenya.
—Nada de "pero". —Su voz fue firme—. El chico necesita descansar.
Los tres asintieron a regañadientes. Antes de salir, Miriel volvió a mirar al muchacho y le dijo:
—No te preocupes, vas a estar bien.
Cuando se quedaron solos otra vez, él me miró.
—¿De verdad… llevan dos semanas cuidándome?
—Sí —respondí suavemente—. Día y noche. Y lo seguiremos haciendo, hasta que recuperes fuerzas.
Cerró los ojos un momento, como si procesara mis palabras.
—Entonces… supongo que tengo dar gracias —murmuró, apenas audible.
Sentí un estremecimiento recorrerme, y apreté un poco la manta sobre su pecho.
Me acomodé en la silla junto a la cama y lo miré a los ojos, esos cafés apagados que parecían buscar respuestas en el techo más que en nosotros.
—Dime, chico… ¿qué es lo que puedes recordar? Lo que sea… aunque solo sea una imagen, un sonido, un olor… lo que tengas en tu cabeza.
Él se quedó en silencio unos segundos, arrugando la frente. Después apretó los dientes y llevó una mano vendada a su sien.
—Nada… —murmuró con frustración—. No hay nada. Intento… pero… duele. Cada vez que busco algo, mi cabeza… arde, como si me aplastaran por dentro.
—Tranquilo, no lo fuerces —le dije, tomando su mano suavemente para apartarla de la herida.
En ese momento Roderic, que se mantenía de pie apoyado en el marco de la ventana, habló con calma:
—¿Y tu edad? ¿Al menos sabes cuántos años tienes? ¿O cuántos crees tener?
El muchacho parpadeó, inseguro, y negó con la cabeza.
—No lo sé… —respondió con un hilo de voz—. Podría tener veinte… o doce… no sé.
Lo miré con ternura, evaluando sus facciones. Había perdido mucho peso, pero en su rostro se notaba todavía cierta juventud, como si apenas hubiera dejado atrás la niñez.
—Eres menor que Joren, eso es seguro —dije, intentando sonreír para aligerar la tensión.
—Sí —asintió Roderic—. Yo diría unos dieciséis… quizás diecisiete. Joren ya tiene diecinueve y se ve mayor, más hecho. Tú aún tienes algo de… —hizo un gesto con la mano, buscando la palabra— de niño en el rostro.
El chico bajó la mirada, como si esas palabras lo pesaran.
—Entonces… ni siquiera sé qué edad tengo… —susurró, casi para sí mismo.
—Eso no importa ahora —le respondí, poniendo una mano sobre su hombro—. Lo importante es que estás aquí, vivo, y que vamos a cuidarte.
Me levanté y fui a la mesita, donde había dejado un cuenco de caldo humeante. Lo tomé con cuidado y me acerqué a él.
—Tienes que comer algo —dije suavemente, sentándome de nuevo junto a la cama—. Tu estómago lleva demasiado tiempo vacío. No has probado un solo bocado en casi dos semanas.
Él observó el plato, como si le costara aceptar que era suyo.
—No… no estoy seguro de poder…
—Solo un poco —insistí, hundiendo la cuchara y soplando para enfriarla—. No es mucho, pero te dará fuerzas. El médico del pueblo vendrá en un rato para revisarte, y sería mejor que tengas algo dentro cuando lo haga.
Roderic se acercó y apoyó una mano firme en el hombro del muchacho.
—Hazle caso a Liana. Ella sabe lo que dice.
Él suspiró, cerró los ojos un instante y luego abrió la boca con timidez, aceptando la primera cucharada. Tosió un poco al principio, pero no se quejó.
—¿Ves? —le sonreí—. No está tan mal, ¿verdad?
Él me miró de reojo, y por primera vez desde que despertó, una chispa de algo parecido a vida brilló en su mirada.
—Está… caliente. —Su voz fue baja, como si acabara de recordar lo que era sentir calor por dentro.
—Entonces come otro poco —dije, ofreciéndole otra cucharada.
Mientras le daba de comer despacio, Roderic permanecía de pie a un lado, en silencio, observando con la expresión de un padre que mide cada detalle, cada gesto del muchacho que acababa de entrar en nuestras vidas.
Lo ayudamos a recostarse con cuidado, no del todo porque acababa de comer. Su respiración era lenta, entrecortada, y cada tanto apretaba la mandíbula como si intentara contener un dolor que no quería mostrarnos. Cerró los ojos un momento, luego soltó un suspiro cansado, casi derrotado.
—Gracias… —murmuró con voz ronca, tan débil que por un instante pensé que se iba a desvanecer otra vez—. Gracias por salvarme… Cuando me recupere, me voy a ir. Ya les he causado demasiados problemas…
Abrí la boca, pero me detuve, sorprendida.
—¿Irte? —pregunté al fin, suavizando mi tono.
Él asintió apenas, el gesto rígido por el dolor.
—Seguramente la gente del pueblo ya me vio… y deben estar diciendo cosas. No quiero traerles más problemas.
Me incliné hacia adelante, con las manos apoyadas en mis rodillas, buscando que me mirara.
—No tienes por qué irte. Puedes quedarte y recuperarte por completo. —Hice una pausa, asegurándome de que mis palabras sonaran firmes—. Incluso podrías quedarte más tiempo… en lo que recuperas la memoria.
Él abrió los ojos y me observó, esa mirada aún perdida, desconfiada, como si el mundo entero fuera un lugar extraño que no entendía. Movió la cabeza con dificultad.
—No… —su voz se quebró apenas—. Tus hijas, tu hijo… no van a sentirse cómodos conmigo aquí. Soy un desconocido, alguien que encontraron herido, casi muerto en un río… Eso fue lo que me dijeron.
Roderic, que estaba junto a la ventana, se giró con el ceño fruncido.
—Eso no importa. —Su tono fue firme, seco, pero cargado de convicción—. Te encontramos, sí, y casi mueres. Pero también significa que, desde ese momento, tu vida quedó en nuestras manos. Y no vamos a dejar que te vayas como si no importaras.
El chico lo miró, parpadeando, como si no supiera cómo responder. Yo noté cómo apretaba las sábanas con los dedos, nervioso, y cómo su pecho subía y bajaba con dificultad.
Me acerqué un poco más y, con suavidad, le puse una mano en el hombro, apenas un roce para no lastimarlo.
—Escucha… —susurré—. Aquí nadie te va a rechazar. Nadie va a echarte. Si no tienes recuerdos, si no sabes quién eres, entonces este lugar puede ser tu refugio hasta que lo descubras.
Él apretó los labios, como si mis palabras fueran demasiado pesadas para sostenerlas, y bajó la mirada al suelo. Su respiración se agitó de nuevo, y durante unos segundos pensé que iba a romper en llanto, pero solo cerró los ojos otra vez, escondiéndose en la oscuridad que lo envolvía desde que abrió los ojos por primera vez.
Pasó un rato en silencio, el muchacho quedó recostado, respirando con dificultad pero al menos tranquilo. Yo todavía lo observaba, intentando leer algo en su rostro, algo que me dijera quién era, pero lo único que veía era confusión y cansancio.
Unos golpes suaves en la puerta nos sacaron de ese instante. Roderic abrió, y era el médico del pueblo, ese hombre ya mayor de barba entrecana y mirada paciente que había estado viniendo desde que encontramos al chico. Traía consigo su bolsa de cuero, de la que sobresalían vendas limpias y frascos con hierbas.
—Buenas tardes —saludó con su voz grave y calmada—. Me dijeron que despertó.
—Así es —respondí, y me hice a un lado para que entrara—. Pero sigue muy débil.
El médico se acercó despacio, y yo pude ver cómo sus ojos se detenían en el chico, observando cada gesto, cada movimiento. Se sentó al borde de la cama, con cuidado de no incomodarlo.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, mientras abría su bolsa.
El chico dudó, sus labios temblaron apenas antes de responder.
—Cansado… y frío.
El médico asintió, como si esa respuesta confirmara lo que ya esperaba. Le revisó la frente, el cuello, después retiró con cuidado parte de las vendas para ver las heridas.
—Sorprendente —murmuró, más para sí que para nosotros.
—¿Qué ocurre? —pregunté, un poco inquieta.
El hombre guardó silencio unos segundos, como eligiendo sus palabras.
—Las heridas cerraron mejor de lo que pensé, mucho más rápido de lo normal. Todavía no estás sano, muchacho, pero… en alguien con tanta fiebre y tan debilitado, lo común sería que empeoraran, no que mejoraran.
El chico lo miró confundido, como si no entendiera lo que le decían. Roderic frunció el ceño y se cruzó de brazos.
—¿Es malo eso? —preguntó mi esposo.
El médico negó con la cabeza.
—No necesariamente. Es solo… inusual. —Volvió a mirar al chico, con una mezcla de extrañeza y preocupación—. Y esa fiebre helada que mencionaron… jamás la había visto. No hay infección, no hay señales de empeorar, pero sigue ahí, constante.
El chico bajó la mirada, y yo pude ver cómo su mano temblaba al apretar la sábana.
—No sé qué me pasa —susurró con voz quebrada—. No recuerdo nada… ni siquiera quién soy.
El médico lo observó en silencio, y por un momento su mirada parecía casi compasiva. Le colocó la mano en el hombro.
—Entonces lo importante ahora es que estés vivo. Lo demás… llegará con el tiempo, o no. Pero lo primero es que sigas luchando.
Yo apreté los labios, queriendo creer en esas palabras, aunque en mi interior sentía que había algo más, algo que ninguno de nosotros entendía todavía.