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Chapter 25 - La última cacería del sol...

El mundo ya no tenía forma.

No como antes.

A sus pies, donde alguna vez se alzaba la montaña, dónde se realizaron esperimentos innumanos.

Solo quedaba una grieta incandescente. Sangre, magma y cadáveres formaban un paisaje donde el invierno insistía en caer, necio, como si pudiera cubrir los pecados con copos de nieve.

Nevaba.

Nevaba sobre cuerpos calcinados, torsos sin cabeza, armaduras abiertas como cáscaras de fruta podrida. Nevaba sobre los restos indistinguibles de lo que una vez fueron hombres de fe y fanáticos con hierro fundido por lengua.

Nevaba… sobre la ruina.

El Cardenal del Sol respiraba con dificultad.

Lo que quedaba de él no debía seguir en pie.

Su túnica era apenas una sombra chamuscada. Su piel colgaba en jirones ampollados, en carne viva, como si hubiese sido hervido desde dentro. Su antiguo cabello castaño, otrora pulcro y bien peinado, no era más que restos carbonizados adheridos al cuero cabelludo. Solo algunos mechones humeaban como brasas apagadas.

Su brazo izquierdo terminaba en un muñón calcinado, oscuro, hinchado, con fragmentos de huesos de su antebrazo asomando como una lanza entre costras negras. Su pierna derecha era aún peor: deshecha hasta la articulación, sostenida apenas por tendones rotos, hueso astillado y voluntad. Cada paso era un sacrificio.

Su rostro, antes símbolo de devoción y solemnidad, ahora era una mueca grotesca. Uno de sus ojos ya no existía (Derecho). Y el otro sangraba. Y, sin embargo, ese mismo ojo ardía con fuego dorado (izquierdo).

Y colgando de su cuello, ennegrecido pero intacto, un medallón en forma de sol. El único objeto de él que no había sido destruido.

El último símbolo de su fe.

Sabía que estaba muriendo.

Ni su Divinidad, ni los artefactos del lamento en su posesión, ni su afinidad con el espacio... nada bastó.

Nunca despertó como otros. No tenía un sistema, ni una habilidad otorgada, ni siquiera un sello verdadero.

Solo tenía fe. Una fe absoluta.

Y no fue suficiente.

Sus ojos recorrieron el campo de cadáveres. Las columnas derrumbadas. Las banderas de la Iglesia marchitas entre los cuerpos.

—Fui yo… —murmuró con una voz agrietada—. Yo los traje aquí.

Él organizó el sitio. Él planeó el ataque.

Él arrastró a los Obispos y a cientos de fieles a esta cruzada.

Todo para recuperar a los profetas. A los videntes robados por la Orden del Hierro.

Pero fracasó. Su peor fracaso hasta la fecha.

Pagó por sus errores un precio que ningún dios aceptaría.

—Los arrojé… como corderos al abismo —escupió sangre negra.

Recordó a Raulio.

El viejo Arzobispo de la Luna.

Nunca compartieron dogmas, pero sí batallas. Discusiones. Risas con vino bajo los vitrales.

Habían envejecido juntos en las trincheras de la fe.

Y lo había visto entregarse. Sin dudar.

Recordaba el instante exacto.

El báculo alzado.

El alma ofrecida.

La explosión de luz que lo consumió.

—Te dije que no lo hicieras, maldito lunático —susurró—. Pero, como siempre, hiciste lo que quisiste.

Una lágrima caliente descendió por su rostro deforme.

—Tu muerte no fue un acto de fe… fue un castigo por mi necedad.

Volvió a mirar el campo de batalla. Ya no podía llorar. Sus lagrimales estaban quemados.

Pero aún tenía rabia.

Y entonces, lo sintió.

Un tirón.

No en el cuerpo. En el tejido mismo de la realidad.

Una perturbación minúscula, una nota disonante entre la nieve y la sangre.

La marca.

No era una técnica común. No una habilidad aprendida.

Era algo que él había desarrollado con años de oración y estudio de las leyes del espacio: un sello de trazado espacial puro, invisible al ojo, imperceptible para casi cualquier otro.

Lo había dejado como advertencia. Como ancla.

Era tenue, pero seguía allí.

Había sellado al experimento cuando lo sintió.

En el pasillo.

Huyendo.

Con esta técnica suya podía dejar un rastro espacial. Una espina en quienes consideraba riesgosos, aunque menores.

Le permitía rastrearlos a través de las pequeñas fluctuaciones espaciales que causaba la marca, casi como una ecolocalización. Mandaba vibraciones espaciales únicas que solo él podía percibir.

Un tirón leve, casi imperceptible.

Pero él la reconoció.

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La había colocado sin pensar. Como un protocolo menor.

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Así lo creyó… hasta que el Obispo del Destino pronunció esas palabras, antes de desaparecer con el Anillo:

"Él no debería estar vivo. Ni siquiera debería haber nacido. No es parte de la historia. Es un error con consecuencias."

Y en ese instante… lo entendió.

E-34 no era un accidente.

Era el epicentro.

Fue él quien activó el Anillo. Él quien desató la ruina.

Sin intención, tal vez. Pero con consecuencias más devastadoras que cualquier voluntad consciente.

Y como cualquier humano, el Cardenal se mintió.

Sabía que estaba mal… pero se estaba muriendo.

Y tenía que descargar su ira, aunque fuera en un inocente…

—Por su existencia… todos murieron.

Por él, Raulio ardió.

Por él, sus fieles fueron triturados.

Por él, su propia carne fue arrancada.

—No fue el Anillo —gruñó—. Fue él.

El Cardenal apretó los dientes. Lo poco que quedaba.

Se tambaleó. Cada paso sobre la nieve ardía como brasas. Su pierna era un ancla podrida.

Pero no se detuvo.

La marca lo guiaba.

Como una soga amarrada al alma.

E-34 no estaba lejos.

Lo único que le quedaba era una chispa de consuelo.

—Aila… Dorian… El Obispo del Destino…

Ellos se salvaron.

Con cssi todas las reservas de su poder los movió a ellos y al anillo, antes de que todo estallara, los había desplazado fuera del radio de la explosión.

Había abierto una brecha en el espacio y los había lanzado a una zona segura. Muy lejos.

Donde la montaña ya no pudiera alcanzarlos.

El coste que tuvo que pagar fue que ya casi no tenía energía para su afinidad, después de todo mover una entidad tan antigua como poderosa aunque sellada, le había drenado hasta casi dejarlo seco.

Pero mínimo también salvó a los tres eran jóvenes. Poderosos. Promesas del mundo.

Jóvenes que todavía tenían la oportunidad de superar la prueba del Arrastre.

Traídos a esta tragedia por su insistencia, para que ganaran más experiencia.

—Ellos… sí tienen futuro —susurró con los labios agrietados.

Él ya no.

Solo le quedaban duda.

Y fe.

Avanzó como un cadáver viviente.

Como un santo que caminaba después de su crucifixión.

—Criatura del Tiempo —pronunció con la voz hendida, pero cargada de odio—. Me arrebataste todo.

El viento aullaba. La nieve intentaba limpiar.

Pero no podía.

No con él.

—Ni mi Dios podría curarme. Pero aún me queda algo.

El medallón solar centelleó, débil.

No como una luz.

Sino como un recuerdo.

—Mi último aliento.

Su cuerpo era una ruina.

Pero su alma era una lanza.

—Hoy no vienes a mí.

Yo iré por ti.

Y serás juzgado.

Apretó los dientes.

No por dolor.

Sino por resolución.

—Por Raulio.

Por la Iglesia.

Por cada cadáver cubierto de nieve…

—Hoy comienza mi última cacería.

Y esta vez, no llevaría soldados.

Ni estandartes.

Ni milagros.

Solo la fe de un hombre al que le arrancaron todo…

…y su Dios.

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