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Chapter 17 - Capítulo 17

LUCÍA.

 

Leonardo quedó inconsciente entre mis brazos, su herida abierta y su cuerpo temblando. Pateé el arma hacia los soldados que rápidamente la recogieron.

 

—La próxima vez no dejen ningún arma a la vista, por favor— les dije con firmeza, viendo cómo los médicos se apresuraban a ayudarnos a levantar a Leonardo para acostarlo de nuevo en la cama.

 

—Traigan gasas, suturas y lo demás para volver a limpiar las heridas y cerrarlas de nuevo— ordenó uno de los médicos, y los demás asintieron antes de desaparecer por la puerta con rapidez.

 

Yo me quedé junto a la cama, sin soltar la mano de Leonardo, apretándola con suavidad mientras mi corazón seguía acelerado. Lo miraba, viendo cómo su pecho subía y bajaba débilmente, luchando por mantenerse en este mundo.

 

Entonces, la puerta se abrió de nuevo y vi a mi primo Marcos entrar con paso firme. Su uniforme militar impecable contrastaba con la tensión que traía en el rostro.

 

—Lucía, ¿qué sucedió? Me enteré del alboroto que hubo— dijo, acercándose rápidamente.

 

Solté un suspiro largo, intentando mantener la calma. —Se despertó... estaba desorientado. Creyó que aún estaba en medio del ataque, entró en pánico. No es su culpa.

 

Marcos frunció el ceño, su mirada pasando de mí a Leonardo. —¿Y su estado?

 

—Peor... se abrió una de las heridas. Está en shock. Ayúdanos, por favor, mantén a todos fuera de la habitación. No quiero que más armas o uniformes lo alteren. Necesita paz, no más guerra.

 

Mi primo asintió de inmediato, comprendiendo la gravedad de la situación, y salió de la habitación para dar las órdenes necesarias.

 

Yo me quedé junto a Leonardo, acariciando su cabello con cuidado, susurrándole en voz baja para que, aunque no pudiera escucharme, supiera que no estaba solo.

 

—Estás a salvo... ya no tienes que luchar... aquí, solo descansa, Leo...

 

Un gemido bajo de dolor escapó de los labios de Leonardo, haciéndome tensar automáticamente. Su cuerpo se movió apenas, en un gesto de incomodidad, a pesar de que seguía inconsciente. Su respiración era irregular, entrecortada por el dolor, como si incluso en su sueño su cuerpo no pudiera encontrar alivio.

 

Me incliné más cerca, tomando con ambas manos la suya vendada con mucho cuidado, sintiendo cómo temblaba ligeramente.

 

—Shh... tranquilo, Leo... tranquilo... susurré, sin soltarlo ni por un segundo.

 

Los médicos regresaron rápidamente, trayendo todo el material necesario. Uno de ellos, el más experimentado, se acercó a mí.

 

—Necesitamos atenderlo de inmediato. Su cuerpo está forzándose más de lo que debería. Si no lo estabilizamos, las heridas internas pueden empeorar.

 

Asentí, apartándome apenas para dejarles espacio, aunque me quedé al lado de la cama, vigilándolo de cerca. No pensaba dejarlo solo ni un segundo.

 

Mientras trabajaban, limpiando la sangre que comenzaba a filtrarse por los vendajes, volviendo a suturar donde se había abierto, yo mantuve mis ojos fijos en Leonardo. Su rostro estaba pálido, cubierto de un leve sudor frío, y cada pequeño espasmo de dolor me rompía el corazón.

 

Mi primo entró de nuevo, esta vez acompañado por un par de médicos más, pero todos, al verme, bajaron la voz y se movieron con respeto.

 

—¿Aguantará? —Preguntó Marcos en voz baja, acercándose a mí.

 

—No tiene otra opción— respondí, apenas conteniendo el temblor en mi voz.

 

Porque rendirse no era una opción para él.

 

Ni para mí.

Marcos se acercó aún más a mí mientras los médicos trabajaban en silencio sobre el cuerpo maltrecho de Leonardo. Se agachó un poco, poniéndose a mi altura para que nuestras voces no interrumpieran la atención que le estaban dando.

 

—Investigué lo que me pediste— murmuró en voz baja, —pero hay demasiados casos de niños extraviados en todo el país con ese nombre. Evan... no hay un registro claro, ni una foto, ni un indicio que nos diga cuál podría ser él. No podemos encontrar información exacta. ¿Estás segura de que ese es su nombre?

 

Me quedé en silencio unos segundos, apretando con fuerza la sábana entre mis dedos. Miré a Leonardo, a su rostro cubierto de heridas, y recordé todas esas noches en que, inconsciente, murmuraba nombres entre sueños, fragmentos de recuerdos que apenas lograba articular.

 

—No lo sé— admití en un susurro. —De todos los nombres que decía mientras dormía... ese sonaba diferente. Especial. No sé cómo explicarlo, Marcos, simplemente... sonaba distinto. Como si llevara más peso para él.

 

Mi primo soltó un suspiro, pasando una mano por su cabello corto en un gesto de frustración.

 

—Haremos todo lo que podamos, pero sin más pistas, está difícil.

 

—Lo sé— respondí con voz baja, sin apartar mi mirada de Leonardo. —Pero no pienso rendirme. Aunque me lleve toda la vida, encontraré su verdad.

 

Porque si él había luchado tanto para seguir viviendo, lo mínimo que yo podía hacer... era ayudarlo a encontrar quién era realmente.

 

***

El día siguiente amaneció lento, pesado.

 

Yo seguía en la habitación, sentada en una silla junto a la cama de Leonardo. Apenas me había movido en toda la noche. No quería irme, no podía. A pesar de las insistencias de los médicos y de mi primo Marcos de que descansara, me había negado. Quería estar aquí cuando despertara otra vez.

 

Por pura precaución, aunque odiaba admitirlo, habían decidido sujetarlo. En cada brazo tenía correas suaves, pero firmes, aseguradas a los costados de la cama. No me gustaba verlo así, amarrado como si fuera un prisionero, pero después del caos que se había desatado ayer... no podían arriesgarse.

 

Sabía que si Leonardo despertaba desorientado de nuevo, podía hacerse daño o empeorar sus heridas.

 

Me acomodé mejor en la silla, acercándome más, observándolo en silencio. Su respiración era pesada pero constante. Su rostro, aún lleno de cicatrices y moretones, parecía más tranquilo que la última vez que abrió los ojos.

 

Tomé su mano libre, la que no estaba enyesada ni amarrada, y la sostuve con ambas mías, intentando transmitirle aunque fuera un poco de calma.

 

—Cuando despiertes... espero que esta vez todo sea más tranquilo— susurré, acariciando sus nudillos con mis pulgares.

 

El monitor de signos vitales emitía un pitido constante y tranquilo, mientras la habitación se mantenía en un silencio pesado que solo rompía el sonido lejano de los pasos en el pasillo.

 

Suspiré. Solo me quedaba esperar... y rezar porque esta vez, cuando abriera los ojos, pudiera reconocer que estaba a salvo.

 

Media hora después, el monitor emitió un pequeño cambio en su ritmo.

 

Me enderecé de inmediato, apretando su mano con un poco más de fuerza. Vi cómo sus párpados temblaban ligeramente antes de abrirse con dificultad. Sus ojos, nublados y tensos al principio, empezaron a recorrer la habitación como si tratara de ubicarse.

 

—Leonardo... —murmuré, inclinándome hacia él, hablándole suavemente, como si mi voz pudiera anclarlo en el presente. —Todo está bien. Estás a salvo.

 

Su mirada, confundida y aún llena de esa chispa de desconfianza y lucha, se fijó en mí. Por un momento vi cómo su cuerpo intentó tensarse, como si fuera a saltar de nuevo, pero las correas lo detuvieron suavemente.

 

Vi la incomodidad en su rostro al notarlo, su respiración acelerándose por unos segundos.

 

—No te lastimarán— le aseguré rápidamente. —Te pusieron esas correas solo para evitar que te lastimaras otra vez... No estás en peligro.

 

Leonardo parpadeó varias veces, su pecho subiendo y bajando con fuerza, luchando visiblemente contra su instinto de pelear, de huir, de defenderse. 

 

Finalmente, sus ojos volvieron a enfocarse en mí, esta vez un poco más claros, un poco menos salvajes.

 

—¿Dónde...? —logró preguntar con voz ronca, apenas un susurro.

 

—En Estados Unidos— respondí de inmediato, sonriendo con suavidad para tranquilizarlo. —Estás en un hospital militar. Estás a salvo, Leo. Yo te traje aquí... te he estado cuidando.

 

Vi cómo su ceño se fruncía, luchando por procesarlo todo. Sus labios secos intentaron formar palabras que no llegaban. Su fuerza estaba por los suelos, su cuerpo temblaba ligeramente.

 

—Descansa, por favor— le pedí, pasando con cuidado una mano por su cabello revuelto. —Has pasado por demasiado. No tienes que luchar más.

 

Él cerró los ojos lentamente, pero su mano, la que sostenía, apretó débilmente la mía, como buscando algo, como un ancla. No lo solté. No pensaba soltarlo.

 

—No voy a ningún lado— susurré, quedándome a su lado, mientras él se dejaba llevar otra vez hacia un sueño más tranquilo. 

Esta vez, uno sin gritos ni sangre.

 

Día 1

 

Leonardo despertó apenas unos minutos. Apenas abrió los ojos, desorientado, con la mirada perdida en el techo.

 

—Estás bien, Leo... Descansa, estoy aquí—, le susurré, acariciando suavemente su cabello enmarañado.

 

No pudo responder, sólo soltó un leve gemido antes de volver a cerrar los ojos, cayendo en un sueño profundo otra vez.

Tiempo consciente: 3 minutos.

 

Día 2

 

Esta vez, sus ojos se abrieron un poco más, mirándome con algo de reconocimiento. Su mano buscó la mía por instinto.

 

—Tranquilo, no hay prisa. Tómate tu tiempo... te estás recuperando—, le dije en voz baja, entrelazando nuestros dedos para darle algo de calma.

 

Su mirada era confusa pero menos desesperada que antes. Murmuró algo que no entendí, su garganta aún débil, y luego volvió a dormirse.

 

Tiempo consciente: 5 minutos.

Día 3

 

—¿Lucía...? —susurró mi nombre con una voz ronca, como si estuviera confirmando que todo esto era real.

 

—Sí, soy yo. Estoy aquí, no te preocupes—, le respondí, inclinándome hacia él, aliviada de que me reconociera.

 

Intentó moverse, pero la correa en su brazo lo detuvo suavemente. Lo calmé con palabras suaves, asegurándole que era sólo temporal para protegerlo de sí mismo. Volvió a cerrar los ojos, exhausto.

 

Tiempo consciente: 7 minutos.

 

Día 4

 

Esta vez, al despertar, logró levantar un poco su cabeza y mirar alrededor.

 

—Hospital... ¿por qué... ? —Preguntó débilmente, la confusión aún presente.

 

—Te trajimos aquí después de todo lo que pasó. Estás seguro. No estás solo—, le dije, sentándome a su lado, sujetándolo con cuidado para que no forzara su cuerpo lastimado.

 

Suspiró bajito, como aceptando a medias mis palabras, y volvió a caer en el sueño.

 

Tiempo consciente: 10 minutos.

 

Durante esos días, muchas cosas pasaron.

 

Mi familia seguía desconfiando de Leonardo. Aunque yo les había explicado todo lo que pude, su desconfianza era comprensible: ¿quién no dudaría de alguien sin pasado, sin identidad, que sólo había llegado a nuestras vidas envuelto en sangre y secretos?

 

Mi primo continuaba sus investigaciones. Día tras día me traía los mismos resultados frustrantes:

 

—Lucía, no encontramos nada claro. Hay demasiados niños desaparecidos que encajan en su perfil. Edad: diez años. Tiempo desaparecido: entre ocho o nueve años, dependiendo de cuándo realmente fue reportado, si es que fue reportado. Si filtramos por nacionalidad, raza, idioma... todavía hay más de 500 resultados posibles. Sin apellido, sin objeto de pertenencia claro... es como buscar una aguja en un pajar ciego.

 

Le agradecía su esfuerzo, pero por dentro... ya empezaba a aceptar una dolorosa realidad: encontrar el pasado de Leonardo sería casi imposible.

 

Sin embargo, cada vez que Leonardo apretaba mi mano antes de dormir, cada vez que murmuraba mi nombre con ese dolor reprimido, sabía que eso no me detendría.

 

Él ya era parte de mi vida.

 

Día 5

 

Leonardo despertó otra vez, esta vez con más conciencia. Pudo mantenerse despierto por casi quince minutos. Aún estaba débil, sus palabras arrastradas y confusas, pero su mirada ya no era completamente perdida.

 

Le sonreí y me incliné para que no tuviera que forzarse a verme.

 

—Todo va a estar bien. Estás a salvo—, le repetí, como un mantra.

 

Él cerró los ojos con cansancio, asintiendo débilmente antes de volver a caer en sueño.

 

Tiempo consciente: 15 minutos.

 

Ese mismo día, un par de horas después...

 

La puerta de la habitación se abrió con un golpecito suave pero firme. Me giré, algo cansada, pensando que sería otro médico o quizá mi primo trayendo más papeles sin respuesta.

 

Pero no.

 

Era mi padre.

 

Su figura imponente llenó el umbral. Alto, de cabello canoso y rostro severo, vestido de traje como si viniera de una junta importante. Sus ojos —esos ojos que siempre podían ver a través de cualquier mentira— recorrieron la habitación, deteniéndose finalmente en Leonardo, dormido y vendado en la cama.

 

—Así que este es el chico del que tu madre no ha dejado de hablar—, dijo, cruzando los brazos mientras entraba lentamente. —Casi un mes sin tocar la casa después de volver del sudeste. Eso tiene que ser algo serio.

 

No supe si sonreír o sentirme aún más nerviosa.

Me levanté del sillón donde estaba sentada, frotándome las manos para calmarme.

 

—Papá, no es lo que parece. Él... ha pasado por demasiado. No recuerda quién es exactamente, pero... sé que no es un monstruo. Lo sé.

 

Mi voz se quebró un poco al final.

 

Mi padre, como siempre, se quedó en silencio por unos segundos. Luego caminó hacia la cama, mirándolo de cerca.

Leonardo respiraba de forma pesada, como siempre, su cuerpo débil luchando por sanar.

 

Finalmente, mi padre suspiró, metiendo las manos en los bolsillos.

 

—¿Qué piensas hacer, Lucía? Porque protegerlo... eso te pondrá en el centro de un huracán. No necesitas que te recuerde lo que somos. Ni a quiénes pertenecemos.

 

Lo miré, apretando los puños.

 

—Lo sé—, respondí en voz baja. —Pero no pienso abandonarlo.

 

Un silencio pesado cayó entre nosotros, cargado de mil pensamientos que no dijimos.

 

Mi padre asintió una sola vez, breve.

 

—Entonces prepárate. Porque si decides quedarte a su lado, te lo van a cobrar... caro.

 

Mi padre se giró hacia la puerta y, antes de salir, se detuvo, como si estuviera pensando en algo más. El aire en la habitación se sintió más denso, como si cada palabra que iba a decir tuviera el peso de toda una vida de decisiones no tomadas, de caminos que nunca tomamos.

 

—Cuídalo bien. O te romperán el corazón—, dijo, sus palabras resonando en el silencio pesado de la habitación.

 

No entendía a qué se refería exactamente. No era solo la preocupación que siempre veía en sus ojos, sino algo más. Algo que no podía precisar, pero que estaba claro en su tono.

 

Lo miré fijamente y, sin pensarlo mucho, me levanté de la silla, cruzando la distancia entre nosotros.

 

—¿Qué quieres decir con eso, papá? —Pregunté, sin poder evitar la confusión que se reflejaba en mi voz. —Este chico... —Hice una pausa, intentando encontrar las palabras adecuadas. —Él me salvó la vida, me salvó a mí y a muchos más. No es solo un extraño. Lo que está pasando aquí... es más que eso.

 

Mi padre me miró con esos ojos que siempre parecían ver más allá de lo que decían las palabras, y por un momento, no dijo nada.

 

—Lucía—, dijo finalmente, dejando escapar un suspiro profundo. —Tu madre tiene 49 años, yo tengo 58. Ambos compartimos el mismo puesto, médicos, aunque tu madre trabaja en el área civil y yo en el militar. Pero tú... tú tienes 26 años, ¿verdad? Y él penas 18.

 

Mi corazón dio un salto, no entendía a dónde quería llegar. ¿Era una advertencia? ¿Estaba insinuando algo que no lograba captar?

 

Él continuó, el tono de su voz cambiando ligeramente. —Y él... este chico, este mercenario, ni siquiera sabes quién es, no sabes su pasado ni nada. Y no me malentiendas, sé que lo que hizo por ti y por otros no es algo que se pueda olvidar. Pero lo que estoy tratando de decir es que la vida de él, y la tuya, son muy diferentes. Él ha vivido en la oscuridad, luchando, sobreviviendo, mientras tú has vivido una vida más tranquila, aunque no exenta de dificultades.

 

Respiré profundamente, intentando procesar sus palabras, pero algo no encajaba.

 

—¿Qué estás insinuando? —le pregunté con más firmeza, aunque mi voz tembló ligeramente. —¿Estás diciendo que... que estoy enamorada de él? ¿Porque si es eso lo que quieres decir, papá, lo que siento por él es algo completamente distinto a eso. No tiene nada que ver con... con lo que crees.

 

Mi padre me miró durante unos segundos, su rostro imperturbable, como si estuviera esperando que entendiera lo que estaba tratando de decirme.

—Solo te digo que las cosas no siempre son lo que parecen, Lucía. Y las decisiones que tomes, tanto para ti como para él, tendrán repercusiones que quizás no puedes predecir ahora mismo. No lo olvides.

 

El día transcurrió lentamente, pero mi atención nunca se desvió de Leonardo. La habitación estaba tranquila, con el sonido suave de los monitores y el aire acondicionado funcionando en el fondo. A pesar de la paz, algo dentro de mí seguía en alerta, como si esperara algo que aún no llegaba.

 

Y entonces, después de varias horas de silencio, una ligera agitación me hizo levantar la vista. Leonardo empezó a moverse en la cama. No fue una sacudida violenta, sino algo más gradual, como si su cuerpo estuviera luchando contra el agotamiento y el dolor.

 

Sus ojos se entreabrieron lentamente, y por un momento, pensé que sería otra de esas veces en las que despertaba y volvía a perder el conocimiento en segundos. Pero esta vez... no fue así.

 

Sus ojos, aunque nublados por el cansancio y las cicatrices del pasado, se fijaron en mí. No había esa desorientación total que había visto antes, ni la confusión que dominaba sus pensamientos cuando se despertaba. Estaba más consciente, más presente. Y eso me hizo sentir un peso en el pecho, una mezcla de alivio y miedo.

 

—Lucía... —murmuró, su voz grave y rasposa, como si le costara mucho emitir esas palabras.

 

Me acerqué rápidamente, sentándome a su lado, tomando su mano con cuidado. No quería hacerle daño, pero también quería estar cerca, sentir que él estaba ahí, que todo esto no era un sueño.

 

—¿Cómo te sientes? —Pregunté suavemente, mi voz llena de preocupación, aunque intentaba mantenerme firme.

 

Él hizo un pequeño gesto, como si intentara levantarse, pero sus ojos se cerraron por un momento, el dolor claramente visible en su rostro.

 

—Lo... lo siento. —Su voz se quebró ligeramente. —No quería... preocuparte más.

 

—Leonardo, no digas eso. —Mi voz fue firme, intentando evitar que se hundiera en esa espiral de culpa. —Lo que pasó... no fue culpa tuya. Nadie te está culpando.

 

Pude ver cómo su rostro se tensaba, como si esas palabras le costaran más de lo que esperaba. Pero al final, sus ojos se abrieron de nuevo, más enfocados que antes.

 

—¿Qué... qué pasó después? —Preguntó, su voz llena de confusión. —Lo último que recuerdo... el hospital, la máquina... y... los disparos.

 

Sus palabras me hicieron recordar todo lo que habíamos vivido. La misión, la pelea, el caos... Todo lo que había sucedido antes de que lo trajeran aquí. La incertidumbre de no saber qué pasaría después, y las preguntas sin respuesta que aún quedaban flotando en el aire.

 

—Es... complicado. —Respondí, sin saber realmente cómo explicarlo. —Hubo... muchas cosas. Pero lo más importante es que estás a salvo ahora. Estás en un hospital militar en Estados Unidos, y estás siendo cuidado.

 

Él parecía estar procesando esa información lentamente, como si estuviera reconstruyendo su memoria fragmentada. No me atreví a decirle mucho más; sabía que era mejor no saturarlo con más detalles en ese momento. Necesitaba tiempo para asimilar todo lo que había pasado.

 

Finalmente, después de un largo silencio, Leonardo me miró con una intensidad que no había visto antes. Como si, por un breve instante, todo el caos que había vivido quedara en el olvido y solo quedáramos nosotros dos.

 

—Gracias... por todo—, murmuró, apenas audiblemente.

 

No pude evitar sonreír ligeramente, aunque mi corazón estaba pesado con todas las preguntas y complicaciones que aún nos rodeaban.

 

—No tienes que darme las gracias, Leonardo. Estoy aquí porque quiero estar aquí.

 

En ese momento, una sensación extraña me recorrió, una mezcla de protección y confusión. Estábamos en una especie de limbo, entre el pasado y el futuro, entre la realidad y el caos. Pero, por alguna razón, me sentía más cerca de él que nunca.

 

Lo miré fijamente, sin decir más. Sabía que lo que sucedía entre nosotros era complicado, tal vez más de lo que me gustaría admitir. Pero, al menos por ahora, solo quería que él estuviera bien.

 

—Solo... descansa. No te preocupes por nada más por ahora. Todo va a estar bien.

 

Y con esas palabras, me quedé allí, junto a él, esperando que la paz que tanto necesitábamos finalmente llegara, aunque no sabíamos qué tan lejos estaría aún.

 

Leonardo me miró con esos ojos cansados, la confusión todavía presente en su rostro, pero algo había cambiado. Ya no había esa desesperación por comprender lo que sucedía a su alrededor, solo una necesidad de respuestas. Quizás porque las preguntas seguían acumulándose, y no sabía cómo calmar esa tormenta interna que no lo dejaba descansar.

 

—¿Cuánto tiempo estuve dormido? —Su voz sonó grave, como si cada palabra le costara, pero aún así estaba claro que quería saberlo.

 

Lo miré por un momento, tomándome mi tiempo antes de responder, tratando de no alentarle más angustia con mi mirada. No sabía si debía decirle la cantidad exacta, pero al final, lo hice.

 

—Cinco semanas—, le dije suavemente. —Cinco semanas completas.

 

Su rostro palideció un poco al escuchar esas palabras. Podía ver cómo esa cifra se asentaba en su mente, haciéndole entender la magnitud del tiempo que había perdido. La misma cantidad de tiempo que me había tenido aquí, observando su proceso de recuperación, esperando que algo cambiara.

 

—Cinco semanas…— repitió, más para sí mismo que para mí. —Eso… eso es mucho.

 

Asentí lentamente. —Sí, lo es. Pero lo importante es que estás aquí, que estás mejorando.

 

Lo observé mientras procesaba mi respuesta, pero sus ojos pronto se llenaron de una especie de comprensión sombría. —¿Qué pasó después del hospital? ¿De la lucha?

 

Respiré hondo. No quería recordarle el caos ni la violencia, pero tampoco podía ocultarle lo que sucedió. No sería justo, no después de todo lo que compartimos.

 

—Los soldados de los diferentes países con los que luchaste... ellos dijeron que ocultarían tu existencia, que no hablarían de lo que pasó en el hospital durante el ataque de I.F.L.O.,— comencé, sintiendo que el peso de esas palabras pesaba sobre mi lengua. —Lo que hicieron fue permitir que te trajeran aquí a Estados Unidos como un civil herido, no como un mercenario, para que no fueras considerado prisionero ni estuvieras bajo custodia del gobierno debido a tu ocupación.

Hice una pausa, dejando que las palabras se asentaran, dejando que él procesara la gravedad de todo eso. La idea de que estaba aquí, por decisión de otras personas, no por su propia elección, aún era algo con lo que tenía que lidiar.

 

—Y, como te dije antes,— continué, —estás en un hospital militar, y están cuidándote. Estás a salvo.

 

Le miré a los ojos, tratando de asegurarme de que me comprendiera completamente. —Aunque sé que no quieres regresar a tu vida anterior, ni buscar a tu familia... lo pedí. Pedí que buscaran algo de ti, algo que nos dijera quién eras antes de todo esto, antes de convertirte en un mercenario.

 

Él frunció el ceño, claramente incómodo con mi último comentario. Yo lo sabía, pero no podía quedarme de brazos cruzados. Quería que tuviera una oportunidad para descubrir quién fue antes de que su vida tomara un giro tan oscuro. Quería que tuviera un cierre, para él, y también para Luis.

 

—Pero…¿Con que nombre? —su voz se quebró un poco. —¿Por qué buscar?

 

Suspiré, mirando al frente antes de responder. Sabía que no era fácil para él, pero tenía que entenderlo. —Porque ese fue el nombre que tú murmuraste, el nombre que mencionabas, sin saberlo. A veces, en medio de tu inconsciencia, repetías ese nombre: Evan. Y como me dijiste antes, sé que Leonardo no es tu verdadero nombre.

 

Miró al techo por un momento, procesando la información. Su respiración se había acelerado un poco, y no pude evitar notar la tensión en sus hombros. A pesar de que no quería revivir su pasado, algo me decía que este paso era necesario. No era solo para él; era para todos nosotros.

 

—Así que… Evan… es el nombre que tengo que llevar. —Su voz estaba llena de duda y, por un segundo, casi pude sentir la tristeza de esa declaración. La idea de tener que vivir con un nombre que ni siquiera era suyo, uno que no recordaba realmente, le pesaba tanto como a mí.

 

—Es el nombre que creemos que tienes,— aclaré, mi voz suavizándose. —Es solo un paso para encontrar algo más. Si no lo es, lo sabremos. Pero lo importante es que no te estás quedando con esa incertidumbre.

 

Él guardó silencio durante un largo rato, pero al final, pude ver un destello de agradecimiento en sus ojos. Un agradecimiento que, aunque pequeño, era suficiente para mí.

 

—Gracias, Lucía—, murmuró, y aunque su voz seguía siendo débil.

Lo tomé de la mano, apretándola suavemente. —No tienes que agradecerme. Solo quiero que tengas paz, Leonardo... o Evan, si eso es lo que prefieres.

 

Me quedé ahí, observándolo en silencio.

 

En ese momento de silenció, Leonardo soltó una risa baja, casi como si el dolor de su cuerpo lo estuviera obligando a hacerlo, pero aún así, la risa se sintió genuina. Sus ojos, aunque llenos de agotamiento, brillaban por un segundo.

 

—Mi cuerpo… duele horriblemente—, dijo, respirando pesadamente. —Ni cuando me encontraron medio muerto semanas antes del ataque al hospital me sentí así de mal.

 

Lo miré, sin saber qué responder, pero la preocupación seguía pesando en mi pecho. Había estado tan mal en el pasado, pero lo que le dolía ahora era algo más que físico. Era una combinación de todo lo que había vivido.

 

—Eso es porque aquella vez ya tenías heridas graves que no habían sanado de manera correcta—, respondí, intentando darle algo de sentido a su dolor. —Ni siquiera tuviste el tiempo necesario para recuperarte de todo eso. Y ahora, bueno, estás lleno de nuevas heridas, y también estuviste cerca de las enormes explosiones cuando destruiste esa máquina llena de explosivos.

 

Leonardo hizo una mueca, y su mirada se volvió más seria. —Y el protagonismo fue mío, ¿no? Me aseguré de que todo explotara, pero eso no cambió lo que me pasó.

 

Me quedé callada por un momento. Sabía lo que había pasado en ese momento. Sabía lo que él había sacrificado, pero no quería que él se sintiera culpable por nada de eso.

 

—No solo eso—, seguí. —Recibiste un disparo en la pierna mientras me protegías a mí con tu cuerpo. Eso es lo que realmente pasó.

 

Él se quedó en silencio, pero luego su rostro se endureció, como si estuviera procesando todo de nuevo. —Ese disparo fue por culpa de tuya—, dijo con un tono que, aunque grave, tenía algo de broma en su voz. —Si no hubieras salido del hospital, nada de esto hubiera pasado.

 

Fruncí el ceño y me cruzé de brazos, refunfuñando. —¿De verdad? ¿Culparme a mí por eso? No te olvides de que yo te salvé de un soldado de I.F.L.O. por eso salí de allí. No me quedé quieta esperando que todo se resolviera por mí.

 

Él soltó una risa floja, como si el dolor le hubiera hecho perder algo de energía, pero se notaba que quería aligerar la situación. —Bueno, al final, parece que yo me llevé la peor parte, ¿no?

 

Nos miramos por un segundo, y aunque la situación era terrible, no pude evitar sonreír un poco, sintiendo una pequeña chispa de ligereza entre todo el dolor y la tensión.

 

—¿Me podrías dar un poco de agua? —dijo, cambiando de tema, pero con una suavidad que solo alguien tan exhausto podría tener. —Y… si es posible, quitarme las correas. Es… es bastante incómodo.

 

Asentí sin pensarlo dos veces y me levanté de la silla en la que me había estado sentada, acercándome al vaso de agua sobre la mesa. Lo llené con calma y luego volví hacia él. Sabía que el dolor era un constante recordatorio de lo que había pasado, pero por un momento, me concentré solo en él. No quería pensar en las cicatrices que quedaban, ni en lo que aún podía venir. Solo quería que se sintiera un poco mejor.

 

—Claro, no te preocupes—, dije mientras le acercaba el vaso. —Bebe, y luego te ayudo con las correas.

 

Tomó el vaso con una mano temblorosa, pero sus dedos firmaron el objeto con determinación, como si beber agua fuera una pequeña victoria para él. Cuando terminó, me miró y asintió, agradecido.

 

—Gracias—, dijo con voz baja, y aunque su cuerpo estaba marcado por el sufrimiento, su mirada aún tenía algo de agradecimiento sincero.

 

Sin decir nada más, me incliné hacia él y comencé a deshacer las correas que lo mantenían sujeto a la cama. La verdad, esas correas siempre me habían molestado. Lo entendía, sabía que era por su seguridad, pero no dejaba de ser incómodo. Y al ver su expresión de alivio cuando finalmente pude quitarle las ataduras, sentí que tal vez, por fin, podía darle algo que necesitaba más que nunca: un poco de libertad, aunque fuera momentánea.

 

—Te dejo descansar un poco—, le dije suavemente. —Necesitas recuperarte, aunque sea un poco.

 

Mientras estaba guardando el vaso vacío cuando, de pronto, sin ningún aviso, la voz de Leonardo rompió el silencio de la habitación:

 

—Busquen en Chicago.

 

Me quedé congelada en mi lugar, parpadeando, sin estar segura de haber escuchado bien. Me giré hacia él, viéndolo con sorpresa.

 

—¿Qué…? ¿Cómo sabes eso? —Pregunté de inmediato, acercándome a su cama, casi sin respirar. —Se supone que sólo recuerdas que eres de Estados Unidos, ¿no ?

 

Leonardo entrecerró los ojos, como si le costara mantenerse despierto, pero aun así su expresión era extrañamente segura. Se acomodó un poco en la cama, con cuidado de no mover demasiado su pierna herida, y murmuró:

 

—Lo soñé.

 

Fruncí el ceño, sin saber si tomarlo en serio o no. Él parecía darse cuenta de mi confusión, porque dejó escapar una risa breve, casi como un suspiro.

 

—He tenido tantas misiones en esa ciudad que… puede que sólo sea un delirio—, admitió encogiéndose de hombros débilmente. —No le des demasiada importancia. Si no encuentran nada… simplemente olvídate de seguir buscando.

 

Bajó la mirada un momento, su voz sonó un poco más dura, más firme.

 

—Sabes que nunca quise regresar—, dijo, y aunque trató de sonar indiferente, su tono cargaba algo mucho más pesado. —Lo único que quería era venir a visitar a la familia de Luis en California. Eso era todo. Después, pensaba volver a quién sabe dónde para seguir… con mi trabajo.

 

Su mirada se perdió en algún punto del techo, como si ya estuviera pensando en tierras lejanas, en conflictos ajenos, en un futuro que no incluía raíces ni pasado. Sentí un nudo apretándome en el pecho.

 

No sabía qué dolía más: que no quisiera recordar su vida pasada, o que su presente estuviera tan vacío, tan lleno de batallas que ni siquiera eran suyas.

 

Me quedé a su lado en silencio, sin saber qué decirle. Parte de mí quería insistir, quería decirle que merecía algo más. Pero también sabía que, después de todo lo que había vivido, presionarlo sería como arrancarle una herida que apenas estaba comenzando a sanar.

 

Así que simplemente asentí, aunque en mi interior ya había decidido que no me rendiría tan fácil.

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