El primer encuentro fue casual.
E-34 lo observó sin ser visto. Encerrado entre los retazos de sombra que le ofrecía la torre oxidada, con la mirada perdida de quien lleva siglos sin comprender el mundo.
Nozomi estaba ahí. Lleno de heridas, con ropas roidas, como una llama a punto de apagarse, pero seguía de pie. Respiraba. Se arrastraba hacia un rincón donde florecía un cerezo que no tenía derecho a existir. Un capricho de la vida, quizá, como él.
<<¿Por qué regresa a ese lugar?, ¿por qué no huye como los demás?>>
Se lo preguntaba en cada encuentro.
Primero lo juzgó como rutina.
Luego como desesperación.
Y después… algo empezó a cambiar en él.
El segundo encuentro fue inevitable.
El tercero… necesario.
Y entonces E-34 se volvió testigo.
De los silencios compartidos. De las vendas. De la risa leve que rompía el peso en los ojos de Nozomi. De esa chica que llegaba siempre, sin promesas, sin exigencias, y que lo trataba como si no fuese una bomba a punto de estallar.
Cada gesto entre ellos era un hilo. Un puente.
Uno que E-34 no entendía.
<<¿Por qué no lo odia?>>
<<¿Por qué no lo deja?>>
<<¿Por qué lo mira como si aún valiera algo?>>
Nozomi parecía llevar la misma desesperación por vivir que el. Pero su carga parecía distinta. Más humana. Más… suya.
Y aun así, cada vez que ella lo tocaba, lo curaba, lo escuchaba sin pedir nada a cambio, esa desesperación parecía apagarse. Como si ella fuera capaz de callar la tormenta con solo estar ahí.
<<¿Es posible eso?>>
<<¿Puede alguien como nosotros ser salvado con una caricia?>>
E-34 sintió rabia. No hacia ellos. Sino hacia sí mismo.
Porque él también había sangrado. También había gritado. También había estaba encerrado en una celda que olía a muerte y destino. Pero nadie lo había esperado. Nadie le había llevado pan, ni ungüento, ni palabras suaves.
A él solo lo habían estudiado. Inyectado. ¿Despertado?.
<<¿Será eso lo que me falta?>>
<<¿Es esto… lo que llamaban amor?>>
La palabra le sabía ajena.
No tenía peso. No tenía forma. No tenía recuerdos que la sostuvieran.
Y sin embargo, verlos juntos bajo el cerezo —ese árbol que no era mágico, pero sí invencible— despertaba en él una sensación que no podía nombrar. Algo que dolía, pero no como las heridas. Dolía de otro modo. Por dentro.
Como una herida donde no debía haber carne.
Ella reía por algo que él no escuchó. Nozomi bajaba la mirada, como si no supiera qué hacer con sus propias emociones. E-34 los observaba desde la distancia, invisible, incorpóreo, casi espectral. Como una falla atrapada entre los márgenes de un mundo que no lo quería.
<<¿Cómo se llega a eso?>> <<¿Cuántas veces debes sangrar para que alguien te mire así?>>
Él no sabía qué había hecho Nozomi para merecer esa tregua. Tal vez nada. Tal vez era solo suerte. O destino. O un capricho del guionista de esa historia escrita para otros.
Pero lo que más le dolía… era que Nozomi no lo rechazaba.
Ni siquiera en sus peores estados. Ni siquiera cuando temblaba, cuando jadeaba como un animal herido. Cuando sus ojos se vaciaban.
Ella se quedaba. Lo sostenía.
Y eso era más poderoso que cualquier conjuro, cualquier arte prohibida o arma encantada.
E-34 había visto almas romperse como vidrio al borde de la locura. Había sentido la desincronización arrancarle la identidad. Había visto, encarnado... Sus muertes.
Pero jamás había visto a alguien quedarse por voluntad.
Sin contrato.
Sin recompensa.
Sin gloria.
Solo quedarse.
Y al mirar eso, el vacío en su pecho se volvió insoportable.
No por envidia.
Sino por la certeza aplastante de que él… nunca sabría cómo se sentía.
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Un pensamiento absurdo.
Irracional.
Imposible.
Pero se quedó ahí, como un eco estancado.
La escena siguió su curso. El pétalo detrás de la oreja. La risa tímida. El beso.
E-34 parpadeó.
Algo se quebró en su visión por un instante. Como si el mundo se desajustara.
No por celos.
No por deseo.
Sino por una palabra que nunca había aprendido: anhelo.
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Y por primera vez, las visiones no mostraban muerte.
Mostraban lo que él jamás tendría.
Más tarde, cuando Nozomi subió al tejado con el medallón entre los dedos, E-34 también lo vio. No como una imagen externa, sino como una sombra que se le colaba en el pecho.
—Se suponía que esto era por mí… —murmuraba Nozomi.
Y E-34, desde algún rincón olvidado del mundo, repetía las palabras sin sonido.
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Pero no lo era.
Él era una anomalía.
Una criatura incompleta.
Sin historia.
Sin origen.
Y ahora, sabía con certeza, también sin destino.
Porque los que eran capaces de amar… eran capaces de ser salvados.
Y él solo había nacido para morir.
Y sin embargo…
No podía dejar de mirar el medallón.
Ese pétalo encapsulado.
Esa ternura que no entendía.
Porque en medio de toda esa incomprensión, algo dentro de él se resistía.
Algo diminuto.
Pero vivo.
Tal vez una grieta.
Tal vez un error.
Tal vez —solo tal vez— una semilla.
Una que no sabía si crecería… o si se pudriría con él.
Pero entonces, el mundo empezó a temblar.
La realidad se fragmentaba en silencios. El suelo, antes firme, parecía deslizarse como si el tiempo mismo vacilara bajo sus pies. La imagen frente a él—la figura de Nozomi—se desdibujaba. Se alargaba. Se deshacía en hilos de niebla y sombra. Pero su voz seguía ahí. Firme. Clara. Como si nunca hubiese pertenecido a ese mundo.
—Cuando esas lunas se alineen, se abrirán las Puertas de Obsidiana que están en la Cueva de la Noche Eterna, en la Tierra de los Demonios…
Las palabras eran ajenas, lejanas, como ecos de un recuerdo que no le pertenecía.
Pero cada sílaba golpeaba algo en su interior.
—Ese era el sitio exacto… no una leyenda, sino parte real del relato… donde Selaris obtuvo su segundo despertar en la novela.
E-34 no entendía todo, pero sentía.
Sentía cómo algo encajaba.
El cielo.
Las lunas alineadas como dientes de un dios antiguo.
La cueva agrietando la montaña.
Las puertas, inmensas, negras, con el aliento del abismo latiendo detrás.
—Ahí, en ese lugar, el Catalizador de Sangre Reversada podía darme no solo un despertar como el del protagonista, sino un segundo sello… y más aún: acelerar mi patético potencial hasta convertirlo en algo real.
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No en un sueño.
No en un error.
En el lugar exacto donde Selaris debía cambiarlo todo.
Todo encajó.
Todo… hizo click.Pero entonces su cuerpo se quebró.
Primero fue un ardor en el pecho.
Luego una presión áspera en la garganta.
Y de pronto… sangre.
Mucha.
Salió disparada de su boca como un rugido carmesí negruzco.
Tibia. Densa. Imparable.
Lo manchó. Lo ahogó. Lo arrastró al suelo con la violencia de un castigo divino.
Tembló.
No por miedo, sino por un vacío que se abría desde adentro, como si una grieta interna estuviera tragándose su fuerza.
<<¿Qué me está pasando…?>>
No había respuesta.
Solo el vértigo.
Solo las sombras.
Solo el eco final de esa voz que nunca lo miró… pero que parecía hablada para él.
—Porque el mundo no te va a dar nada.
Y porque tú…
Tú le vas a quitar todo.
Y entonces cayó.
Sin nombre.
Sin salvación.
Sin explicación.
Solo con el sabor de la sangre.
La oscuridad y el silencio fueron lo último que lo acompaño...
Fin de la visión.
