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Chapter 23 - Capítulo 22

LUCÍA.

Me aseguré de que Leonardo se acomodara bien en la cama de la habitación que prepararon para él. Le di un pequeño empujón hacia la cama, viéndolo dejarse caer lentamente, aún un poco torpe por las vendas y las muletas. Era un poco extraño tenerlo aquí, en mi casa, en una habitación que claramente no estaba acostumbrado a usar, pero al mismo tiempo, no pude evitar sentir una ligera responsabilidad por su bienestar.

 

—Aquí tendrás calefacción, baño, televisión... —comencé, señalando los detalles de la habitación mientras hablaba—. Y aunque no lo creas, hay un gimnasio en el edificio. Aunque, nadie lo usa realmente, solo cuando alguna de las chicas cree que está ganando unos kilos de más —dije con una ligera sonrisa. Intentaba que todo se sintiera más ligero para él—. Cuando ya puedas moverte mejor, eres libre de usarlo.

 

Él levantó la cabeza ligeramente y asintió, pero no dijo nada, solo se acomodó mejor en la cama, aparentemente más cómodo pero todavía un poco rígido debido a sus heridas. Yo me quedé ahí unos segundos, mirándolo.

 

—Te dejaré descansar aquí por ahora —dije, recogiéndome el cabello en un moño rápido—. En una hora o dos, vendré a buscarte para que salgamos. Tengo que llevarte a comprar algo de ropa y hacer que te sientas más... cómodo.

 

Lo miré de nuevo, tratando de leer su expresión, pero la única cosa que parecía mostrarse en su rostro era una mezcla de cansancio y algo de incomodidad, como si todo esto fuera un poco más de lo que había esperado.

 

—Gracias por todo esto... —dijo finalmente, su voz un tanto baja, pero sincera. Fue un pequeño momento de vulnerabilidad que me sorprendió, y aunque no dije nada, asentí.

 

—No tienes que agradecérmelo. Te cuidaremos mientras te recuperas. Ya veremos qué sucede después —respondí, sin querer presionarlo con demasiadas preguntas o expectativas.

 

Me quedé unos segundos más, asegurándome de que todo estuviera en orden, y luego, sin hacer ruido, salí de la habitación. Antes de cerrar la puerta, eché un vistazo rápido a las carpetas en la mesa del salón, las que Marcos había dejado para él.

Algo me decía que esas carpetas, aunque pesadas y llenas de información, también traían consigo una respuesta que Leonardo no quería o no podía enfrentar aún.

 

Con una última mirada, cerré la puerta suavemente y me dirigí hacia las escaleras para comenzar a organizarme antes de salir. Aunque todo esto estaba ocurriendo rápidamente, algo dentro de mí me decía que Leonardo no era simplemente un chico más que necesitaba ayuda.

 

**

Salí de la ducha sintiéndome un poco más fresca, aunque aún con esa sensación extraña de no saber realmente qué estaba pasando. Me cambié con calma, optando por algo sencillo pero elegante: un pantalón ajustado de mezclilla y una blusa de manga larga que resaltaba mi figura sin ser demasiado llamativa.

 

Algo de maquillaje para darle vida a mi rostro, pero sin exagerar, solo un toque ligero para no parecer tan desarreglada después de todo lo que había pasado. Cuando me vi en el espejo, me sentí un poco más yo misma, aunque la incertidumbre seguía rondando en mi cabeza.

 

Bajé las escaleras, decidida a dejar de lado las preguntas que aún rondaban en mi mente, y entré en la sala donde mis hermanas y mis padres estaban reunidos. Aún faltaba una hora y media para que saliera con Leonardo a comprarle ropa, así que decidí aprovechar el tiempo para hablar un poco con ellos y distraerme de todo lo demás.

 

Mi padre, como siempre, estaba cauteloso, observando todo con esa mirada analítica que no le podía faltar, mientras mi madre, que aunque más relajada, también tenía esa forma de no dejar nada al azar. Mis hermanas, por otro lado, no podían evitar mostrar algo de curiosidad, y más que por la situación en general, lo que realmente les interesaba era el chico de la habitación de arriba, Leonardo.

 

—¿Entonces, quién es él? ¿Y por qué está tan mal? —preguntó Sofía, mirando a mis padres con una mezcla de incredulidad y curiosidad.

 

Mi madre y mi padre intercambiaron una mirada antes de responder.

 

—Eso no es de tu incumbencia —dijo mi padre, con la típica frialdad que siempre empleaba cuando no quería entrar en detalles.

 

Mi madre asintió, pero su tono era algo más suave, como si tratara de suavizar la situación.

 

—Solo lo cuidaremos un rato, hasta que se recupere, y luego seguirá su camino, Sofía —añadió, dando a entender que era algo temporal.

 

Sofía parecía no estar satisfecha con la respuesta, pero antes de que pudiera seguir preguntando, Ana, que estaba un poco más entrometida que las demás, levantó la mano como si quisiera interrumpir.

 

—¿Y es lo que ustedes realmente quieren? —inquirió, mirando con algo de desconfianza a nuestros padres.

 

Mi madre y mi padre se miraron de nuevo antes de contestar.

 

—Como médicos, nos gustaría que el chico se quedara más tiempo, pero esa es una decisión que él ya tomó. Se irá cuando se sienta listo —respondió mi madre, más seria que nunca.

 

A pesar de lo que decían, había algo en sus palabras que me hizo sentir una ligera presión. ¿Por qué tenía la sensación de que había más detrás de todo esto? Y más importante aún, ¿por qué yo tenía tantas preguntas sin respuesta?

 

—Además —continuó mi madre, alzando una ceja, —debemos un favor al chico. Protegió a su hermana. Aunque no es algo que necesiten saber —dijo, casi como una advertencia.

 

Mientras mis hermanas asimilaban lo que había dicho, yo me acerqué a la pequeña mesa en el centro de la sala, donde estaban las carpetas que Marcos había dejado antes de que nos fuéramos del hospital. Sin pensarlo mucho, tomé una de las carpetas y comencé a hojearla, aunque no sin sentirme un poco culpable por hacerlo sin permiso. La curiosidad me había ganado.

 

Entre las páginas, encontré la foto de un niño con apenas once años, un nombre que no me era familiar, pero algo en su rostro me llamó la atención—: Evan. Su apellido era Mkline. La foto era en blanco y negro, como si fuera antigua, pero había algo en sus ojos que me hizo detenerme.

Sin embargo, no pude seguir mirando. Sabía que no era mi trabajo. No era mi misión, era la de Leonardo. Él tenía que decidir qué hacer con toda esa información, no yo. Cerré la carpeta con suavidad y la dejé de nuevo en la mesa.

 

—Lo siento, solo... estaba curioseando —murmuré, volviendo a sentarme mientras trataba de disimular lo que acababa de hacer.

 

Mis hermanas me miraron con una mezcla de curiosidad y sospecha, pero decidieron no seguir preguntando.

 

El tiempo pasó más rápido de lo que esperaba. La hora llegó, y con ella, la necesidad de salir de la casa. Junto a Ana, me dirigí hacia la habitación de Leonardo. Tocamos a la puerta y entramos, viéndolo sentado en la cama mientras ajustaba la venda en su brazo con la misma dedicación con la que había hecho todo hasta ahora. Como si no tuviera prisa, tomándose el tiempo necesario para estar seguro de que todo estuviera bien cubierto.

 

—Deja de jugar con eso, Leonardo —le dije en tono ligeramente cansado, aunque lo decía en broma, ya que sabía bien que no lo hacía por diversión, sino por necesidad.

 

Él levantó la vista, sonrió de manera ligera, pero con esa seriedad que parecía siempre acompañarlo, y respondió:

 

—Tú sabes que no juego, Lucía.

 

Un suspiro escapó de mis labios mientras observaba su dedicación. Sabía que no iba a cambiar, y aunque me molestaba un poco su actitud, comprendía que era su forma de manejar el dolor y el malestar. A veces, el control sobre lo que uno puede o no hacer se convierte en una necesidad más que en una preferencia. Resignada, no dije nada más y simplemente le informé:

 

—Ya es hora de salir, tenemos que ir a comprar.

 

Ana, que estaba parada detrás de mí, observaba todo con una expresión desconcertada. Sin decir una palabra, se acercó a Leonardo mientras él, con las muletas, intentaba levantarse de la cama. Me miró y dijo con algo de sarcasmo:

 

—Estas cosas ya me están molestando. Quiero caminar a dos patas, no a una y con muletas.

 

Leonardo se levantó lentamente, dejando ver el esfuerzo en su rostro.

 

—Deja de quejarte ya, —le dije, sin darle mucha importancia a lo que había dicho—. En unos días más podrás usar ambos pies con más frecuencia.

 

Leonardo me dio una mirada de agradecimiento, como si ya estuviera acostumbrado a mis bromas y los pequeños regaños que lanzaba de vez en cuando.

 

Después de todo, su situación no era nada fácil, pero ya parecía haber encontrado una forma de lidiar con la incomodidad.

Mientras tanto, Ana se cruzó de brazos, no completamente convencida, pero parecía estar dispuesta a seguir adelante con el plan.

 

Nos dirigimos a la puerta, y aunque no estaba segura de cómo se sentiría Leonardo al salir a la ciudad con nosotros, estaba claro que no podía seguir allí todo el tiempo. Tenía que comenzar a moverse, a acostumbrarse al mundo exterior de nuevo. Y quizás, tal vez, este paseo fuera una pequeña forma de empezar a sanar, no solo físicamente, sino también mentalmente.

 

—Vamos, chicos, no tenemos todo el día —dije, tomando la delantera mientras salíamos de la habitación y cerrábamos la puerta detrás de nosotros.

 

Caminamos con cuidado por el pasillo, ayudando a Leonardo a mantenerse firme mientras avanzábamos hacia la entrada. Él no se quejaba, pero podía ver en su expresión que cada paso le costaba más de lo que dejaba notar. Una vez en la puerta, nos pusimos los abrigos. Ana me lanzó una mirada divertida mientras luchaba con la cremallera del suyo, y yo le devolví una sonrisa cansada.

 

Afuera, Sofía y Paula ya nos esperaban junto al auto, con las manos en las caderas, visiblemente impacientes. Desde donde estaban, Sofía nos gritó:

 

—¡Apúrense, que nos vamos a congelar aquí afuera!

 

Rodé los ojos, sonriendo levemente mientras abría la puerta. Leonardo fue el primero en cruzar el umbral, apoyándose en sus muletas. Y entonces, al salir completamente de la casa, lo vi detenerse.

 

Se quedó quieto por un momento, como si el frío invernal le hubiera golpeado el alma misma. Cerró los ojos y respiró hondo, dejando que el aire helado le recorriera el cuerpo. Esa pequeña reacción me recordó de inmediato a la vez que salimos del hospital. Lo había hecho también entonces, como si necesitara reconectarse con el mundo exterior de alguna manera... como si sentir el frío fuera su forma de recordarse que seguía vivo.

 

No dije nada. Solo observé en silencio, respetando su momento.

 

Después de unos segundos, Leonardo abrió los ojos y siguió caminando, lento pero decidido. Ana y yo nos acercamos rápidamente para ayudarlo, y entre las dos lo guiamos hasta el auto. Paula, que había abierto la puerta del asiento trasero, nos esperó pacientemente mientras él se acomodaba con esfuerzo.

 

—Con cuidado —le susurré mientras lo ayudaba a sentarse.

 

Leonardo gruñó por lo bajo, más por molestia consigo mismo que otra cosa, mientras se instalaba en el asiento. Ajustó sus muletas al lado de él, y luego cerré la puerta suavemente.

 

Paula, siempre práctica, se subió al asiento del conductor, ajustando el asiento a su altura mientras nosotras también entrábamos. Sofía iba de copiloto, ya peleándose con la calefacción del auto.

 

Todo estaba listo. Ahora solo quedaba salir y ver qué clase de desastre haríamos en las tiendas.

 

—¿Listos? —preguntó Paula, girando a vernos con una sonrisa traviesa.

 

Leonardo asintió con una pequeña sonrisa cansada, y el auto arrancó, alejándonos poco a poco de la casa.

 

El auto avanzaba despacio por las calles cubiertas de nieve mientras yo observaba por la ventana, distraída. Las risas de Ana y Sofía llenaban el aire, mientras Paula tarareaba una canción baja que sonaba en la radio. Leonardo iba callado, mirando fijamente el paisaje pasar, su expresión neutra, casi ausente.

 

Fue entonces cuando sentí la vibración de mi teléfono en el bolsillo del abrigo. Lo saqué rápidamente, viendo en la pantalla el nombre de mi padre. Abrí el mensaje, leyendo en silencio.

 

—Recuerda: mantente atenta a Leonardo. Estuvo recluido del mundo por elección propia. Ha pasado poco tiempo en ciudades y probablemente cargue traumas psicológicos fuertes. No está acostumbrado al ajetreo de la vida civil. Las guerras que libró no son las que enfrentamos nosotros. Si se siente abrumado por el gentío, podría alterarse. Por favor, cuiden mucho de él.

 

Mi garganta se apretó un poco al terminar de leerlo. Miré de reojo a Leonardo, quien seguía inmóvil, ajeno a nuestra conversación ligera, el brazo enyesado reposando sobre su regazo, las vendas asomando por debajo de su abrigo grueso. Había algo en su postura, en su quietud, que no era normal en alguien de su edad. Esa calma extraña... no era tranquilidad, era resistencia.

 

Guardé el celular, respirando hondo. 

 

Mi padre tenía razón. 

 

Leonardo no era un chico normal, no era simplemente alguien herido físicamente. Las cicatrices que no podíamos ver probablemente eran mucho más profundas y frágiles.

 

No era solo traerlo de compras y entretenerlo. 

 

Era aprender a leer sus silencios. 

 

A saber cuándo acercarnos... y cuándo darle su espacio.

 

—¿Todo bien? —preguntó Ana, notando mi cambio de expresión.

 

Le sonreí, tratando de restarle importancia.

 

—Sí, sí, todo bien —mentí con naturalidad.

 

Pero en el fondo, sabía que hoy no solo iba a ser una salida casual.

 

Hoy tendríamos que aprender, poco a poco, cómo caminar a su lado... sin romperlo más. 

 

Sin hacerle daño. 

 

Y eso... eso era algo para lo que ninguna de nosotras estaba preparada realmente. 

 

 

Apreté los puños suavemente sobre mis piernas mientras el auto doblaba la esquina rumbo al centro comercial, decidida a hacer todo lo posible para no fallarle. 

 

No después de todo lo que él había soportado solo.

 

***

 

LEONARDO.

 

 

Este lugar es increíble, sí. 

 

Lo dije, realmente es increíble.

 

Era tarde, el cielo gris y pesado como un manto frío. Los copos de nieve caían con calma, pintando las calles de blanco. A mi alrededor, la ciudad vibraba: luces de autos, semáforos parpadeando en rojo y verde, vitrinas iluminadas, gente apresurada cargando bolsas, risas, bocinas lejanas. Todo tan vivo. Tan diferente a lo que estaba acostumbrado.

 

Es verdad, no estoy acostumbrado a esto.

 

Pero no de la manera que Lucía cree.

 

Una guerra... con cientos de muertos, fuego cruzado, hambre, miedo... eso sí era estar rodeado de desconocidos que podían matarte en cualquier segundo. 

 

Eso sí alteraba a cualquiera.

 

Estar aquí, entre toda esta gente normal, es otra clase de impacto... menos letal, más abrumador quizá. 

 

Pero no lo suficiente para romperme.

 

Lucía seguramente piensa que por haber estado "recluido" tanto tiempo, podría alterarme o perder el control. 

 

Pobrecita. Linda pero pobrecita.

 

La verdad es que, aunque pasé mucho tiempo fuera de la vida civil, siempre estuve rodeado de mi gente, de V.I.D.A., de hermanos de armas.

Y créanme, ellos eran un montón y sabían cómo hacer ruido.

 

Sé socializar, aunque mi manera sea algo... militar. 

 

Ordenada, práctica, directa.

 

Miro a Lucía y a sus hermanas por el espejo retrovisor del auto. Se ven felices, animadas, emocionadas por una simple salida.

 

Por ellas trato de mantenerme tranquilo, por no preocuparlas, no por mí. 

 

Mi cuerpo, sin embargo, actúa por instinto: hombros tensos, mirada atenta, músculos alertas. 

 

Resistencia automática. 

 

Viejos reflejos que no se quitan tan fácil.

 

Pero lo que siento no es miedo, ni ansiedad. 

 

Es emoción. 

 

Una emoción rara y cálida que me sube por el pecho como electricidad suave.

 

Además, si tengo que ser sincero... 

 

Estoy agradecido de no estar escuchando esa música depresiva que siempre pone Lucía. 

 

Si hubiera tenido que soportarla en este trayecto, quizá sí me habría alterado de verdad. 

 

Sonreí para mí mismo mientras el auto seguía avanzando por las calles cubiertas de nieve, dejando que el frío acariciara el vidrio empañado y que, por un rato, mi mente descansara del peso de los recuerdos.

 

Hoy... 

 

Hoy iba a ser un buen día. 

 

O al menos, eso esperaba.

 

Cuando llegamos al estacionamiento del centro comercial, el lugar ya estaba bastante lleno. Paula maniobró el auto hasta encontrar un lugar cerca de la entrada, y una vez estacionados, todas se movieron rápido para ayudarme a bajar.

 

No necesitaba tanta ayuda, pero acepté en silencio. 

Quizá porque sé que, si me rehúso, solo las pondría más nerviosas.

 

Apoyándome en las muletas, sentí cómo el viento frío golpeaba mi cara, más fuerte ahora, más real. Cerré los ojos un segundo y respiré hondo. No era polvo, no era olor a pólvora. Solo aire helado, limpio, vivo.

 

Al abrirlos, vi a Lucía mirándome como si esperara que me desmayara en cualquier momento.

 

Rodé los ojos. 

 

—Estoy bien —le dije en voz baja, apenas para que ella lo oyera.

 

Ella frunció el ceño, claramente dudando, pero no dijo nada más.

 

Caminamos hacia la entrada. El suelo estaba resbaloso por la nieve derretida y las señales de "Piso Mojado" se multiplicaban como advertencias silenciosas. 

 

Cada paso era una pequeña batalla para mantener el equilibrio con las muletas, pero seguí adelante. No pensaba ser una carga.

 

Al cruzar las puertas automáticas, una bocanada de aire tibio y seco nos envolvió. 

 

Y luego... 

 

Luego vino el golpe real.

 

Gente. 

 

Por todos lados.

 

Familias, parejas, adolescentes corriendo de tienda en tienda, música navideña de fondo, luces, anuncios brillantes, aromas de comida rápida flotando en el aire...

 

Me detuve por instinto.

No de miedo, sino de procesamiento. 

 

Mi cerebro necesitó un segundo para ordenar todo lo que estaba viendo y sintiendo.

 

No era un campo de batalla. 

 

Era solo... vida.

 

Lucía se dio cuenta de mi pausa y se acercó un poco, hablándome con suavidad:

 

—¿Todo bien?

 

Asentí. 

 

No necesitaba protección. Solo necesitaba tiempo para adaptarme a esta jungla diferente.

 

—Solo... analizando el terreno —le respondí con una sonrisa ladeada.

 

Ella soltó una pequeña risa, relajándose un poco. 

Paula y Ana estaban ya unos pasos más adelante, emocionadas por la idea de comprar ropa, mientras Sofía nos esperaba pacientemente.

 

—Vamos, soldado —me dijo Lucía medio en broma, tocando ligeramente mi espalda con su mano.

 

Suspiré, acomodando las muletas, y di el primer paso hacia la multitud.

 

Sabía moverse entre un enjambre de cuerpos, después de todo. 

 

Solo que esta vez... 

 

No había enemigos.

 

Solo personas viviendo.

 

Y yo, por primera vez en mucho tiempo, caminando entre ellos.

 

La primera tienda a la que entramos era una de ropa... de mujeres. 

No tengo idea de cómo terminamos ahí.

 

 

Supuestamente íbamos a buscar ropa para mí —lo recuerdo claramente— pero ahora estábamos rodeados de blusas, vestidos, y todo tipo de telas que parecían costar más de lo que costaría alimentar a un pelotón entero durante una semana.

 

Me quedé quieto junto a la entrada, apoyado en mis muletas como un maniquí olvidado, mientras ellas discutían entre perchas, colores y tallas. 

 

Era como una misión de reconocimiento que se extendía demasiado.

 

Una hora.

 

Una maldita hora para elegir una simple blusa. 

 

Una maldita blusa.

 

—¿Así son todas las mujeres? —pensé, viendo a Lucía levantar una prenda, fruncir la nariz, dejarla, tomar otra, compararlas, preguntarle a sus hermanas, cambiar de opinión, regresar a la anterior, y repetir el ciclo.

 

Ana y Paula no eran mejores. 

 

Sofía, en cambio, parecía más práctica, eligiendo rápido y sin mucho drama.

 

Y yo... 

 

Un maniquí andante.

 

Claro, de vez en cuando se acordaban de que existía y me arrojaban ropa encima.

 

—Prueba esto. 

 

—¿Qué te parece esta chamarra? 

 

—¿No sería lindo con una bufanda así?

 

Una torre de ropa empezó a crecer en mis brazos, cubriéndome hasta casi no poder ver el frente. 

 

Jeans, camisas, sudaderas, chaquetas, incluso gorras, gorros de lana, bufandas, lentes de sol y unos cuantos pares de botas que alguien mágicamente esperaba que pudiera probarme mientras apenas podía sostenerme de pie.

 

¿Dónde quedó el respeto a un herido de guerra?

 

Una eternidad después —cuando ya me dolían más los brazos que las costillas— logramos salir de ahí y pasamos a una tienda de comida francesa.

 

El letrero de entrada parecía prometedor: elegante, limpio, y con un menú plastificado en letras doradas. 

 

Lucía y sus hermanas parecían emocionadas. Me preguntaron qué quería pedir, pero cuando miré el menú, algo saltó ante mis ojos como una bengala de señal.

 

Una palabra.

 

Una que no existía ni en francés ni en inglés. 

 

Ni en ningún idioma coherente.

 

Me acerqué a Lucía, bajando un poco la voz.

 

—Eso de ahí —le señalé— no significa nada. Está mal escrito.

 

Ella parpadeó, confundida, y leyó la palabra.

 

—¿Qué? ¡No puede ser! —exclamó, frunciendo el ceño— Hemos venido aquí durante años. ¡Pensé que significaba algo... extravagante o así!

 

Negué con la cabeza, una leve sonrisa en mi rostro. 

 

Atrás de ella, sus hermanas se acercaban curiosas.

 

—¿En serio? —preguntó Sofía, entre divertida y sorprendida.

 

—¿Tú sabes francés? ¿Y también inglés? —preguntó Paula, con los ojos brillando.

 

Antes de que pudiera decir algo, Lucía ya estaba presumiendo:

 

—Claro que sabe —dijo inflando el pecho de orgullo ajeno—. Estuvo más de seis idiomas diferentes. ¡Habla varios!

 

No corregí su exageración. 

 

Era una ilusión inofensiva.

 

La realidad es que eran muchos más años, y varios más idiomas... pero dejarla sentirse orgullosa era mejor que matarle la emoción.

 

Así que solo sonreí levemente, encogiéndome de hombros como si fuera algo sin importancia. 

 

Después de todo, si podía sobrevivir guerras, también podía sobrevivir a las tiendas de ropa y a los menús mal escritos.

 

La comida llegó rápido.

 

Sándwiches decorados como si fueran piezas de museo, porciones pequeñas que en la vida real no alimentarían a un soldado hambriento, pero al menos sabía que el objetivo aquí no era llenarme, sino compartir el momento con ellas. 

 

Así que comí en silencio, probando un poco de todo.

 

Intentaba parecer relajado. 

De verdad lo intentaba. 

 

Pero mi cabeza no dejaba de trabajar por su cuenta.

 

Mientras ellas hablaban entre sí —discutiendo sobre ropa, clases, eventos de la semana—, mis ojos se movían de un lado a otro del centro comercial. 

 

No podía evitarlo.

 

Un tipo cerca de la entrada, con abrigo muy largo para el clima relativamente templado dentro del lugar, las manos ocultas en los bolsillos, revisando su celular sin mirarlo de verdad. 

 

'Mmmh... vigilancia improvisada o simplemente torpe.'

 

Dos adolescentes riendo demasiado fuerte cerca de una tienda de tecnología, intercambiando miradas sospechosas antes de desaparecer dentro. 

 

'Robo menor. No nuestro problema.'

 

Una pareja discutiendo cerca del patio de comidas, ella llorando bajito, él hablando entre dientes. 

 

'Conflicto doméstico. Mantenlo en radar, pero no intervengas a menos que suba de nivel.'

 

Un guardia de seguridad distraído, sentado junto a una columna, revisando redes sociales en su celular. 

 

'Inservible en caso de emergencia.'

 

Todo estaba bien. 

 

No había amenazas reales. 

 

Pero mi mente no dejaba de escanear, analizar, clasificar.

 

La costumbre es una bestia difícil de domar.

 

Lucía notó mi mirada de vez en cuando. 

 

Me sonrió, tratando de meterme en la conversación, pero yo solo asentí, fingiendo estar distraído con la comida.

 

No era miedo.

No era desconfianza. 

 

Era... automático.

 

Mi cuerpo podía estar aquí, sentado en un centro comercial, comiendo una baguette demasiado costosa, pero mi cabeza seguía en otros lugares, otros tiempos.

 

Suspiré suavemente y bajé la guardia a propósito, enfocándome en sus voces.

 

Las risas de Paula y Ana. 

 

La discusión entre Sofía y Lucía sobre si era mejor el café de aquí o el de la otra cafetería dos pisos arriba.

 

Normalidad. 

 

Un concepto tan ajeno y tan cercano al mismo tiempo.

 

Me obligué a tomar un trago de mi bebida, sentir el sabor dulce, escuchar el ruido del centro comercial como un zumbido de fondo. 

 

Estoy aquí. No allá.

 

—¿Leo? —me llamó Lucía, empujándome suavemente con el codo—. ¿Estás bien? ¿Quieres otro café?

 

Sonreí de lado.

 

—Estoy bien. 

 

—¿Seguro? —insistió, mirándome como si pudiera ver más allá de mi fachada.

 

Asentí.

 

—Solo... observando. 

 

—¿Observando qué?

 

Me encogí de hombros.

 

—Todo. 

 

—¿Y? ¿Conclusiones? —preguntó Sofía, curiosa.

Me reí por lo bajo.

 

—Que este centro comercial sobrevivirá, pero si pasa algo serio... están todos jodidos.

 

Ellas parpadearon, procesando mis palabras, y luego rieron.

 

—¡Dios, Leo! —soltó Lucía, entre carcajadas— ¡No puedes ni salir de compras sin analizar una zona de guerra!

 

—Costumbre —admití, sonriendo más relajado.

Y era verdad. 

 

Una costumbre que, aunque ahora pareciera innecesaria, seguía siendo parte de mí. 

 

Me dejé caer un poco más en la silla, recargando los hombros contra el respaldo mientras mi mirada se perdía por la ventana.

 

Allá afuera, los jóvenes reían. 

 

Chicos de mi edad —o quizá un poco menos—, compartiendo bromas tontas, selfies, retos en sus teléfonos, carcajadas despreocupadas que llenaban el aire helado del atardecer.

 

Padres jalando a sus hijos pequeños de las manos, abrigándolos hasta las orejas, comprándoles helados ridículamente caros o juguetes inútiles.

 

Era... Normal.

 

Algo que tal vez yo también podría haber vivido. 

Si las cosas hubieran sido diferentes. 

 

Si aquellos malnacidos no me hubieran arrebatado todo cuando apenas era un crío. 

 

Si no hubiera terminado en el infierno de los traficantes, luchando por mi vida antes siquiera de saber quién demonios era.

 

Pero no existe un "y si". 

 

Nunca ha existido.

 

Esta era mi vida. 

 

Mi camino. 

 

Mi condena.

 

Resoplé suavemente, cruzando los brazos.

 

Me pregunté qué estarían haciendo ahora los demás. 

 

Selene, con su carácter de demonio disfrazado de ángel. 

 

Hexa, probablemente arreglando algún cacharro de comunicaciones obsoleto solo por diversión. 

 

Stitch, el loco de las curas imposibles. 

 

Cherry... el idiota de Cherry, seguro intentando seducir a medio

escuadrón otra vez. 

 

April... Mi primera vez.

 

Sonreí para mí mismo, negando con la cabeza.

 

¿Seguirán luchando? 

 

¿Habrán eliminado ya a esa plaga de I.F.L.O. o siguen desangrándose por culpa de ellos? 

 

Sea como sea, cuando termine esta pequeña misión personal —visitar a la familia de Luis en California—, iré tras ellos.

 

Tienen que saberlo. 

 

Saber que sigo vivo. 

 

Que no todo se perdió esa noche. 

 

Que sigo caminando hacia ellos, aunque sea a mi manera.

 

Quizá no ahora. 

 

Quizá no mañana.

 

Pero pronto.

Mis dedos tamborilearon distraídamente sobre el vaso vacío frente a mí, mientras escuchaba a las chicas reír bajito, planear la siguiente tienda que visitarían.

 

Una parte de mí quería reír con ellas. 

 

La otra seguía atrapada allá afuera, con la nieve, el frío y los fantasmas.

 

Suspiré.

 

Un día a la vez, Leo. 

 

Un día a la vez.

 

Estaba a punto de volver a perderme en mis pensamientos cuando, de la nada, apareció una chica frente a mí.

 

Literalmente apareció.

 

Una joven, probablemente de mi edad o un poco menos, con cabello castaño ondulado, labios brillantes y una sonrisa juguetona que claramente no era casual.

 

—Hola... —dijo inclinándose ligeramente hacia mí—. ¿Puedo preguntarte tu nombre?

 

Parpadeé, confuso por un segundo.

 

¿En serio? ¿Aquí? ¿Ahora?

 

No alcancé a responder antes de que, casi automáticamente, el maldito modo —Cherry Coqueteo— se activara.

 

Mi cuerpo reaccionó solo, como si hubiera sido programado por aquel payaso de Cherry.

 

Sonreí levemente, ladeando la cabeza de forma casual, como si hablar con chicas hermosas fuera mi pasatiempo favorito.

 

—Depende —le dije, dibujando una ligera sonrisa—. ¿Qué ganas si te lo digo?

 

La chica soltó una risita nerviosa, y sentí que se soltaba. Mi corazón comenzó a latir un poco más rápido, pero me obligué a mantenerme tranquilo.

—Un poco de curiosidad, nada más —respondió, aún sin apartar los ojos de los míos.

 

Dejé que la conversación fluyera, pero entonces, sin previo aviso, la chica cambió de idioma y dijo, en un tono suave, en francés:

 

——Tu as un regard captivant, mais je suis sûre que tu es bien plus intéressant que ça. 

(Traducción—:Tienes una mirada cautivadora, pero estoy segura de que eres mucho más interesante que eso.)

 

El cambio de idioma me pilló por sorpresa, pero fue solo un instante. Mis reflejos me obligaron a responder en el mismo idioma, sin pensarlo.

 

——Et toi, tu n'as pas l'air si mal non plus, mais je suis plutôt du genre à découvrir par moi-même. 

(Traducción—:Y tú, no pareces tan mal tampoco, pero soy del tipo que prefiere descubrir por mí mismo.)

 

Los ojos de la chica se abrieron como platos, sorprendida.

 

Se mordió el labio inferior, divertida y un poco desarmada.

 

Obviamente, no se esperaba que alguien respondiera en francés, y mucho menos con un tono tan fluido.

 

——Tu parles vraiment bien, je ne pensais pas que tu parlerais français. 

(Traducción—:Hablas muy bien, no pensaba que hablarías francés.)

 

Solté una pequeña sonrisa, un poco divertida por su sorpresa.

 

——Je parle plusieurs langues. 

(Traducción—:Hablo varios idiomas.)

 

Era una respuesta simple, pero suficiente para mantener la conversación interesante. 

 

Seguimos hablando unos minutos más, pero de manera más casual, hasta que llegó el inevitable momento:

 

——Entonces... ¿me das tu número ? —dijo, su tono era suave, pero con esa insinuación que a veces resulta difícil de ignorar.

 

Ahora sí que sonreí. En ese instante, supe exactamente qué decir.

 

—Me encantaría, pero... mi celular se descompuso esta mañana —mentí con una facilidad que asustaba—. Está en una de las tiendas de aquí siendo reparado. Pero... si quieres —añadí, inclinándome un poco hacia ella—, puedes dejarme tu número. Te llamaré en cuanto lo recupere.

 

La chica no dudó ni un segundo. 

Sacó una servilleta de la mesa, con rapidez, y comenzó a escribir.

 

No solo me dio su número, sino que también me ofreció una sonrisa que casi hacía que la situación fuera más real de lo que realmente era.

 

——C'est dommage, mais je vais attendre. 

(Traducción—:Qué pena, pero esperaré.)

 

Recibí la servilleta, sonriendo de nuevo, y vi cómo se alejaba, moviendo las caderas con más seguridad de la que yo pensaba. 

 

Sin embargo, algo en su mirada me decía que había algo más detrás de esa interacción.

 

Justo antes de que se fuera, me giré hacia ella y le guiñé el ojo, un gesto que al parecer fue suficiente para dejarla aún más confundida y encantada.

 

Cuando finalmente se fue, me quedé mirando la servilleta por un segundo. La metí rápidamente en el bolsillo, antes de girarme hacia las chicas.

 

Lucía, Paula y Sofía me miraban con los ojos como platos.

 

Fue Lucía quien rompió el silencio:

 

—Y pensar que estuviste recluido del mundo…

 

Me encogí de hombros, de manera despreocupada, como si todo hubiera sido un simple accidente.

 

—Puede que del mundo… —dije mientras me inclinaba hacia atrás en la silla—. Pero no de la gente.

 

Lucía me observó con una ceja levantada, como si estuviera esperando algo.

 

—¿Y el celular, eh? —me dijo, con una sonrisa burlona—. Recuerda que no tienes.

 

Solté una ligera risa, como si no me importara en lo más mínimo.

 

—Lo sé, pero bueno... ¿qué había que perder? —respondí, encogiéndome de hombros—. Un número de teléfono no mata a nadie, ¿no?

 

Las hermanas de Lucía, que no habían dicho nada hasta ese momento, se miraron entre ellas y luego me fulminaron con la mirada.

 

—¿En serio? ¿No tienes celular? —dijo Paula, sorprendida—. ¿Cómo es eso posible?

 

Lucía, casi sin poder aguantar la risa, les explicó con tono dramático:

 

—¡Eso es lo que pasa cuando alguien ha estado "recluido del mundo"! No sabe cómo funciona la vida moderna, chicas.

 

—¿Y cómo se supone que vas a contactarte con gente? —preguntó Ana, todavía incrédula.

 

—Eso lo veremos —dije, con tono relajado—. De momento, lo importante es que ya tengo el número de alguien. Eso tiene que contar para algo, ¿no?

 

Las chicas intercambiaron miradas y luego, como si todo tuviera sentido, coincidieron:

 

—Bueno, eso... —Paula sonrió traviesa—. Será lo siguiente que compramos entonces.

 

Me reí por lo bajo, mientras Lucía me daba una mirada de resignación, como si ya estuviera acostumbrada a esas situaciones.

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