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Chapter 24 - Capítulo 23

LEONARDO.

 

La cajuela del carro estaba medio llena, pero a mí ya no me importaba mucho. Después de seis horas de estar dando vueltas de tienda en tienda, mi cuerpo estaba más jodido que antes. Las muletas me estaban matando, sobre todo donde me apretaban las axilas, pero al menos eran la única forma de moverme sin hacer más daño a mis piernas.

 

Tenía la sensación de que el cansancio me estaba ganando, pero no podía mostrarlo demasiado. Lucía y las otras chicas seguían en la misma. Aparentemente, sus energías no se agotaban nunca.

 

Paula, que venía conduciendo, me entregó una bolsa de papel donde, por supuesto, había un celular. Lo miré unos segundos, dudando, y luego tomé el aparato con una sonrisa forzada.

 

—Aquí tienes —me dijo Paula, mientras su mirada reflejaba algo de satisfacción—. Cuando lleguemos a la casa, te lo configuro.

 

Lucía, que había estado observando todo en silencio desde el asiento de atrás, me miró confundida, como si no entendiera por qué no reaccionaba de la manera que esperaba. Claro, no era para menos. Estaba acostumbrada a verme siempre tranquilo, casi distante.

 

—¿No sabes usarlo? —preguntó, entre desconcierta y divertida.

 

La miré con una sonrisa ladeada, luego solté una ligera risa.

 

—No es que no sepa usarlo. —La sonrisa se me hizo un poco más amplia—. Estuve recluido, pero no soy un indígena sin tecnología, Lucía. Sé cómo funcionan los celulares.

 

Las chicas se quedaron en silencio por un momento, algunas sorprendidas, otras algo divertidas por mi respuesta. Paula, quien claramente estaba pensando que podría ayudarme a configurar el teléfono como si fuera un niño, asintió lentamente, con una sonrisa cómplice.

 

—Bueno, de todas maneras, en cuanto lleguemos te lo dejo listo —dijo, claramente sin querer admitir que había subestimado mi capacidad para manejar la tecnología.

Yo, por mi parte, simplemente dejé que el silencio llenara el coche por unos segundos. Mientras observaba el paisaje pasar, pensaba que, tal vez, ese celular era lo de menos. Lo que realmente necesitaba era algo mucho más importante. Aquel mundo en el que estábamos metidos, esa vida cotidiana que Lucía y sus hermanas parecían tener tan fácil… para mí era algo completamente ajeno.

 

Pero, de alguna manera, estaba empezando a acostumbrarme a estar cerca de ellos, aunque no dejaba de preguntarme qué habría sido de mis compañeros en V.I.D.A. y si, en algún lugar, también se estaban adaptando a una nueva forma de vida.

 

Finalmente llegamos a la villa. El camino había sido largo, pero la idea de estar cerca de un lugar donde podría descansar, aunque fuera por unas horas, me parecía un alivio. El lugar parecía tranquilo, diferente a la ciudad llena de ruido y gente.

 

Me costaba imaginar que apenas unas horas atrás, estaba rodeado de desconocidos, sintiendo la presión de tantas personas a mi alrededor. Pero ahora, al menos aquí, estaba con las chicas y sus padres, en un lugar que por lo menos me resultaba un poco más familiar.

 

El coche se detuvo frente a la casa de los padres de Lucía, y las chicas comenzaron a bajar, ayudándome a salir. La cajuela ya no estaba tan llena, pero las muletas seguían doliendo como antes. No iba a quejarme. A estas alturas, me había acostumbrado a ignorar el dolor y a seguir adelante.

 

—Aquí estamos —dijo Paula, mientras los demás comenzaban a caminar hacia la entrada. Isabel y Armando ya estaban esperándonos afuera, como si nos estuvieran esperando desde hacía un buen rato.

 

Armando, me observó con una mirada curiosa, un poco cautelosa como siempre, pero también amable.

 

—¿Cómo fue? —preguntó, con voz tranquila, pero buscando algún indicio de cómo había sido la experiencia.

 

Miré alrededor, tratando de pensar en cómo resumir ese caótico día. Sabía que la respuesta que tenía en mente no era la que ellos esperaban escuchar, pero no podía mentir.

 

—Es como estar en el cielo —respondí, haciendo una pausa dramática mientras me quedaba mirando la casa—. Pero para mí, eso es el infierno.

 

Lucía me lanzó una mirada divertida, como si ya estuviera acostumbrada a mi sarcasmo. Armando frunció el ceño, sin saber si debía tomarme en serio o no.

 

—¿Infierno? —repitió, un poco confundido.

 

—Sí —respondí sin pensarlo mucho—. Tienda y ropa de mujeres… dos blusas en una hora. Diablos, ¿qué clase de tortura es esa? ¿No estaré siendo perseguido por soldados o algo? —me solté, con una risa entrecortada, pero la verdad es que el solo pensar en las interminables horas que pasamos entre escaparates y vestidores me hacía sentir como si hubiese pasado por una guerra.

 

Armando se quedó en silencio por un momento, probablemente sorprendido por mi comentario. Lucía solo resopló, como si hubiera escuchado todo eso antes.

 

—No todo es tan malo, ¿no? —dijo Lucía, con una sonrisa traviesa—. En cuanto te acostumbres, te prometo que las tiendas de ropa serán lo de menos.

 

Me limité a sonreír levemente. No iba a entrar en detalles sobre lo que realmente pensaba, pero sabía que Lucía y sus hermanas probablemente no entenderían lo que significaba para mí esa experiencia.

 

Para ellas, un día de compras era algo normal. Para mí, era una especie de campo de batalla en el que no me sentía preparado para luchar.

 

Pero ahora, ya estábamos aquí, en la villa, y al menos podría descansar un poco.

 

Armando nos observaba mientras nos acercábamos a la puerta. Sabía que a veces las primeras impresiones de un día como el de hoy podían ser abrumadoras, y me parecía que él estaba esperando escuchar algo sobre lo que había pasado. Yo no sabía si debía entrar en detalles sobre lo que realmente había sentido, así que simplemente decidí ser honesto en la medida de lo posible.

 

—¿Cómo estás? —preguntó, alzando una ceja. A pesar de su tono amistoso, se notaba que le preocupaba un poco la situación.

 

Miré alrededor, el lugar era tranquilo y cómodo, el contraste con lo que había vivido en la ciudad era notable. Finalmente, respondí mientras me acomodaba un poco en las muletas.

 

—Estoy bien —dije, dejando escapar una pequeña sonrisa—. No fue nada malo... fue... divertido, de alguna manera. Algo fuera de mi vida —normal—. No estaba tan mal como pensaba, solo... diferente. Creo que me acostumbraré, al menos un poco.

 

Armando asintió, como si comprendiera lo que trataba de decir, pero sin profundizar en lo que pasaba por mi cabeza. Sabía que el tipo de vida que yo había tenido no era el mismo que el de ellos.

 

—Me alegra escuchar eso —respondió, su tono relajado—. Bueno, mejor vete a cambiarte y ponte algo más cómodo. La cena estará lista en un rato, y creo que, con todo ese vendaje, no será muy cómodo estar con pantalones. Usa algún short, por experiencia sé que es mucho mejor para moverse.

 

Le agradecí con una ligera sonrisa. Armando tenía razón. Los pantalones y el vendaje que llevaba alrededor de las piernas y el brazo no iban muy bien juntos, así que la idea de estar un poco más cómodo me parecía excelente.

 

—Gracias —dije mientras comenzaba a moverme hacia el pasillo—. Ah, y también... veo que pusiste las carpetas en mi habitación, ¿verdad?

 

—Sí —respondió, sonriendo con amabilidad—. Están ahí, por si quieres revisarlas cuando te sientas listo. Tómate tu tiempo, no hay prisa.

 

Asentí mientras me dirigía hacia la habitación que me prestaron. Sabía que tenía muchas cosas que poner en orden, pero por ahora, lo que más necesitaba era un descanso y quizás un poco de espacio para pensar.

 

Armando tenía razón, las carpetas podían esperar. Mi bienestar era lo más importante por ahora.

 

Al llegar a mi habitación, me encontré con una tranquilidad que no había sentido en mucho tiempo. Las chicas ya no estaban por allí, solo quedaban las bolsas de ropa que habían dejado en la esquina de la habitación. Agradecí el silencio, aunque era extraño no tener a nadie cerca, pero en ese momento, el descanso se sentía como un lujo más que necesario. Cerré la puerta detrás de mí, dejando fuera el bullicio del día, y me acerqué a las bolsas.

 

La idea de ponerme algo cómodo, aunque fuera invierno, me parecía lo más sensato. Miré entre las bolsas, buscando un par de shorts que pudieran ser fáciles de llevar, y tras un momento de indecisión, saqué unos que parecían lo suficientemente amplios para lo que necesitaba. Estaba claro que dentro de la casa estaría mejor, así que no importaba si hacía frío fuera.

Me quité la ropa, dejando caer todo al suelo. Al ver el calzado en la esquina de la habitación, decidí quitarme las botas y, al hacerlo, sentí el aire frío sobre mis pies. No recordaba la última vez que había tenido los pies descalzos sin estar rodeado de tierra, barro o cualquier otra cosa del exterior. El pie izquierdo, aquel que había recibido el disparo, me dolía más de lo que me gustaría admitir.

 

Me quité la venda para reemplazarla con una nueva, cambiando las que ya estaban alrededor de mi cuerpo, y aunque el dolor estaba presente, al menos sentí alivio al poder hacer todo con un poco más de libertad. Las vendas me ayudaron a mantenerme en pie, pero también sentía que me quitaban algo de peso. Me tomé mi tiempo, permitiéndome descansar un poco mientras realizaba el proceso.

 

Media hora después, me sentí listo para la ducha. El agua caliente me relajó un poco, y por un momento, logré desconectar de todo. Mi cuerpo estaba hecho un desastre, pero al menos podía darme ese pequeño lujo de higiene. Salí de la ducha, sintiéndome más ligero, y me puse las vendas nuevas, la ropa interior, y los shorts. Al mirar mi reflejo en el espejo, me di cuenta de lo mucho que había cambiado en tan poco tiempo. No solo mi cuerpo, sino también mi vida.

 

Cuando terminé de ponerme la ropa, escuché un golpeteo en la puerta.

 

—¿Puedo pasar? —preguntó Lucía desde el otro lado.

 

Suspiré y respondí de inmediato, ya sabía que no podría escapar de ella por mucho tiempo.

 

—Sí, esta vez sí estoy vestido.

 

Escuché cómo la puerta se abría suavemente y vi a Lucía entrar con una ligera sonrisa en el rostro. Al verme sin la camisa, frunció el ceño y se acercó.

 

—¿Necesitas ayuda con las vendas? —preguntó con cierta preocupación, aunque se notaba que intentaba disimularlo.

 

No pude evitar una ligera sonrisa por su oferta.

 

—Sí, por favor. Es un poco difícil hacerlo solo.

 

Lucía se acercó a mí y comenzó a trabajar en las vendas de mi torso y espalda, aplicando pomadas y asegurándose de que todo estuviera en su lugar. Yo me encargué de las piernas, especialmente de mi pie izquierdo, que todavía era la zona más afectada. Mientras ella se ocupaba de la parte superior de mi cuerpo, yo me centré en mi pierna, el dolor era más intenso ahí, pero al menos el proceso de curación estaba en marcha.

 

El silencio entre nosotros era cómodo, aunque un poco cargado de tensión. Lucía no dijo nada mientras me ayudaba, solo se concentró en hacer bien el trabajo. Agradecí el gesto, aunque no tenía idea de cómo manejar esta situación. De alguna manera, me sentía más humano de nuevo, más —normal—, por así decirlo. Aunque sabía que la situación no era fácil, agradecía la compañía y la ayuda de Lucía.

 

Mientras terminaba de aplicar la última venda en el pie, Lucía me miró con una ligera duda en sus ojos.

 

—¿No vas a ponerte más vendas en el pie? —preguntó suavemente, mirando mi pie izquierdo, que todavía tenía algunas marcas visibles de las heridas.

 

Sonreí, tratando de restarle importancia.

 

—No, con esto es suficiente para tener más libertad. Ya el torso y los muslos se llevan casi todo el vendaje, junto con los brazos. Además, tengo que empezar a moverme un poco más sin las muletas, es la única forma de que las piernas y el pie recuperen algo de fuerza.

 

Lucía parecía estar por insistir, pero al final simplemente suspiró, dándome el espacio que necesitaba.

 

—Está bien, pero si sientes dolor, avísame.

 

—Lo haré, lo prometo —respondí, agradecido por su preocupación.

 

Dejé las muletas a un lado. Estaba claro que necesitaba más libertad de movimiento, incluso si me costaba un poco al principio. Podía sentir la incomodidad en mis piernas, pero era una sensación diferente, más de descanso que de verdadero dolor.

 

Como si mi cuerpo, al estar sin las muletas, tuviera que volver a adaptarse a algo más cercano a la normalidad.

 

 

Salí de la habitación con cuidado, usando las paredes para mantener el equilibrio en el camino. No estaba completamente recuperado, pero tampoco quería estar encerrado en la habitación todo el tiempo. Necesitaba respirar, aunque fuera un poco. Al llegar a la cocina, vi a las chicas. Todas se congelaron al verme entrar, como si estuvieran sorprendidas por la cantidad de vendas que cubrían mi cuerpo.

 

Lucía, al notar sus miradas, rápidamente las calmó.

 

—No es nada grave, en serio. Solo son vendajes, el doctor me aseguró que se va a recuperar pronto.

 

Vi cómo las chicas exhalaban aliviadas, aunque seguían mirándome con cierto asombro. Algunas, como Paula y Ana, parecían especialmente preocupadas. Yo, por otro lado, no dejaba de pensar en lo extraño que era para ellas ver a un desconocido tan herido, aunque, a decir verdad, me causaba una sensación rara que ya se preocupaban por mí.

 

—Vaya, apenas nos conocimos hoy, y ya se preocupan tanto por mí —comenté con una sonrisa burlona, tratando de aliviar el ambiente. —Al parecer, preocuparse por un desconocido es una herencia.

 

Lucía me miró desde el otro lado de la cocina, con una pequeña sonrisa en los labios. Yo, en silencio, la observé también. Desde el primer día que nos conocimos, hace dos meses, me había dado una confianza que no entendía completamente.

 

Sabía que su interés no era solo el de una amiga preocupada, aunque me costaba admitir lo que eso significaba. Ella había sido amable, atenta y directa conmigo desde el principio, y aún cuando yo no compartía lo mismo, había algo en ella que me hacía querer confiar.

 

Algo que ni siquiera yo lograba entender del todo.

 

Al mirarla a los ojos, me di cuenta de que, de alguna forma, me había ido abriendo a ella más de lo que imaginaba. Pero aún había barreras, las cuales, al parecer, solo el tiempo podría derribar.

 

Por otro lado, no podía dejar de pensar que, por alguna extraña razón, me sentía más tranquilo cuando ella estaba cerca, algo que, al principio, nunca hubiera creído posible.

 

Mientras nos acomodábamos en el comedor, la luz cálida de las lámparas caía suavemente sobre la mesa. La conversación había caído en un ritmo tranquilo, aunque las chicas seguían lanzando miradas curiosas hacia mí, como si aún no pudieran creer lo que había pasado. Al fondo, el sonido de los platos y utensilios se mezclaba con la voz de Alejandro, que acababa de entrar al comedor.

 

—Mañana podemos quitarte el yeso y las suturas —dijo Armando con una sonrisa profesional, pero llena de preocupación. Se acercó un poco más, observando mi pierna con detenimiento. —Las suturas debieron haberse quitado la semana pasada, pero debido a tu condición, tuvimos que dejarlas más tiempo. Pero no te preocupes, tanto Isabel como Lucía y yo podemos hacerlo aquí en la casa, así no tienes que ir al hospital.

 

Lo miré un momento, asimilando la idea de que todo el proceso de recuperación se estaría realizando aquí, en este lugar que ya comenzaba a sentir como un refugio. Me sentí aliviado de que no tendría que volver a un hospital, aunque la idea de que todo el procedimiento lo realizara un grupo de médicos, que por casualidad también eran mis anfitriones, me causaba una sensación extraña. No es que no confiara en ellos, pero los recuerdos de los hospitales y las intervenciones médicas de mi vida anterior seguían siendo intensos.

 

—Gracias —respondí, alzando una ceja en señal de reconocimiento. —Lo aprecio mucho, realmente no quiero ni imaginarme tener que regresar a un hospital otra vez.

 

Lucía, que había estado observando en silencio, se acercó con una expresión que combinaba profesionalismo y cierta ternura.

 

—No te preocupes —dijo ella, dirigiéndose a mí mientras preparaba los utensilios sobre la mesa—. Estás en buenas manos. De todas formas, te vamos a cuidar como si fueras parte de la familia.

 

No pude evitar sonreír ante sus palabras. No estaba acostumbrado a recibir tanto cuidado, especialmente de gente a la que no conocía tan bien, pero había algo en su tono que me hizo sentir agradecido. Era extraño, porque aunque todo esto era nuevo para mí, había algo en la atmósfera de la casa que me hacía sentir un poco más... relajado.

 

—Lo sé —respondí, mirando a Lucía y luego a Armando. —Y lo aprecio más de lo que creen.

 

En ese momento, la cena ya estaba casi lista. Isabel y Paula estaban en la cocina terminando de preparar los últimos detalles, y el aire se llenaba de un aroma delicioso que me hizo darme cuenta de lo mucho que necesitaba esta sensación de normalidad. A pesar de las heridas, las cicatrices y todo lo que había vivido, este momento era diferente.

 

Era como si, por una fracción de segundo, pudiera imaginarme una vida común, algo que nunca había sido parte de mi realidad, pero que ahora comenzaba a aceptar, poco a poco.

 

Mientras cenábamos, el ambiente estaba más relajado de lo que había estado en todo el día. Las luces cálidas de la casa, la comida deliciosa, las voces suaves de Isabel, Paula y Sofía intercambiando comentarios, todo eso me ayudaba a desconectarme por un momento de la realidad que cargaba dentro. A pesar de las vendas y el cansancio, el espacio me ofrecía una sensación de calma que hacía mucho no experimentaba.

 

De repente, Ana, que había estado observándome en silencio, notó algo. Sus ojos se fijaron en el collar que llevaba colgado al cuello, el único recuerdo que me quedaba de todo lo que había pasado.

 

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el collar. Su tono no era inquisitivo, más bien curioso, como si de alguna manera supiera que había una historia detrás.

 

Miré el collar, entrelazado entre mis dedos con cuidado, como siempre lo hacía cuando me lo tocaba. Era un pedazo de metal viejo, algo desgastado, pero aún con el peso que tenía, y la importancia que representaba.

 

—Un collar —respondí, con una ligera sonrisa, algo irónico en mi tono—. O lo que queda de él.

 

La mesa se quedó en silencio por un momento, y luego Paula, que no pudo evitar preguntar, rompió el hielo.

 

—¿Vas a dárselo a tu familia? —preguntó, con la curiosidad asomando en su voz.

 

Sacudí la cabeza, lentamente, mientras miraba el collar entre mis manos.

 

—No a mi familia... —murmuré, con la mirada fija en el collar. —Pero sí a la familia de alguien más. Es por eso que necesito recuperarme rápido y llegar a California.

 

Hubo un silencio, mientras las chicas intercambiaban miradas. Isabel, que había estado escuchando con atención, me miró con una expresión seria pero comprensiva.

 

—¿Por qué California? —preguntó Sofía, y en sus palabras había un tono de inquietud, como si no entendiera del todo la situación.

 

Antes de que pudiera responder, Isabel intervino, probablemente dándose cuenta de que estaba tocando un tema sensible, y queriendo evitar que las preguntas fueran más directas o dolorosas para mí.

 

—Sofía, basta por ahora —dijo Isabel con suavidad.

 

Me acomodé en mi silla, sintiendo el peso de las miradas sobre mí. Me estaba costando, pero al mismo tiempo, tenía que contarles lo que había vivido. Era hora de que supieran quién era el hombre que tenían bajo su techo.

 

—Está bien —dije, suspirando con algo de pesadez. —Estaré bajo su cuidado un tiempo indefinido, pero sus hijas tienen que saber quién soy, y por qué estoy aquí.

 

Puse el collar sobre la mesa, como una muestra de la seriedad de mis palabras. Luego, comencé a hablar, con calma, pero sabiendo que lo que iba a contar era algo que nunca había compartido en detalle.

 

—Hace ocho años, fui secuestrado por traficantes de personas. Fueron semanas, meses de tortura y abuso, hasta que una anciana me dio un nombre, un nombre que nunca supe si era realmente el mío. Me llamó Leonardo. Pero mi verdadero nombre, creo que es Evan, no estoy seguro.

 

Lucía y Paula escuchaban en silencio, sorprendidas, mientras Ana miraba el collar en la mesa, sin atreverse a decir nada. Isabel asintió en silencio, como si todo esto fuera parte de una historia que ya esperaba.

 

—Antes de ser rescatado, me cuidaron dos personas. Una anciana que me dio el nombre, y un niño de catorce años llamado Luis, que fue quien realmente me ayudó a sobrevivir. Cuando la anciana murió, él fue quien se encargó de que no me muriera de hambre, y de que no me perdiera. Luis me cuidó hasta el final.

 

Pausé un momento, sintiendo el peso de mis palabras. El collar que tenía entre mis dedos era la única prueba de que Luis había existido, de que todo lo que había pasado con él no había sido una ilusión.

 

—Cuando nos rescataron, Luis contrajo una enfermedad. Murió poco después. Yo seguí viviendo, pero ya estaba solo, con ese collar como último recuerdo de él. Desde entonces, estuve solo, entrenado por quienes nos salvaron, pero sin saber lo que era la paz, lo que era tener una vida normal. Me convertí en mercenario, trabajando en todo tipo de trabajos sucios: robo, secuestros, asesinatos... Todo para sobrevivir.

 

El ambiente en la mesa se tornó aún más pesado. Las chicas no sabían qué decir, y ni siquiera Isabel interrumpió. Sabían que tenía que decirlo, y yo necesitaba decirlo.

 

—Por eso estoy aquí, ocho años tarde. El collar... necesito entregárselo a la familia de Luis, y contarles todo lo que pasó. Luis lo cuidó hasta el final, y por él he vivido todos estos años. Ahora, voy a cumplir lo que prometí.

 

Miré a todos los presentes, viendo sus rostros, algunos en shock, otros con lágrimas contenidas. Era difícil verlos tan afectados, pero al mismo tiempo, me sentía más ligero por haberlo dicho en voz alta. Este era mi propósito, lo que me había mantenido vivo todos esos años.

 

Paula, que había estado en silencio durante todo el relato, rompió el ambiente tenso con una pregunta curiosa, una que, aunque directa, parecía no tener malicia.

 

—Solo por curiosidad... ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros? ¿Por qué estás aquí con nosotros?

 

Me quedé en silencio un momento, viendo a Lucía antes de responder. La situación estaba un poco más clara en mi mente ahora, pero había algo en lo que todavía no podía encontrar respuestas.

 

—Eso fue decisión de Lucía —respondí, mirando a todos en la mesa. —Yo no debería estar aquí. Ninguno de ustedes me debe nada. Pero Lucía decidió que era mejor que estuviera con ustedes. No debería estar aquí, ni en este momento.

 

Las chicas intercambiaron miradas, y Lucía, que había permanecido quieta durante mi relato, asintió lentamente. Parecía que las preguntas no se detenían, y yo tampoco tenía una respuesta sencilla.

 

—¿Saben por qué Lucía regresó antes de su voluntariado? —les pregunté, un poco más tranquilo.

 

Ellas asintieron, pero Paula fue la primera en contestar:

 

—Sí, lo sabemos. Fue porque el hospital fue atacado, y tú... ¿estabas allí?

 

Mi mirada se desvió hacia el suelo, como si eso fuera más fácil de explicar.

 

—Así es —dije, sin emoción, más como una simple afirmación.

 

—Estaba en ese hospital por heridas causadas semanas antes. Después de defenderlo... quedé malherido.

 

Lucía, que no podía evitar mostrar su preocupación en su rostro, me observó en silencio mientras yo continuaba.

 

—Estuve en coma un mes y medio, según lo que me contó Lucía. Y cuando desperté, ella ya había decidido traerme a Estados Unidos. Protegido por ustedes.

 

El ambiente se hizo más denso de lo que ya estaba, y aunque no podía ver sus rostros, sentía la incomodidad en el aire. Lucía había hecho lo que creía correcto, aunque yo nunca lo hubiera aceptado de saberlo.

 

—Lucía aprovechó que estaba inconsciente para traerme aquí. Sabía que si lo hacía cuando yo estuviera consciente, no lo habría aceptado. Así que prácticamente me impusieron venir con ustedes mientras yo estaba fuera de mí.

 

Paula parecía atónita, y todas las chicas miraban a Lucía con una mezcla de respeto y curiosidad. Lucía, como siempre, permaneció en silencio, y yo decidí dar la última parte de la historia.

 

—Les agradezco, de verdad, que me hayan cuidado. Gracias a ustedes sigo vivo. Mi cuerpo está hecho pedazos, pero sigo aquí. Sin ustedes, no sé qué habría sido de mí.

 

Había una extraña sensación de agradecimiento en mis palabras, pero también una verdad amarga que no podía ocultar. Este no era mi lugar. La guerra, las balas, la muerte... era lo único que conocía. Era lo que me había formado, lo que me había mantenido con vida. Y estaba claro que este lugar, esta paz, no era algo para mí.

 

Me quedé en silencio un momento, mirando a todos. Lucía abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero la interrumpí.

 

—Si fuera por decisión mía, me iría esta misma noche —dije, con una sonrisa irónica—. Pero ninguno de ustedes me dejaría ir tan fácilmente, ¿verdad?

Las chicas no dijeron nada. Sabían que tenía razón, pero también entendían que, por ahora, era mejor que me quedara.

 

—Después de todo esto, iré a California y entregaré lo que debo entregar. Luego... desapareceré de nuevo. Volveré a mi vida. No quiero que ninguno de ustedes se involucre más de lo necesario.

 

Lucía, que parecía haber estado pensativa, me miró fijamente antes de hablar:

 

—Debes buscar a tu familia —dijo suavemente, aunque su voz tenía algo de urgencia. —Tienes que hacerlo.

 

Yo me reí, pero no de una manera alegre. Más bien como un intento de esconder lo que sentía.

 

—Eso será después —respondí con un tono que mostraba mi falta de esperanza—. Ya te lo he dicho mil veces, Lucía. No sé si esas carpetas realmente tienen algo sobre mi familia, y si lo tienen... iré a verlos. Luego, desapareceré de nuevo.

 

Lucía no respondió, pero el gesto en su rostro dejaba claro que no estaba de acuerdo. Sabía que, en algún punto, se tendría que enfrentar a eso. A mi vida, a lo que había dejado atrás, a lo que me seguía persiguiendo.

 

Por un momento, el silencio reinó nuevamente en la mesa, hasta que Isabel, como siempre, rompió la tensión con un suspiro y un cambio de tema.

 

—Bueno —dijo con un tono más cálido—, creo que ahora lo único que necesitas es descansar. Y nosotros nos aseguraremos de que estés bien cuidado mientras te recuperas.

 

Aunque sus palabras fueron amables, sentí que lo decía más por obligación que por cualquier otra cosa. No era fácil para ellos tenerme aquí, y no iba a ser fácil para mí quedarme. Pero por ahora, no había más remedio.

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