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Chapter 10 - Capítulo 9

[Liana]

El tiempo fue pasando, y poco a poco el muchacho comenzó a mostrar señales de recuperación.

Al principio apenas podía mantenerse sentado más de unos minutos, pero con el paso de los días logró permanecer despierto por más tiempo, dar algunos pasos dentro de la habitación con ayuda de Roderic o mía, e incluso realizar ejercicios ligeros que el médico recomendó para que sus extremidades no quedaran rígidas.

Las niñas a veces subían con disimulo, llevándole flores que recogían en los bordes del río, o cuentos inventados para distraerlo.

Joren, en cambio, lo miraba con cierta cautela.

No llegaba a tratarlo mal, pero la desconfianza se notaba en su silencio y en la manera en que fruncía el ceño cuando Eiren decía algo.

Una noche, después de escuchar los sollozos apagados de Eiren detrás de la puerta, me decidí a entrar. Lo encontré con las manos cubriéndose el rostro, temblando en medio de la penumbra.

—Chico —lo llamé suavemente, aunque todavía no tenía un nombre.

—No… no sé quién soy —murmuró él, con la voz rota—. Sólo escucho voces… veo sombras en mis sueños. Y nombres… que no recuerdo al despertar.

Me acerqué y le acaricié el cabello, como a mis propios hijos.

—Entonces nosotros te daremos un nombre.

—¿Quieres? —le pregunté con una sonrisa.

El levantó la mirada.

—¿Un… nombre?

—Sí —intervino Roderic, que había estado escuchando desde la puerta—. No puedes seguir siendo "el chico del río".

Las niñas fueron las primeras en gritar propuestas:

—¡Aran!

—¡No, mejor Chris!

—¡Yo digo que Lys!

Joren resopló.

—Todos suenan ridículos.

Yo pensé un instante, y luego lo dije con firmeza:

—Eiren. ¿Qué tal Eiren?

El silencio llenó la habitación. El muchacho parpadeó varias veces, y entonces… sonrió, sonrojándose como si aquel nombre le despertara algo cálido en el pecho.

—Eiren… —repitió en un susurro—. Me gusta.

Desde ese día, todos comenzaron a llamarlo así. Al no saber su edad con certeza, el médico sugirió diecisiete, pues era lo que más se aproximaba a su aspecto.

Y así fue como nació una nueva vida en nuestra casa. Mis hijos lo aceptaron como un hermano. Roderic, con su habitual seriedad, le enseñaba poco a poco a realizar tareas sencillas: cortar leña, arreglar sogas, cargar cántaros.

Eiren tenía una fuerza extraña, casi comparable a la de los hombres del pueblo,

pero se notaba desorientado al momento de realizar los trabajos, como si jamás en su vida hubiese tocado un hacha o un azadón.

—No, así no, mira —decía Roderic, tomando el hacha de sus manos—. No levantes tanto el codo, se te va a cansar el brazo. Mira: firme, recto, y de un golpe.

Eiren lo miraba con atención, repitiendo cada movimiento. A veces erraba, otras lo hacía bien, y cada acierto le arrancaba una tímida sonrisa que iluminaba su rostro.

Las niñas, por su parte, lo arrastraban a jugar, a contar historias o a ayudar en la cocina.

—¡No, Eiren! ¡Eso no es sal, es azúcar! —gritaba una entre risas cuando lo veía confundir los frascos.

—¡Mamá, Eiren no sabe coser! —decían otras veces, mostrándole los remiendos torcidos que él había intentado hacer en un pantalón.

Yo reía junto a ellas, y Eiren se ruborizaba, murmurando disculpas. Pero poco a poco, el calor del hogar comenzó a borrar esa sombra de desamparo que cargaba en sus ojos.

Incluso Joren, aunque distante, comenzó a mirarlo con un respeto contenido. Una tarde, mientras trabajaban juntos reparando la cerca del patio, lo escuché decir:

—No lo haces tan mal para ser un perdido.

—Gracias… hermano —respondió Eiren, titubeante.

Joren lo miró sorprendido, pero no lo corrigió.

Y desde ese día, el vínculo se fue cerrando, lento pero seguro.

Marah, que venía a menudo a visitarnos, se acercaba también a saludar a Eiren. Lo veía sonreír, conversar, hasta ruborizarse en ocasiones con sus comentarios.

Yo la observaba en silencio, comprendiendo que quizás él no solo encontraba un hogar, sino también nuevas razones para sonreír.

Poco a poco, el pueblo también lo aceptó. Al principio todos lo miraban con desconfianza, convencidos de que un desconocido traería problemas.

Pero los problemas nunca llegaron. Nadie vino a buscarlo, ningún forastero apareció preguntando por él.

En cambio, vieron a un joven que trabajaba, que reía, que ayudaba en lo que podía, aunque a veces tuviera que aprenderlo todo desde cero.

Así, de manera natural, Eiren se volvió parte del pueblo.

Un día, mientras compartíamos la cena, lo escuché pronunciar algo que me hizo estremecer.

—Gracias, mamá. —me dijo, mirándome a los ojos con una ternura tan pura que sentí el corazón apretárseme en el pecho.

Cada vez que recordaba ese instante, cuando me miró con esos ojos cafés apagados, tan frágiles y desprotegidos, y me llamó mamá, sentía que el alma se me encogía. Fue como un pacto silencioso. Ese día juré, con todo lo que soy, que le daría lo que sea que la vida le negó: calor, cuidado, cariño, amor de madre.

No sabía quién había sido antes, qué le habían hecho o qué cargas llevaba en el cuerpo y en el corazón. No importaba. Para mí ya no era "el chico del río", era mi hijo. Y así lo traté desde entonces, sin reservas.

Cada mañana comencé a despertarlo igual que a mis niñas y a Joren cuando eran pequeños. Me acercaba despacio, con esa voz melosa y empalagosa que a veces los hacía protestar, pero que siempre les sacaba una sonrisa.

—Arriba, dormilón… —le susurraba al oído, revolviendo suavemente su cabello oscuro—. El sol ya está alto y el desayuno te espera.

Él, al principio, se estremecía, sorprendido por la familiaridad. Pero luego me miraba con esos ojos todavía inseguros y dejaba escapar una sonrisa tímida, como si aquella dulzura le resultara extraña, pero demasiado cálida para rechazar.

Le daba besitos en la frente o en la mejilla, lo abrazaba sin importar lo rígido que se quedara al inicio. Porque sabía que con el tiempo, esa rigidez iba a deshacerse, que el cuerpo aprende lo que el corazón ha olvidado. Y lo hizo: poco a poco se inclinaba hacia mí, buscando esos abrazos como quien busca refugio del frío.

Roderic me observaba desde la puerta algunas veces, y aunque no decía nada, lo veía asentir con el rostro sereno. Para él también ya era un hijo, aunque lo expresara de otra manera: en las lecciones de trabajo, en la paciencia que nunca había tenido con nadie más.

Yo misma me repetía: incluso si un día alguien toca la puerta, diciendo que es su madre de sangre, o un hermano perdido, o cualquier pasado que venga a reclamarlo… si él decidia que quería irse, no me opondré. Pero yo… yo nunca lo olvidaré.

Porque ya estaba grabado en mí. Mi niño del río, mi hijo encontrado. Y aunque eligiera un camino distinto, aunque el destino lo arrancara de mi lado, lo amaría siempre.

Pero en esos días, cuando se reía con mis niñas, cuando Roderic lo corregía en la leña y él fruncía el ceño, cuando Joren fingía no mirarlo y Marah lo hacía sonrojarse, lo único que importaba era que Eiren ya era parte de nosotros.

Y yo lo despertaba cada mañana con la misma ternura que a los demás, sin pensar en lo que pudo haber sido, sino en lo que era ahora: mi hijo, completo y sin condiciones.

Lo veía dormir, igual que tantas veces antes.

Ese niño que llegó a mi vida como un pedazo de río y desamparo, ahora respiraba frente a mí, tendido sobre las sábanas, con el cabello pegado a la frente por el sudor. Me acerqué con el trapo húmedo, limpiando con paciencia cada gota, como lo hice en aquellos primeros días cuando apenas sobrevivía.

Sus pesadillas, aquellas que lo hacían estremecerse y gemir en las noches, habían ido desapareciendo con el tiempo… pero cada vez que enfermaba, volvía a ocurrir lo mismo: su cuerpo se ponía helado, la piel escarchada, como si el frío naciera desde su propia sangre. Y yo lo acompañaba siempre, sin importar cuántas noches pasara en vela, sin soltarle la mano.

Ahora, todo era distinto y, sin embargo, igual.

La habitación ya no estaba cubierta de hielo como hace dos días, cuando su magia —su verdadera naturaleza— despertó en medio del dolor. Keny había sido quien lo ayudó a derretir todo, guiando el flujo del poder para que no nos consumiera a todos en un ataúd de escarcha.

Aún recordaba con el corazón encogido la manera en que despertó entonces:

Su grito rasgando el aire, las lágrimas congelándose en sus mejillas, la desesperación en su voz:

—¡No es mío! ¡Este dolor no es mío!

Decía que lo sentía en su pecho, pero que no le pertenecía. Que era de alguien más. Yo lo vi doblarse de agonía, encogido en sí mismo, mientras el hielo brotaba de su cuerpo, escalando por las paredes, cubriéndolo todo. Yo intentaba sujetarlo, gritarle que estaba aquí, que estaba a salvo, pero él solo lloraba, con ese miedo roto en su mirada.

Ahora, mirándolo dormir tranquilo, me parecía increíble que el mismo chico que congeló la habitación pudiera verse tan frágil, tan en paz. Su respiración era acompasada, y aunque la fiebre helada aún lo hacía sudar, no había rastros de escarcha en su piel. Solo quedaba un muchacho que merecía descansar.

Los aventureros y soldados habían terminado de limpiar el pueblo, acabando con las bestias rezagadas que quedaron tras la ola. Por fin se respiraba un aire de calma, aunque todos estábamos exhaustos.

Keny venía a visitarnos con Garren, trayendo noticias, revisando el estado de Eiren, asegurándose de que no quedaran secuelas peligrosas de su despertar. Joren, por su parte, ya se sentía mejor; la herida de su cabeza había cerrado y sus dolores habían desaparecido después de aquel ataque en el almacén. Ese mismo ataque en el que Eiren peleo contra la bestia… y en el que, entre el filo de la muerte y la desesperación, Eiren liberó por primera vez su magia.

Lo miro ahora, dormido, tan diferente a ese instante de caos. Le acomodo el cabello detrás de la oreja y lo beso suavemente en la frente, como hago cada mañana desde que llegó.

—Todo está bien, hijo mío —le susurro, aunque sé que no me escucha—. Esta vez, todo está bien.

Me quedé mirando ese pequeño mechón plateado entre su cabello oscuro. Antes era negro entero, ahora había un hilo extraño, como un recuerdo que su propio cuerpo no lograba esconder. De pronto, vi cómo hacía una mueca, sus párpados temblaron y, poco a poco, se abrieron.

—Eiren… —lo llamé, con la voz suave, temiendo que se asustara otra vez.

Sus ojos, cansados y pesados, me buscaron. Y entonces, apenas un murmullo, se escapó de sus labios:

—…mamá.

Sentí un nudo en la garganta, pero no lo dejé notar. Le acaricié la mejilla húmeda.

—Sí, hijo. Mamá está aquí.

Él pestañeó despacio, mirándome como si todavía no creyera del todo.

—¿Cuánto… cuánto tiempo dormí esta vez?

Suspiré, inclinándome un poco hacia él.

—Una semana entera… y dos días más desde que despertaste la última vez.

Frunció el ceño, sorprendido.

—¿Tanto? Yo… yo pensé que solo habían pasado unas horas.

Le acomodé el cabello con los dedos, sonriendo con dulzura.

—Tu cuerpo necesitaba descansar, cariño. Eso es todo.

Se quedó en silencio unos segundos, como si tratara de juntar los fragmentos sueltos de su memoria. Luego me miró de repente.

—¿Y… Joren?

Sonreí al escucharlo nombrar a su hermano.

—Está bien. Sus heridas sanaron del todo, ya no tiene dolores. Ahora anda por ahí, ayudando en el pueblo después de la ola.

Se tensó un poco.

—Entonces… ¿la ola de verdad llegó aquí?

Asentí, y vi cómo su rostro se oscurecía.

—Sí, llegó. No fue una ola como las que cuentan por ahí, pero sí aparecieron muchas bestias, en un número considerable.

Él tragó saliva, bajando la mirada.

—¿Y hubo…?

Lo interrumpí, tomando su mano.

—No, hijo. Todos están vivos. Nadie resultó herido. —Le apreté los dedos, para que sintiera la certeza de mis palabras—. Resistimos.

Eiren soltó un suspiro, como si se hubiera quitado un peso del pecho.

—Qué… qué alegría.

Pero su mirada se nubló enseguida. Frunció el ceño y su respiración se volvió un poco irregular.

—Aunque… —murmuró— recordé algo.

Me incliné hacia él, alerta.

—¿Qué fue, hijo?

Sus ojos vagaban por el techo, como buscando la escena en algún rincón invisible.

—Eran unos ojos. —Hizo una pausa, respirando hondo—. Eran azules… pero casi blancos.

Sentí un escalofrío en la espalda.

—¿Ojos? ¿De quién?

—No lo sé… —cerró los ojos un instante—. Había lluvia. Yo… yo creo que estaba colgando de algún lado, y esa persona me sostenía con una mano.

Mis dedos se apretaron contra su mano sin darme cuenta.

—¿Te sostenía?

Él asintió, con la voz cada vez más temblorosa.

—Sí… era grande, su mano era enorme. La mía… la mía parecía muy pequeña. —Se llevó la otra mano a la frente, apretando los ojos—. Esa persona gritaba desesperadamente, pero no entendía lo que decía. Solo… solo que no me soltara, que ya me tenía.

—¿Y luego? —pregunté apenas en un susurro.

Sus labios temblaron.

—Pero mi mano se resbaló… y caí.

Se quedó callado, con el pecho agitándose, mientras las lágrimas le resbalaban por las sienes.

—Oh, Eiren… —me incliné sobre él y lo abracé con cuidado, temiendo lastimarlo—. Tranquilo, hijo. Ya pasó. Ya pasó todo.

Él hundió el rostro contra mi hombro, dejando escapar un sollozo.

—También soñé otras cosas… —su voz se quebró— pero no… no recuerdo qué eran. Solo que… no eran buenas.

Lo apreté un poco más fuerte, meciéndolo como cuando mis hijos eran pequeños.

—No importa, mi amor. No importa lo que hayas soñado ni lo que hayas visto. Ahora estás aquí, conmigo, con nosotros. Y aquí nadie te va a soltar nunca más.

Sentí cómo se aferraba a mi ropa, temblando, como un niño asustado. Y en silencio, juré otra vez que cuidaría de él, aunque el mundo entero intentara arrebatármelo.

—Eiren… —le dije suavemente, inclinándome hacia él—. ¿Puedes contarme qué recuerdas? Lo que sea, aunque solo sea un detalle.

Él asintió con lentitud, con ese gesto que me hizo contener la respiración.

—Sí… creo que sí recuerdo… —su voz era baja, y su ceño se frunció de inmediato, como si le doliera pensar—. Yo… Joren y yo fuimos al almacén. Papá nos pidió que dejáramos los costales…

No lo interrumpí. Solo pasé mi mano por su frente, con cuidado, como cuando era un niño enfermo.

—Está bien… continúa, cariño.

—Escuché un ruido. —Cerró los ojos, apretando la mandíbula—. Fui a ver, pero no había nada. Al menos eso pensé. Sentí algo detrás de mí… y Joren gritó que había algo.

—La bestia —murmuré, completando sus recuerdos en voz baja.

—Sí… —dijo, con un suspiro quebrado—. Me atacó, pero Joren… él intentó distraerla para darme tiempo. Recuerdo que tomó al caballo… casi lo logramos… casi huíamos…

Vi sus manos temblar, y mi corazón se apretó. Le tomé la suya de inmediato, apretándola con firmeza.

—Sigue, hijo. Estoy aquí contigo.

—La bestia… me alcanzó. —Su voz se quebró—. Me agarró la pierna y me jaló con tanta fuerza… luego golpeó al caballo y a Joren. Lo vi caer, pensé que…

No pude evitar apretar más su mano.

—Shhh… ya lo sabes, Joren está bien. Está sano.

Él asintió con lágrimas en los ojos, pero continuó.

—En ese momento… no sabía qué hacer. Tenía miedo, mucho miedo. Pero algo cambió. Sentí fuerza en mí… no sé de dónde. Golpeé a la bestia. —Sus ojos se encontraron con los míos, como si buscara una respuesta—. ¡La moví! Yo nunca podría haber hecho eso…

Tragué saliva, escuchándolo con el corazón encogido.

—¿Y después?

—Joren se levantó, yo le grité que corriera al pueblo por ayuda. No quería irse, pero lo hizo. Entonces… cuando se fue… algo dentro de mí despertó. Una fuerza fría… muy fría.

—El hielo… —susurré sin darme cuenta.

Él asintió.

—Sí… todo salió de mí. El aire se volvió helado. Cubrí a la bestia con hielo, ni siquiera sé cómo. Fue como si mi cuerpo no fuera mío.

No pude evitar tocarle la mejilla, inclinándome hacia él.

—Eiren… lo que pasó es que despertaste tu magia.

—¿Magia? —me miró confundido, como si yo hablara de algo imposible.

—Sí. Pero no de forma normal. No fue un despertar tranquilo, gradual… lo tuyo fue de golpe, descontrolado. Eso fue lo que te dejó en este estado.

Lo vi bajar la mirada, con ese gesto que siempre tiene cuando carga algo más grande que él.

—Entonces… ¿ese poder… es mío?

Apreté mi frente contra la suya y sonreí con ternura.

—Sí, hijo. Es tuyo. No tienes que tener miedo. Lo que pasó fue porque estabas en peligro. No eres un monstruo, Eiren.

Él soltó un sollozo pequeño, como si esas palabras lo liberaran.

—Yo… pensé que lo era.

Lo abracé con toda la fuerza que mis brazos pudieron darle.

—No, mi vida. Eres mi hijo. Eso no cambiará. Tu magia es parte de ti, nada más.

—Mamá… —susurró, como cuando estaba enfermo que apenas decía mi nombre.

Se me quebró la voz al responder:

—Aquí estoy, Eiren. Siempre voy a estar aquí.

Todavía lo sostenía entre mis brazos cuando escuché la puerta abrirse con timidez. Giré un poco la cabeza y vi a Alenya y Miriel asomarse, con esos ojos grandes que delataban que habían estado escuchando desde el pasillo.

—¿Eiren…? —susurró Alenya primero, como si temiera que fuera un espejismo.

Él levantó un poco la vista, sorprendido.

—¿Alenya…? ¿Miriel?

Las dos no esperaron un segundo más. Corrieron hacia la cama, y antes de que pudiera advertirles que tuvieran cuidado, ya estaban encima de él, rodeándolo con sus pequeños brazos.

—¡Estás despierto! —exclamó Miriel, con un sollozo de alivio.

—¡Pensamos que no ibas a abrir los ojos nunca! —dijo Alenya, la voz temblorosa.

Eiren se quedó rígido un instante, como si no supiera qué hacer con tanto cariño golpeándole de golpe. Pero luego, despacio, levantó un brazo tembloroso y las abrazó también, cerrando los ojos.

—Yo… lo siento tanto… —murmuró, con la voz quebrada—. No quería preocuparlas.

—¡Tonto! —protestó Miriel, dándole un golpecito en el pecho con el puño, aunque se notaba que no era en serio—. Nos asustaste tanto…

—Yo… pensé que no ibas a despertar nunca más… —dijo Alenya, enterrando su cara contra el hombro de Eiren.

No pude contener la sonrisa, aunque los ojos se me llenaron de lágrimas al verlos. Me llevé la mano a la boca, dejando que vivieran ese momento. Era como si el tiempo mismo se hubiera detenido para darles el reencuentro que tanto esperaban.

Eiren respiró hondo, los apretó con más fuerza y, con un hilo de voz, dijo:

—Prometo que no voy a dejarlas solas. Nunca.

Yo asentí, aunque sabía que en la vida nadie podía prometer algo así con certeza. Pero en ese instante, lo que importaba era lo que sentían: que él estaba ahí, despierto, vivo, abrazándolas.

Me acerqué un poco más, acariciando la espalda de mis hijas y luego el cabello de Eiren.

—Ya está bien, mis amores. Eiren está aquí, con nosotras.

Las niñas levantaron la mirada hacia mí, con lágrimas en las pestañas pero sonriendo al mismo tiempo.

—¿Verdad que ya no se va a dormir tanto tiempo, mamá? —preguntó Miriel.

Eiren se rió bajito, apenas un soplo de voz, y respondió antes que yo:

—No, no me voy a dormir tanto… al menos lo intentaré.

Las tres reímos suavemente, y yo supe que, pese a todo lo que había pasado, mi hijo estaba de regreso con nosotros.

Las niñas todavía lo rodeaban, secándose las lágrimas contra su pecho, cuando escuché pasos firmes en la escalera. Reconocí enseguida ese ritmo: Joren.

La puerta se abrió sin delicadeza, y ahí estaba, apoyado en el marco, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Sus ojos no miraban a nadie más que a Eiren, y aunque en ellos había un alivio que no podía ocultar, la rabia le hervía justo debajo.

—Así que por fin despertaste —dijo, con la voz seca.

Alenya y Miriel lo miraron un segundo, como si quisieran correr a buscarlo también, pero se quedaron en la cama, aferradas a Eiren.

—Joren… —murmuró Eiren, bajando la vista, incómodo.

—No me mires así —lo interrumpió Joren, entrando a la habitación—. ¿Qué demonios estabas pensando? ¿Eh? ¿Usarte de carnada como si tu vida no valiera nada?

Eiren tragó saliva. Yo pude ver cómo se tensaba, incapaz de sostenerle la mirada.

—No… no había otra opción… —murmuró.

—¡Claro que había otra opción! —soltó Joren, alzando la voz más de lo que quería. Luego respiró hondo, cerró los ojos un instante y bajó un poco el tono—. Podías haber escapado conmigo. Podíamos haber llegado los dos al pueblo… juntos.

—No habrías tenido tiempo —dijo Eiren, con un dejo de terquedad, aunque su voz era débil—. Si la bestia nos seguía a los dos, nunca habríamos llegado… alguien tenía que…

—¡Basta! —lo corté, con firmeza, poniéndome de pie. Me acerqué a Joren y lo miré directamente, sin dejar que mi voz temblara—. Ya no importa lo que pasó. Están vivos los dos, y eso es lo único que cuenta ahora.

Joren apretó la mandíbula, desviando la mirada, pero no respondió.

Me volví hacia Eiren, que parecía encogerse bajo el peso de esas palabras. Sus ojos, oscuros y cansados, se encontraron con los míos buscando apoyo. Yo me acerqué, le toqué el rostro y sonreí apenas.

—Lo hiciste porque quisiste proteger, lo sé. Pero prométeme algo, Eiren: nunca más tomes esa decisión tú solo. Tu vida no es menos valiosa que la de nadie. ¿Me oyes?

Él asintió con un hilo de voz.

—Sí, mamá.

Las niñas lo miraron, y vi cómo a Joren le temblaron los labios al escuchar ese "mamá" salir de la boca de su hermano adoptivo. Dio un paso adelante, se acercó a la cama y se inclinó un poco, todavía con el ceño fruncido.

—Eres un idiota —le dijo al fin, la voz baja, casi ronca—. Pero… me alegra que sigas aquí.

Eiren lo miró con sorpresa, y una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.

—Yo también me alegro, hermano.

Joren bufó, como si no quisiera reconocer la palabra, pero ya no apartó la vista de él. Se quedó allí, de pie junto a la cama, vigilándolo en silencio, como si al menor movimiento extraño pensara sujetarlo para que no volviera a escapar hacia el peligro.

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