La noche estaba rota.
Después de la pelea, la ciudad respiraba con dificultad. Las calles eran charcos de sombras, las posadas cerraban temprano, y el aire tenía ese olor metálico que sigue a la violencia.
Nozomi se había escondido en una cabaña al azar, abandonada en uno de los tantos barrios bajos. La madera crujía con cada respiración, como si la casa se quejara de su presencia. Él tampoco quería estar allí.
Sudaba.
Temblaba.
Le costaba mantener la vista fija.
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Los síntomas. El costo.
Usar la respiración del demonio celestial no era gratuito.
Sus venas, por debajo de la piel, se teñían de negro, como si ramas muertas avanzaran lento por su carne. Sus pupilas se contraían. Su cuerpo tiritaba por dentro como si su alma intentara huir.
La energía demoníaca lo consumía.
No físicamente. Aún.
Pero lo carcomía por dentro. Le hacía sentir ajeno a sí mismo.
Se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared húmeda. Le dolía todo. El sello latía en su nuca como un corazón monstruoso.
Mínimo, para su consuelo, sus heridas ya iban cerrando. La energía demoníaca funcionaba también como una cura. Una cura envenenada, pero cura al fin de cuentas.
Si no… no hubiera cometido las locuras que hizo esa noche.
¿Tal vez?
Y entonces…
Escuchó pasos.
Rápidos. Cautelosos.
Asomándose por una rendija de la cabaña, la vio.
Era ella.
La chica por la que peleó.
La que lloró para detener a Kalen.
La que estaba manchada de sangre… su sangre.
Él se removió, incómodo. No sabía si era más fuerte el temblor de su cuerpo o el de su voz.
—No deberías estar aquí —gruñó desde dentro de la cabaña, apretando los dientes para que no se le notara la debilidad.
Ella no respondió. Solo se acercó y abrió la puerta. Con lentitud. Como si temiera asustarlo.
Y quizá era eso. Él estaba temblando, con la capucha caída, los ojos hundidos y las venas negras a la vista.
—Te ves... mal —murmuró desde el umbral. La voz le tembló, pero no por miedo.
Nozomi apartó la mirada. El olor a sangre vieja lo irritaba. El suyo. El de los otros. La podredumbre del mundo parecía más nítida.
—No. Estoy bien. Lárgate —espetó con brusquedad.
Quiso sonar duro. Sonó desesperado.
Ella no se movió.
En cambio, se acercó un poco más. Dejó la puerta atrás. Se arrodilló frente a él. Y, con una ternura inesperada, posó una mano sobre su mejilla.
—Estás ardiendo.
El contacto fue como una descarga.
La temperatura de su piel descendió por un instante. Solo un poco.
Pero suficiente.
Suficiente para que su mente dejara de latir tan rápido. Para que su respiración se regulara. Para que el temblor... disminuyera.
<<¿Qué...?>>
—¿Qué estás haciendo...? —musitó él, la voz más rota que antes.
Ella no respondió. Sacó un pañuelo arrugado y húmedo de su vestido, y empezó a limpiar la sangre de su rostro. Era torpe. Se notaba que no tenía experiencia. Pero en su torpeza había una calidez que derrumbaba defensas.
Nozomi la apartó, débil, más con las palabras que con los gestos.
—No entiendes... no deberías... No soy como tú.
—Ya lo sé.
El silencio fue espeso.
Él la miró. Y por primera vez, sintió que sus síntomas retrocedían. No porque su cuerpo sanara. Sino porque ella estaba allí.
Se le hizo un nudo en el pecho.
—¿Quién eres tú? —preguntó él, sin darse cuenta de que lo decía en voz baja.
Ella sonrió. Solo un poco. Como si la pregunta no le incomodara, sino le causara ternura.
—Una idiota, tal vez. Pero tú me salvaste. No podía dejarte solo.
Él quería decirle que no fue por ella. Que lo hizo por capricho. Por orgullo.
Pero...
Mentirse no le salía tan bien cuando la tenía tan cerca.
Y entonces ella habló, esta vez con firmeza, sin miramientos:
—No vine a agradecerte. Vine porque estás usando algo que te va a destrozar. Esa energía... está corroyéndote. Ya no puedes ni respirar bien. No podía dejar que tu cuerpo... que tú... te rompieras. No después de todo lo que hiciste.
Nozomi frunció el ceño.
Quiso apartarse, quiso gritarle. Quiso desahogar la rabia.
—¿Y tú qué sabes? —escupió—. ¡No entiendes nada! Yo solo intento no morir. Esto... esto es lo único que tengo.
Ella bajó la mirada, dolida.
Pero no se defendió.
—Ya lo sé —repitió.
Y otra vez el silencio cayó.
Un silencio lleno de rabia contenida, de culpa, de algo que no sabían nombrar.
Finalmente, él suspiró. Se sentía cansado.
Y ella… todavía estaba allí.
—Lo siento —dijo él, con la voz ahogada.
—Yo también —respondió ella. Y en su voz, no había juicio. Solo algo parecido al cansancio.
Entonces, con un hilo de aire, ella propuso:
—Hagamos un trato.
Nozomi la miró, desconfiado.
—¿Qué clase de trato?
—Yo te ayudaré... al menos con los síntomas. Haré lo que pueda.
Y tú...
Calló. No dijo qué quería a cambio. Ni lo dijo nunca.
Y eso lo inquietó más que cualquier exigencia.
Nozomi dudó. Quiso rechazarla. Quiso decirle que se fuera.
Pero entonces...
Sintió la calma. La extraña, imposible paz.
No era una técnica.
No era un poder oculto.
Era su presencia.
Su mirada persistente. Su manera de quedarse. De tocarlo con cuidado.
De no pedir nada y aun así entregarse.
Nozomi no entendía por qué.
Pero su presencia era lo único que apaciguaba la rabia de la energía demoníaca en su interior.
Algo que, según la novela, no debería ser posible.
Era como si su aura chocara con la suya... y la obligara a replegarse.
Pero él sabía que había muchos poderes extraños en este mundo. Y él no iba a ser estúpido.
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Así que, rompiendo la quietud del momento, preguntó lo que más le inquietaba.
—¿Dónde está Kalen?
Después de pensarlo mucho, eso era lo que más lo inquietaba.
Cuando lo vio entrar en la posada, lo vio lanzarle una mirada desesperada... a ella.
Ella se quedó quieta. No respondió enseguida. Bajó la mirada.
Y ahí, en ese segundo de duda, Nozomi sintió que acababan de cruzar una línea invisible.
Ella no respondió enseguida.
Suspiró. Y entonces, sin mirarlo, dijo con los dientes apretados:
—Lo ahuyenté.
Nozomi ladeó ligeramente la cabeza, desconcertado.
—¿Por qué? —preguntó, sin tono de juicio. Solo curiosidad. O algo más profundo.
Ella soltó una risa vacía. Casi amarga. No fue una risa real.
Fue un colapso disfrazado de sonido.
—Porque odio a los que son como él —escupió de pronto—. A los que se creen de sangre azul. A los que miran por encima del hombro. A los que piensan que pueden comprar las decisiones de los demás... como si todo el mundo debiera estar agradecido por servirles.
Nozomi no respondió.
Porque sabía perfectamente a qué se refería.
Después de todo.
Había estado viviendo como uno de ellos.
Cómo un noble.
—Todos sangramos igual —dijo ella, más para sí misma que para él—. Pero algunos se creen intocables hasta que su sangre es la que mancha el suelo. Y aún así… todavía se creen especiales.
Su voz tembló en la última palabra. No por miedo. Sino por furia contenida. Furia vieja.
Él no dijo nada.
Solo dejó que el peso del momento se deshiciera en el silencio.
—¿Por qué...? —murmuró Nozomi después de un rato. Su voz ya no era dura. Solo… cansada.
Pero ella no contestó.
Le dio la espalda. Fingió no haberlo oído. O tal vez, simplemente, no sabía cómo explicar lo inexplicable.
Cuando se alejó unos pasos de Nozomi, buscando espacio para respirar, ella se quedó quieta.
Fingía calma. Pero sus manos temblaban.
<<¿Qué estoy haciendo?>>
Mirándolo de reojo se siguió cuestionando. Preguntándose. Después de todo ella no lo conocía. No sabía su historia, ni su nombre completo.
Solo… lo había visto.
Un vistazo. Un instante.
Y bastó.
Él estaba cayéndose por dentro.
Ella lo notó en su postura, en su mirada llena de ruido, en esa forma de respirar como si cada aliento fuera prestado.
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No era su deber. Nadie le había pedido que interviniera.
Kalen le había gritado que no se acercara. Que no se metiera.
Y, sin embargo, ahí estaba.
Sujetando con las uñas la decisión de quedarse.
Lo observó desde atrás.
Nozomi tenía los hombros tensos, como alguien que se había acostumbrado a cargar con demasiado y ya no sabía cómo soltarlo.
Ella cerró los ojos.
Recordó las palabras de su madre:
“No confíes en nadie que no tema perderte. Son los que más te rompen.”
Y sin embargo, ahí estaba ella, apostando por un extraño.
Por alguien que no la quería cerca.
Que apenas le había lanzado más que palabras frías, miradas de sospecha y una furia contenida como brasas vivas.
Pero había algo más.
Una grieta.
Una pequeña grieta que se formaba cada vez que él la miraba, como si por un segundo recordara que aún no estaba completamente perdido.
Y eso bastaba.
No porque creyera que podía salvarlo.
Sino porque, por primera vez en mucho tiempo…
Sentía que quería intentarlo.
Por ello pactaron encontrase en el lugar secreto de la muchacha...
