"A veces pienso que mi cerebro es como un viejo televisor con una antena defectuosa. Antes, solo captaba la señal de la vida real: el tráfico, el perro de mi vecino que no para de ladrar, el café que siempre se me enfría. Ahora, sin previo aviso, la antena se mueve y de repente, estoy sintonizando canales que no existen. Canales con gente que viste como si estuvieran en una película muda.
El viaje en el autobús a Solosuchiapas es un tormento. No puedo relajarme, porque cada vez que miro por la ventana, veo algo nuevo. Al principio, era solo una silueta en el campo, una mujer con un vestido largo y pálido que se perdía entre los árboles. Después, un par de niños jugando a la pelota en medio de un camino rural, desapareciendo en cuanto el autobús se acerca.
Y no son solo las personas. Las veo por todas partes. Pequeñas luces, destellos. Objetos que no deberían estar ahí. En una gasolinera, un coche antiguo, uno de los años cincuenta, está aparcado al lado de un carro moderno. El coche es tan vívido y real que me cuesta creer que solo yo lo pueda ver. Le pregunto al conductor del autobús, '¿Ve usted ese carro?'. Él me mira con una ceja levantada, '¿Cuál?'. No le digo nada más. No puedo. No sé qué me está pasando. Es como si el mundo se estuviera rompiendo, y yo fuera la única que lo puede notar.
Lior, mi querido conejo, parece sentirlo también. Lo abrazo fuerte en mi regazo. Se siente más pesado, más sólido de lo normal. Es como si su presencia me anclara a la realidad. Como si me protegiera de la locura que me rodea.
Y luego, mientras el sol de la tarde se empieza a ocultar, lo veo. Un hombre. Está al lado de la carretera, con su rostro oculto en la oscuridad de su sombrero. No es un fantasma. Es real. Pero su presencia me pone la piel de gallina. No se mueve, solo nos mira mientras el autobús pasa a su lado. Y por un segundo, juro que puedo ver el brillo plateado de la iglesia en sus ojos. Como si él supiera que yo puedo verlo. Como si él supiera quién soy."