LEONARDO.
Lucía se levantó de la silla junto a mi cama, su rostro relajado pero con esa mirada de preocupación que no se le quitaba.
—Voy a irme un par de horas, Leto. —dijo mientras recogía su chaqueta. —Pero no te preocupes, estarás bien cuidado. Las enfermeras y los soldados estarán pendientes de ti. No vigilado, ¿eh? Cuidado.
La última parte la dijo con una sonrisa irónica, como si supiera que yo ya entendía la diferencia entre los dos. El cuidado que me daban no era lo mismo que la vigilancia constante. Aunque fuera el mismo personal, yo sabía que si me quedaba solo sin ella cerca, tendría un poco de libertad.
—¿Tienes que irte? —Pregunté, levantando una ceja. El tono de mi voz sonaba más suave de lo que quería, pero no pude evitarlo. Había algo en la idea de que me dejara solo por un rato que me aliviaba. No me malinterpreten, su compañía era agradable, pero también lo era la idea de estar sin alguien que constantemente me recordara mis limitaciones.
Lucía asintió y sonrió, dejando caer una última mirada sobre mí.
—Sí. Pero soporta unas horas sin mi presencia, ¿vale? Sin mi música también... —se rió un poco, como si estuviera consciente de lo que pensaba. —No te preocupes, Leto. No estarás solo. Y ya sabes, trata de no hacer ninguna locura mientras no esté, ¿sí?
Me recosté de nuevo sobre la cama, sintiendo que el peso de las sábanas me arrastraba hacia una comodidad que no quería. No quería parecer débil, pero el cansancio me estaba ganando. Aunque una parte de mí se sentía tranquilo con la idea de estar sin ella por unas horas, otra parte de mí también sentía que no debía relajarme demasiado. Ya no podía seguir descansando todo el tiempo.
—Tranquila, no haré ninguna locura. —respondí sin demasiada convicción, mirando hacia el techo mientras mi mente comenzaba a divagar.
Lucía dio un último vistazo a la habitación y salió sin decir nada más, dejándome solo. Sentí el vacío en el aire, pero de una forma diferente. Sin ella aquí, algo de esa tensión constante que había estado acompañándome desde que desperté desapareció.
Ya no tenía que dar explicaciones, no tenía que escuchar más preguntas sobre cómo me sentía o si quería comer algo. Ahora, por fin, tenía tiempo para hacer lo que quería.
Me estiré en la cama, ignorando las punzadas en mis costillas y en mi espalda. Podía sentir mis piernas, todavía adormecidas, pero cada vez más reactivas. A pesar de las limitaciones, no quería perder tiempo. Necesitaba recuperar algo de la resistencia física que había perdido, lo que fuera que pudiera hacer.
Me levanté con cautela, el dolor no tardó en recordarme que mi cuerpo aún no estaba del todo listo para moverse con facilidad, pero no me importó. Si alguien venía, tendría que hacerme el débil, el que necesitaba ayuda. Pero por ahora, estaba solo, y eso me daba la oportunidad perfecta.
Avancé con lentitud, apoyándome en las paredes mientras mi cuerpo protestaba con cada movimiento. Al principio no podía hacer mucho. Caminaba unos pasos, luego me detenía, respiraba profundamente, y luego seguía caminando. Sentía la fatiga en mis músculos, pero cada paso que daba me recordaba que estaba regresando. No todo estaba perdido.
Me dejé caer al borde de la cama, respirando profundamente, y por un momento, sin la constante preocupación por las enfermeras o los soldados, me sentí... un poco más como yo mismo.
Sabía que tenía que mantener la calma, no quería que el personal notara nada fuera de lo común, pero si algo podía hacer para recuperar un poco de lo que había perdido, lo iba a hacer. No importaba cuántas horas tuviera, me aprovecharía de ese pequeño respiro.
Mi mente, aunque algo nublada por el dolor, ya comenzaba a pensar en las próximas semanas, en lo que vendría después de todo esto. Porque, al final, las cicatrices no solo eran físicas.
El tiempo pasó lentamente mientras mi cuerpo se iba cubriendo de sudor. Cada paso, cada movimiento que hacía, me recordaba que no era tan fuerte como solía ser.
El dolor seguía presente, como un eco constante, pero me sentía más vivo, más en control de mi cuerpo que hacía solo unos minutos.
El sudor cubría mi piel, y el esfuerzo de intentar caminar y moverme por la habitación había sido considerable.
La habitación, aunque fría, tenía un baño privado. No era como las duchas improvisadas a las que estaba acostumbrado en el campo de batalla, pero al menos aquí estaba solo. No tenía a nadie vigilándome ni diciéndome qué hacer, lo que me daba la libertad de limpiarme el sudor y las suturas como siempre lo había hecho.
En el pasado, cuando estaba solo o con alguien más de mi equipo, no me importaba lo que tuviera que hacer. Ya sea con agua fría o caliente, me bañaba de la forma más práctica posible, limpiando las heridas que no habían cicatrizado del todo y volviendo a colocar los vendajes y las suturas.
Lo había hecho tantas veces que lo hacía sin pensarlo demasiado, como una rutina. Era una habilidad que había aprendido a lo largo de los años, no porque me gustara, sino porque era necesario para sobrevivir.
Me levanté lentamente, tomándome un momento para recuperar el aliento antes de caminar hacia el baño. No iba a arriesgarme a hacer un movimiento brusco que pudiera afectarme más de lo necesario. Al entrar al baño, la luz fría del lugar me hizo notar cuán agotado estaba. Miré mi reflejo en el espejo, notando las marcas de las cicatrices, las líneas de fatiga en mi rostro. No me importaba mucho cómo me veía, pero no pude evitar reconocer lo que había cambiado en mí.
La ducha era simple, pero en este momento, el agua caliente me parecía un lujo. Dejé que el agua cayera sobre mi cuerpo, aliviando en parte los músculos tensos y cansados. El vapor del agua comenzó a disipar un poco el frío que sentía en mis huesos, y por un momento, todo lo demás se desvaneció. Fue solo el sonido del agua cayendo, el golpeteo constante que me hacía sentir que, aunque mi cuerpo estuviera lejos de estar en su mejor forma, aún podía controlarlo.
Comencé a limpiar las heridas de mi cuerpo, una por una, con cuidado. No era la primera vez que me trataba, así que ya tenía práctica. Sabía cómo limpiar las suturas, cómo volver a envolver las vendas sin que me molestara demasiado. No me importaba el dolor.
Lo soportaba como siempre lo había hecho. Pero no pude evitar sentir un pequeño alivio al saber que, por un momento, estaba cuidándome de la forma en que siempre había hecho cuando estaba solo.
No había tiempo para lamentaciones ni para quejarme. Lo que importaba era que había sobrevivido a todo eso, y que, aunque mi cuerpo estuviera aún lejos de estar sano, aún estaba aquí. Aún podía seguir adelante.
Después de terminar en la ducha, me envolví en una toalla, dejándome caer un momento contra la pared fría del baño, buscando algo de descanso. Sabía que, aunque no estaba completamente recuperado, al menos por unos momentos podía dejar de pensar en lo que venía y solo enfocarme en cómo me sentía en el presente. Era raro, casi como si todo el peso de la guerra, de mis heridas, se desvaneciera con el agua caliente que caía sobre mí.
Era un respiro que no me había permitido en mucho tiempo.
Me tomé mi tiempo para secarme el cuerpo con calma, el agua aún escurriéndose de mi piel. La habitación estaba tranquila, excepto por los sonidos de mis respiraciones controladas, mientras me ponía ropa interior limpia y trataba de evitar cualquier tipo de tensión en mi cuerpo. Todo el proceso era automático, casi una rutina que mi cuerpo ya conocía bien. No había prisa, aunque mi mente no dejaba de moverse.
Me levanté despacio, observando las vendas y el botiquín en la estantería.
Tenía que cubrir mis heridas nuevamente. Había cicatrices por todo mi cuerpo, y aún me dolían los sitios donde las balas y metralla me habían alcanzado. Aunque el dolor ya no era tan fuerte, seguía siendo un recordatorio de lo que había vivido. Me dirigí hacia la camilla, sabiendo que necesitaba hacerlo. Ya había aprendido a lidiar con el dolor de forma silenciosa, sin que nadie lo notara.
Me senté en la camilla con calma y comencé a colocar las vendas nuevas sobre mis muslos, tomando tiempo para asegurarme de que todo estuviera bien. Mi pie también necesitaba atención, así que cubrí las heridas allí. Luego, pasé a mi torso, donde las suturas seguían siendo visibles. Apliqué las gasas nuevas con una pomada que me habían dado, asegurándome de que todo estuviera en su lugar.
Estaba tan concentrado en lo que hacía que no escuché el sonido de la puerta abriéndose hasta que fue demasiado tarde. De repente, un portazo resonó y una voz familiar gritó detrás de mí:
—¿Qué carajos estás haciendo?
Me giré, con una expresión de sorpresa pero tratando de mantener la calma. Era Lucía, seguida de su primo Marcos, su tío Alejandro, su padre Armando y una mujer que claramente era la madre de Lucía. Era la primera vez que la veía. Todos estaban en shock, mirándome con los ojos muy abiertos.
No era para menos. Estaba prácticamente desnudo, con la ropa interior puesta y mi piel expuesta, mostrando las cicatrices que mi cuerpo había acumulado a lo largo de los años. Sabía que no era una visión agradable para cualquiera, pero no tenía intención de esconderme. Lucía ya había visto mis cicatrices, pero para todos los demás, era la primera vez.
Rápidamente, me tapé la cintura con la toalla que había dejado cerca de la camilla, mi mirada fija en el grupo mientras me aseguraba de que las vendas estuvieran bien colocadas.
—No estoy haciendo nada malo —dije con tono tranquilo, casi como si fuera lo más natural del mundo. —Solo estoy cambiando los vendajes después de la ducha. Nada más.
A pesar de mi intento de parecer calmado, el silencio incómodo en la habitación era palpable. Lucía fue la primera en reaccionar, aunque no dijo nada en voz alta. Su rostro estaba sereno, como si ya estuviera acostumbrada a ver mi cuerpo de esa manera, pero su madre, por otro lado, parecía haber quedado completamente sorprendida. La mirada de su primo Marcos también era difícil de leer, pero el viejo Alejandro, su padre, y Armando, el padre de Lucía, simplemente se quedaron en silencio, observando sin decir nada.
La mujer que había entrado, probablemente la madre de Lucía, finalmente rompió el silencio con una pequeña risa nerviosa.
—Bueno, parece que no es lo que esperábamos... —dijo, cruzando los brazos. —Aunque, supongo que deberíamos haberte dejado hacer lo tuyo. Siéntete libre de seguir.
Lucía no se movió, pero su mirada estaba fija en mí, una mezcla de preocupación y algo de incomodidad. A pesar de todo, no dijo nada más. Sabía que en este momento no estaba cómodo, y eso me hacía sentir un poco mejor al saber que no era el único que lo notaba.
Me tomé unos segundos para terminar lo que estaba haciendo, sin preocuparme demasiado por el grupo. Siendo honesto, no me importaba que me miraran, aunque sabía que no era una situación ideal.
Armando, con su mirada fija en mí, parecía no haberlo creído del todo. El silencio incómodo se alargó un poco más antes de que finalmente soltó la pregunta:
—¿De verdad tienes 18? —dijo con voz grave, pero curiosa, casi como si pensara que le estaba tomando el pelo.
No pude evitar una sonrisa torcida, la cual rápidamente traté de esconder. Sabía que mi apariencia no ayudaba a la causa. No era la primera vez que alguien se sorprendía al escuchar mi edad, y en este caso, con todas las cicatrices y mi cuerpo marcado por las batallas, no era tan difícil de entender.
—Sí, tengo 18— respondí, intentando mantener mi tono lo más serio posible. —Si quieres, te puedo mostrar mi acta de nacimiento... Oh, espera, no la tengo. Pero sí, tengo 18, ¿por qué?
Marcos parecía confundido, y Armando, que no había dicho ni una palabra hasta ahora, soltó una risa seca, como si ya estuviera cansado de la conversación.
—Ese cuerpo no es de alguien de 18— dijo, mirando mi torso marcado, mis músculos tensos por el esfuerzo de las heridas curadas y las cicatrices que dejaban huella de cada batalla vivida. —Es el cuerpo de un veterano que ha vivido la guerra en carne propia.
La verdad, no me sorprendió en lo más mínimo. Ya me habían dicho lo mismo antes. Las guerras en las que había estado, esas batallas silenciosas y devastadoras, me habían dejado huellas que no se borraban. La gente solía pensar que era más grande de lo que realmente era, y de alguna manera, eso solo me hacía sentir más desconectado de mi propia edad.
—Bueno, vivir guerras silenciosas... eso cuenta, ¿no? —respondí, dándole un toque de humor negro, tratando de aligerar la tensión que se había formado en la habitación.
Lucía, al parecer, ya había dejado de preocuparse por mi estado físico. Se giró para no verme tan incómodamente, pero aún así, no dejaba de observarme de reojo, como si asegurándose de que todo estuviera bien. Su madre también hizo lo mismo, volviendo la mirada a un lado mientras me ponía la camisa del hospital, una camisa sin muchas pretensiones, pero cómoda al menos.
—Vamos a darte un poco de espacio —dijo su madre suavemente, señalando a Lucía para que también se diera la vuelta. —Vamos a esperar afuera.
Así, con ellos dándose la vuelta, pude terminar de vestirme. La ropa del hospital era básica, pero se ajustaba a lo que necesitaba en ese momento. Mientras me ponía los pantalones del hospital, me di cuenta de que ya me sentía un poco mejor, al menos un poco más decente. Tal vez no estaba completamente curado, ni mucho menos, pero al menos el dolor estaba bajo control.
Me miré al espejo por un segundo, viendo a un hombre que no parecía tener 18 años, pero que seguía siendo un joven. Un joven con demasiados recuerdos y demasiadas cicatrices, pero un joven al fin y al cabo.
Al ponerme la ropa, me sentí... mejor. No es que fuera un gran cambio, pero sentía que al menos ya no me veía tan vulnerable. Y eso, de alguna manera, me daba un poco de paz.
Me acomodé nuevamente en la camilla, intentando encontrar una posición cómoda. Mi cuerpo seguía recibiendo pequeños dolores, pero ya estaba acostumbrado a ellos. La herida en mi torso seguía sensible, aunque no había nada que no pudiera manejar. Estaba perdido en mis pensamientos cuando, después de un rato, la puerta se abrió de nuevo.
Lucía entró primero, seguida de su madre, Armando y Marcos, que cargaba varias carpetas en sus brazos. La atmósfera en la habitación cambió, de alguna manera, se sentía más cálida, como si la presencia de los demás trajera un poco de luz a mi entorno gris. Pero había algo en la mirada de todos que me hacía sentir incómodo, como si esperaran algo de mí.
La madre de Lucía me miró con una sonrisa amable, aunque notaba una ligera inquietud en sus ojos. Se acercó y extendió su mano.
—Soy Isabel, la madre de Lucía —se presentó con una sonrisa. —Lucía habla mucho de ti, aunque… parece saber muy poco.
Le devolví la sonrisa, agradecido por su amabilidad, aunque un tanto desconcertado por sus palabras. No esperaba que me dijeran eso. Había pasado tan poco tiempo con ella, y ahora me hablaba como si me conociera de toda la vida.
—Mucho gusto, Isabel —respondí, extendiendo mi mano para estrechar la suya. Miré a Lucía, que se mantenía en silencio, observándome con una mezcla de nerviosismo y emoción—. No me lo tomen a mal, pero… ¿qué hacen aquí? No creo que necesiten nada de mí.
Isabel sonrió con suavidad, casi como si ya hubiera anticipado mi respuesta.
—Venimos por ti —dijo, mirando a su hija y luego de vuelta hacia mí. —Queremos llevarte a nuestra casa, a pasar unas horas con nosotros. Ya te hemos dicho que no estarás solo en este hospital para Navidad, y creo que es mejor ahora, aunque aún falte una semana para la fecha.
Mis ojos se agrandaron ligeramente. No sabía qué responder. Había pensado que sería una visita a casa de Lucía solo por Navidad, como había dicho ella antes. Pero ahora estaba claro que me querían allí mucho antes de lo esperado.
—Pero… —dije, un poco sorprendido—, se suponía que sería en Navidad, y luego regresaría aquí al hospital al día siguiente.
Armando, que había estado en silencio, habló en ese momento con un tono grave pero cálido.
—Es mejor ahora. Aún tienes tiempo para recuperarte antes de la Navidad. Y si algo, ya te lo llevaremos, no te preocupes —dijo, asintiendo con firmeza, como si estuviera convencido de que era lo mejor para mí.
Lucía parecía más que emocionada por mi respuesta. La veía con una sonrisa casi radiante, como si estuviera esperando este momento desde hacía mucho tiempo.
Tal vez era solo por el hecho de que me estaba llevando con ellos, o tal vez por lo que significaba que aceptara la invitación, pero en cualquier caso, su alegría era evidente.
Entonces Marcos, quien hasta ahora había estado en silencio, dio un paso adelante, colocando las carpetas sobre la mesa junto a mi camilla. Su expresión era seria.
—Estas carpetas contienen información sobre al menos 130 niños desaparecidos en Chicago —comenzó, señalando las carpetas que ahora estaban sobre la mesa—. Todos tienen entre diez y once años, y todos llevan el nombre de Evan. Lo curioso es que todos tienen los mismos rasgos que tú. Razas y nacionalidades diferentes están descartadas, y solo queda lo que podría considerarse estadounidense. Aquí están las fotos de los niños desaparecidos. Queremos que mires si reconoces a alguno, por si acaso.
Me quedé en silencio al escuchar esto. Mi estómago dio un vuelco, aunque traté de no mostrarlo. Había escuchado rumores sobre niños desaparecidos antes, pero nunca pensé que estuvieran relacionados conmigo. Y mucho menos de esta forma.
—Miren, les he dicho varias veces que no tengo esperanza de encontrarme en estas fotos —dije finalmente, viendo las carpetas pero sin el deseo de abrirlas—. No sé si tengo familia o si alguien me reportó como desaparecido. Si hubiera algo, ya lo sabría.
—Pero… igual, gracias por hacer esto. Perdonen que les haga perder el tiempo con algo así, aunque fue Lucía quien pidió que lo hicieran.
Lucía me miró con tristeza, pero no dijo nada. Ella ya sabía lo que pensaba sobre todo eso. Solo me sonrió suavemente.
—Lo que sea que haya sucedido, no estás solo —dijo ella, como una especie de consuelo silencioso.
Marcos asintió, sin tomarlo a mal.
—Bueno, puedes llevarte las carpetas, revisarlas con calma en casa de Lucía. Y si encuentras algo, nos avisas. Si no… bueno, al menos intentamos.
Me sentí un poco mejor al saber que podía revisar las carpetas en mi propio tiempo, en un lugar más tranquilo. Acepté las carpetas, tomándolas con cautela, como si fueran algo delicado.
—Gracias, lo haré —dije, comenzando a guardarlas a un lado.
Isabel, siempre atenta, miró a los demás y luego a mí.
—Como no tienes pertenencias aquí, nos llevaremos tus cosas en cuanto te den el alta —dijo, sonriendo con una mirada de comprensión.
—En lo que podamos, te ayudaremos a estar cómodo.
Asentí, agradecido por su amabilidad. Por fin sentí que, tal vez, por una vez en mucho tiempo, alguien estaba tratando de hacerme sentir bien.
Una hora después, estaba siendo trasladado por los pasillos del hospital militar, sentado en una silla de ruedas. Los pasillos eran largos y estrechos, pero lo que más llamaba mi atención eran los soldados que patrullaban con sus armas. Observaba con detenimiento los rifles, sus ajustes, las fundas y cómo las llevaban. No podía evitarlo. Cada movimiento de esos soldados era algo que había aprendido a analizar, algo que me traía recuerdos de un pasado que no podía borrar tan fácilmente.
Lucía caminaba a mi lado, riendo mientras me veía estudiar con tanto interés el equipo militar.
—Parece un niño chiquito viendo juguetes —dijo, entre risas.
Sonreí con una leve mueca. No era la primera vez que alguien me decía algo así. Pero en realidad, esos "juguetes" eran los que había conocido durante gran parte de mi vida, lo que había sido mi realidad en lugar de juguetes de niño.
—Esos son los juguetes con los que crecí, Lucía —respondí sin perder el interés por las armas, señalando una en particular que llevaba un soldado cerca. —Esa me gusta.
Lucía me miró de reojo, todavía con esa risa entrecortada, como si no terminara de comprender del todo mi fascinación. Su madre y su padre caminaban unos pasos detrás, hablando entre ellos en voz baja, como si quisieran darle espacio a Lucía y a mí. Sabían que esta era una situación fuera de lo común, algo que no se había dado antes en sus vidas, y no sabía si me sentía cómodo o incómodo por todo eso.
Lucía dejó de reírse por un momento y me miró, su rostro volviendo a ser serio, aunque con una sonrisa cálida.
—Prepárate —dijo, como si estuviera compartiendo un secreto. —El invierno en Nueva York no es nada lindo.
La idea de enfrentarse al frío me hizo sentir incómodo por un segundo. Pero la verdad es que ya estaba acostumbrado a las bajas temperaturas, y siempre había preferido el frío al calor. Así que me encogí de hombros, casi desafiando al clima.
—Puedo soportarlo —dije, seguro de que el frío no sería un obstáculo para mí.
De repente, al cruzar las puertas del hospital, el viento gélido me golpeó la cara con fuerza. Era como si mi cuerpo necesitara ese aire helado, esa sensación de frío cortante para recordarme que estaba vivo. La nieve caía suavemente, cubriendo las calles con un manto blanco. Aunque era un paisaje frío y austero, había algo en él que me hizo sentir… reconectado, como si fuera el respiro que necesitaba para salir de esa burbuja de hospital.
Lucía me miró y me sonrió, aparentemente aliviada de ver que el frío no me estaba afectando tanto como esperaba.
—Te dije que lo ibas a sentir —dijo, con un tono ligeramente burlón, mientras se acercaba para ayudarme a subirme al auto.
Un gran vehículo se detuvo frente a nosotros. Era un coche grande, elegante, y parecía un tanto fuera de lugar en un hospital militar, pero sin duda adecuado para su familia. Antes de que pudiera decir algo, la puerta trasera se abrió, y varias personas comenzaron a bajar del auto. Vi a un par de personas que no conocía, tal vez amigos o familiares de Lucía, que salían con sonrisas, y uno de ellos me saludó con la mano.
Lucía se acercó y me ofreció su mano para ayudarme a subir al coche. Aunque me sorprendió un poco que me tratara con tanta delicadeza, agradecí su gesto. Mis piernas aún estaban lejos de ser fuertes, y cualquier apoyo era bienvenido.
—Vamos, sube —dijo, con una sonrisa de complicidad. —Te llevará a un lugar mucho mejor que este hospital.
Mientras me acomodaba en el asiento trasero del coche, miré por la ventana. La nieve seguía cayendo, pero esta vez no la veía como algo incómodo o inofensivo.
El coche avanzaba lentamente por las calles de Nueva York. El tráfico era infernal, como siempre en cualquier ciudad grande, con los autos y los camiones luchando por avanzar en un mar de luces rojas y grises.
Había gente por todas partes, caminando rápido, sumida en sus propios pensamientos, cada uno con su prisa, con su vida. Me sorprendió ver la cantidad de personas en las aceras, como si la ciudad nunca descansara. Parecía tan ajeno a mí, como si estuviera en un lugar completamente diferente al que había imaginado.
Isabel, la madre de Lucía, me miró desde el asiento delantero y, con tono curioso, preguntó:
—¿Es tu primera vez en Nueva York?
Me quedé en silencio por un segundo, pensando en cómo responder. No quería soltar información que no debía, y había algo en el aire que me hacía sentir que hablar demasiado podría poner en riesgo algo más. Así que, opté por dar una respuesta menos comprometida.
—No, no es mi primera vez en Nueva York —dije, mirando por la ventana y viendo cómo la ciudad pasaba a toda velocidad a nuestro alrededor. —Pero sí en la ciudad como tal. Estuve en una de las...
Me detuve de inmediato, dándome cuenta de lo que estaba a punto de decir. No podía mencionar que había estado en una de las bases de V.I.D.A., ni que había sido parte de misiones con ellos. Nadie fuera de V.I.D.A. sabía de la existencia de esas instalaciones, y aún menos de las actividades que realizábamos. Me tragué las palabras y continué improvisando.
—Estuve en una misión de protección, pero rara vez acepto trabajos así, sobre todo en ciudades. Prefiero zonas más... tropicales, como las que estuve en el sudeste, ya sabes, trabajos más… de campo.
Lucía, que iba a mi lado, me miró, como si pudiera ver a través de la fachada que estaba construyendo. Pero no dijo nada. Al parecer, me entendía sin necesidad de palabras.
Isabel asintió, aparentemente satisfecha con mi respuesta, aunque sus ojos seguían con una mirada de curiosidad. Era difícil saber qué estaba pensando, pero el silencio que siguió dejó claro que había algo que no terminaba de comprender.
El coche siguió avanzando por la ciudad, y yo me hundí en la tranquilidad de no hablar más sobre mi pasado, al menos por ahora. Mi mente estaba en otro lugar, recordando esas misiones, esos lugares a los que nunca más quería regresar, pero que siempre parecían estar en mis recuerdos.