LightReader

Chapter 7 - Capítulo 6

RÉEN.

Terminé de relatar la historia, respirando hondo mientras veía sus rostros, intentando medir sus reacciones. No sabía si creerían cada palabra, pero lo importante era que entendieran que, aunque fuera una versión adaptada, había sobrevivido y había llegado hasta ellos.

—…y así fue como me cuidaron, cómo escapé y finalmente fui llevado al orfanato —concluí—. Guillermo y su equipo llegaron después, heridos, y me ofrecieron la oportunidad de ir con ellos, lo que acepté. Desde entonces, se encargaron de ayudarme a reconstruir un poco mi vida hasta que hace tres meses, finalmente, pudieron confirmar mi identidad y decirles que estaba vivo.

Hubo un silencio absoluto por unos segundos, mientras todos procesaban lo que les había contado. Luego, Matías, rompió el silencio con voz grave pero con emoción contenida:

—Dios… Réen —dijo, moviendo lentamente la cabeza—. No puedo imaginar todo lo que has pasado. Todo este tiempo… pensé que nunca te volvería a ver.

Su esposa, sonriente pero con los ojos ligeramente vidriosos, añadió:

—Sargento Hagen, usted también merece nuestro respeto. Ha cuidado de él como un verdadero protector.

—Gracias, señora —respondió Guillermo, manteniendo su compostura—. Solo cumplí con mi deber.

Mi abuela Agnes, tomó una respiración profunda, sus manos entrelazadas frente a ella, casi temblando de emoción:

—No puedo creer que estés aquí… vivo, sano, después de todo esto. Te has enfrentado a tantas cosas… y aun así estás aquí.

Mi abuelo Matías, suspiró, pasando la mano por su barba:

—Muchacho… es mucho para asimilar. Me alegra verte, pero… todo lo que has vivido. Esto me recuerda tanto a mis días en la Marina.

Mi abuela Sara, con una sonrisa cálida, pero con voz quebrada, dijo:

—Y pensar que todo esto comenzó cuando apenas eras un niño… han pasado años y aún así sigues siendo fuerte.

—Sí —agregó su esposo—. Escuchar tu historia me hace admirarte aún más. No solo sobreviviste… sino que te hiciste cargo de tu vida y tomaste decisiones difíciles para llegar hasta aquí.

Observé a Guillermo, que mantenía la calma como siempre, pero pude notar un leve asentimiento de aprobación mientras los adultos reaccionaban.

—Gracias… todos —dije, con voz baja—. No fue fácil, pero llegué hasta aquí, y eso es lo que importa.

—Réen —dijo Agnes, inclinándose un poco hacia mí—. Aunque no contaste toda la verdad, podemos ver tu corazón en tus palabras. No importa dónde hayas estado, lo importante es que estás con nosotros ahora.

—Sí —añadió Sara—. Estamos felices de tenerte de vuelta. Y lo que sea que hayas vivido… no cambia lo que sentimos por ti.

Matías, se inclinó ligeramente y susurró, casi para sí mismo:

—Un hombre hecho y derecho, a pesar de todo…

—Y un sobreviviente —dijo Francisco, mi abuelo paterno—. Eso no tiene precio.

Las parejas de mis abuelos también se acercaron un poco, sonriendo y asentando con la cabeza:

—Nos alegra que esté aquí —dijo la esposa de Francisco—. No es fácil estar separados por años de incertidumbre.

—Y esperamos poder conocer más de ti —añadió el esposo de Sara—. Cada historia, cada recuerdo que quieras compartir, cuando estés listo.

Sentí un nudo en la garganta. No era un llanto, ni alegría completa, pero había algo en la calidez y aceptación de todos que me hizo sentir… por primera vez en mucho tiempo, un pequeño sentido de pertenencia.

—Gracias… de verdad —dije, dejando que mis palabras fueran sinceras, aunque mi historia fuera solo una versión parcial de lo que realmente viví—. Solo… no esperen demasiado, aún estoy acostumbrándome a todo esto.

Mis abuelos sonrieron suavemente, asintiendo con comprensión, mientras Guillermo se mantenía firme a mi lado.

Mi abuela Sara me miró con ojos llenos de curiosidad y algo de preocupación.

—Réen… dime, ¿dónde te estás quedando ahora? —preguntó con voz suave, pero firme.

—En un departamento con Guillermo —respondí, manteniendo la calma, aunque sentía el nudo en mi estómago—. Pero… debo decirles lo mismo que les dije a mis padres… probablemente no me quede aquí de manera permanente.

Hubo un leve murmullo de sorpresa entre ellos, y pude ver cómo mis abuelos intercambiaban miradas.

—¿Cómo que no te quedarás? —dijo Agnes, su voz mezclando preocupación y confusión—. ¡Acabas de llegar! ¿Por qué no querrías quedarte con nosotros?

—No vine con la intención de invadir nada ni de cambiar la forma de vida de nadie —les dije, respirando hondo—. Todos ustedes siguen con sus vidas, y no quiero irrumpir en eso. Tampoco puedo quedarme aquí de la noche a la mañana… las niñas ni siquiera me conocen. Para ellas, soy un extraño que ayer les trajo unos regalos, y yo los veo a todos ustedes como extraños también. Quiero conocerlos, pero no quiero molestar con mi regreso.

Mi abuelo Matías frunció el ceño, con una mezcla de preocupación y descontento.

—Réen… lo entiendo, pero esto es tu casa, tu familia. No puedes simplemente decidir que eres un extraño aquí. ¡Nos hemos pasado trece años buscándote en nuestros pensamientos, soñando con este momento! —dijo, con un dejo de frustración en su voz.

Mi abuela Agnes tomó la mano de Matías y suavizó el tono.

—Déjalo hablar, Matías. Él tiene derecho a sentir lo que siente. Trece años fuera no se olvidan de la noche a la mañana.

Mi abuelo Francisco agregó, con voz seria pero calmada:

—Tiene un punto, Réen. Nadie puede obligarte a sentirte cómodo inmediatamente. Solo queremos que sepas que esta es tu familia y que te queremos aquí, si así lo decides.

—Eso entiendo, abuelo —dije, bajando la mirada un momento antes de volver a levantarla—. Solo necesito tiempo para acostumbrarme, y quiero hacerlo a mi manera. No vine para imponerme ni para forzar relaciones.

Sara suspiró y caminó un paso hacia mí, apoyando suavemente una mano sobre mi brazo.

—Réen… lo entendemos. Solo queremos que sepas que la puerta está abierta, y que no estás solo. Podrás tomar tu tiempo, pero no puedes aislarte del todo, ¿entendido?

Asentí lentamente, sintiendo cómo la presión disminuía un poco con su comprensión.

—Lo entiendo… y gracias por eso —dije—. Solo les pido paciencia mientras aprendo a estar con ustedes sin sentir que invado sus vidas.

Agnes sonrió y acarició mi hombro.

—Paciencia tendremos, Réen. Ya estamos acostumbrados a esperar lo mejor para ti.

—Sí —intervino Francisco—. Pero también necesitamos verte interactuar con la familia, aunque sea lentamente. No podemos dejar que los años perdidos se conviertan en barreras eternas.

Miré a Guillermo de reojo, quien solo me devolvió una leve sonrisa de apoyo. Me sentí un poco más aliviado. Aunque ellos no comprendieran del todo mi manera de pensar, al menos entendían que no era rechazo… solo precaución y necesidad de espacio.

—Lo intentaré —dije finalmente—. No será inmediato, pero quiero que sepan que no vine a desaparecer de nuevo ni a alejarme de ustedes. Solo… necesito mi tiempo.

Sara y Agnes asintieron lentamente, con la serenidad y paciencia que solo años de vida podían otorgarles. Mis abuelos respiraron hondo, y aunque aún había cierta preocupación, también había un atisbo de aceptación.

—Entonces —dijo Matías, suspirando y relajando un poco los hombros—, iremos paso a paso. Pero Réen… por favor, no te alejes demasiado de nosotros, ¿sí?

—Lo prometo —respondí, con una ligera sonrisa, sintiendo que, aunque esto sería difícil, al menos no estaba solo en esto.

Mis padres me miraron con una mezcla de curiosidad y preocupación mientras hablaban de la cita médica.

—Réen —dijo mi madre, con voz cálida pero firme—, como te comentamos ayer sobre hacerte un chequeo médico, y como aceptaste, hemos hecho algunas llamadas a unos amigos y logramos conseguir que te atiendan hoy. En unas horas podríamos ir al hospital. Si te molesta, podemos posponerlo para otro día.

—Está bien —respondí, cruzándome de brazos ligeramente incómodo—. Pero… ¿qué me van a hacer exactamente?

—Quiero hacerte un chequeo general, de todo a todo —dijo mi madre—. Desde el interior hasta el exterior, sangre, corazón, pulmones, huesos… queremos asegurarnos de que estés bien.

—Eso costará mucho —dije, un poco preocupado por el tema del dinero—.

—Puede que sea así —intervino mi padre—, pero no es para endeudarnos ni preocuparnos. Solo queremos que estés bien.

Antes de que pudiera responder, Guillermo intervino, con un tono despreocupado:

—Réen tiene seguro, y la embajada de Noruega cubrirá cualquier gasto por un periodo de tiempo limitado. No tienen que preocuparse por eso.

Todos me miraron sorprendidos.

—¿Cómo es posible? —preguntó mi madre, arqueando una ceja.

—Porque fui soldado en el tiempo que estuve con ellos —dije, señalando a Guillermo, quien asentía con la cabeza.

—¿Soldado? —preguntó mi padre, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos—. ¿Cómo que soldado?

Suspiré y miré a Guillermo antes de responder.

—Mi experiencia en lo que fue mi vida me dio habilidades que supe usar. Ser soldado fue… una forma de pagar los favores que me hicieron —les dije—. Me dieron techo, comida, ropa, y lo más importante, la ayuda de encontrar de dónde era. Ser parte de ellos durante ese tiempo me dio un sueldo, algo de independencia, y también el respeto de algunos soldados con rango que me apoyaron.

—¿Así que recibías dinero? —preguntó mi madre, sorprendida.

—Sí, un poco —dije encogiéndome de hombros—. Nada extravagante, pero suficiente para cubrir mis necesidades. Además, gracias a eso y al seguro que me dieron, todos los gastos médicos pueden ser cubiertos sin problema.

Mi padre se quedó en silencio por un momento, como procesando todo, antes de asentir lentamente.

—Entonces… no estamos hablando de que hayas hecho algo ilegal, ¿verdad? —preguntó, todavía con cierta duda.

—No, para nada —respondí rápidamente—. Todo fue legal, dentro de lo que se consideraba mi servicio. Solo… fue una manera de devolver el favor por todo lo que hicieron por mí, y de mantenerme ocupado mientras esperábamos encontrar más sobre mi identidad.

Mi madre suspiró y me dio una ligera sonrisa, aunque aún con preocupación en los ojos.

—No puedo creer que todo esto haya pasado… y tú tan joven —dijo—. No sé si sentir orgullo o miedo por lo que has vivido.

—Puede ser ambos —respondí, encogiéndome ligeramente de hombros—. Pero no es nada que ustedes tengan que cargar. Solo quiero que sepan que estoy bien y que no deben preocuparse.

—Aun así —dijo mi padre—, nos importa. Y haremos todo lo posible para cuidarte. Este chequeo es solo un paso más.

—Está bien —dije, aceptando finalmente—. Si es para comprobar que estoy bien y que no hay problemas graves, lo haré. Pero no esperen que me emocione demasiado, ¿de acuerdo?

Todos rieron suavemente, aliviando un poco la tensión. Guillermo me dio una palmada en la espalda, y asentí, sintiendo que aunque aún me costara aceptar todo esto, al menos no estaba solo en el proceso.

Mi madre se levantó con cuidado del sillón y dijo:

—Anoche, después de que te fuiste, estuve buscando algunas cosas… algo que podría ayudarte a comprender un poco más… y encontré esto.

Se acercó a un mueble cerca de la televisión y tomó un libro cuidadosamente. Lo sostuvo con delicadeza y luego se sentó a mi lado, apoyando el álbum sobre mis piernas.

—Es un álbum de fotos —dijo suavemente.

Lo abrí lentamente, casi con temor. Las primeras páginas me mostraban cientos de imágenes que no recordaba: la boda de mis padres, el nacimiento de Alan, sus primeros años. Veía a Alan gateando, luego intentando caminar, luego corriendo detrás de algún perro o jugando con bloques en la sala. En todas las fotos, mis padres estaban siempre sonrientes, felices.

Luego llegaron mis primeras imágenes: recién nacido, dormido en la cuna, acurrucado en brazos de mi madre. Mi corazón se apretó al ver a Alan sosteniéndome con tanto cuidado, una mezcla de orgullo y sorpresa en su rostro. La siguiente foto lo mostraba haciendo una mueca divertida mientras mi madre le cambiaba el pañal. Una risa se formó en mi garganta, pero pronto se transformó en un nudo imposible de tragar.

Cada página me llevaba más allá: Alan y yo jugando juntos en el patio, carreras por el parque, chapoteando en una alberca, nuestros primeros intentos de montar bicicleta. Todo era tan lejano, tan extraño. Cada sonrisa de Alan, cada gesto de mis padres… yo no recordaba ninguno, pero al verlas, algo profundo en mí reconocía que pertenecía a ellos.

Y entonces llegaron las fotos de Gabriela recién nacida. Alan y yo la sosteníamos juntos, jugando con ella en el césped, riendo mientras mis padres nos miraban desde la puerta del patio. Cada imagen me mostraba un día de felicidad simple y natural, una vida normal que no había vivido.

Un año después, la foto de mi madre embarazada de Cristina. La sostenía suavemente, acariciando su vientre, con esa expresión de expectación y cariño. Alan y yo la rodeábamos, jugando alrededor de ella, sin darnos cuenta de que aún faltaba un miembro más de la familia.

A medida que avanzaba, veía fotos de cumpleaños, de paseos, de días de lluvia y días de sol, de nosotros corriendo por el jardín, de Alan y yo haciendo travesuras que provocaban risas de mis padres, de Gabriela y más tarde Cristina siendo parte de esos momentos. Cada página aumentaba la presión en mi pecho, un dolor que crecía lentamente, como si me recordara que estaba fuera de ese mundo ahora.

Y entonces llegué a una página donde ya no estaba. Las fotos de cumpleaños, los paseos, los abrazos y juegos habían continuado… pero yo no estaba allí. Tenía siete años y de repente me sentí como un intruso mirando una vida que no podía tocar. Todo el amor, todas las sonrisas, todas las risas… y yo no estaba.

Fue demasiado. Sentí como si un vacío se abriera dentro de mí. El dolor se acumuló, un nudo en la garganta imposible de tragar. Las lágrimas comenzaron a formarse, primero una, luego otra, hasta que una gota cayó sobre la página del álbum.

Cerré el álbum con manos temblorosas, pero las lágrimas seguían cayendo, recorriendo mi rostro sin control.

—Lo… lo siento… —susurré entre sollozos—. Lo siento por no haber vuelto antes… por… por todos…

Mi madre fue la primera en acercarse, envolviéndome en un abrazo cálido y firme. Su cuerpo temblaba contra el mío, y podía sentir cómo las lágrimas se mezclaban con las mías.

Mi padre se unió poco después, rodeándome con sus brazos, firme y protector, con esa mirada que siempre había imaginado en mis sueños rotos.

Alan se acercó con cuidado, colocó su brazo sobre mis hombros y me abrazó también. Era un abrazo más fuerte que cualquier recuerdo que pudiera tener, lleno de años de ausencia y de cariño acumulado.

Gabriela se acercó tímidamente, tomando mi brazo con delicadeza, y luego Cristina, más atrevida, se subió a la silla junto a mí y me rodeó con ambos brazos, presionándome suavemente contra ellas.

Finalmente, mis abuelos se acercaron, primero Agnes y Matías, luego Sara y Francisco, cada uno rodeándome con cariño, como si intentaran asegurarse de que estaba realmente allí, vivo, y que finalmente pertenecía a ellos.

El nudo en mi garganta seguía allí, aunque el llanto comenzaba a calmarse. Estaba rodeado, aún en medio del abrazo colectivo, sintiendo como las manos de todos me sujetaban con suavidad, con miedo a soltarme.

—Mi niño… —susurró mi madre, acariciando mi cabello—. Te hemos buscado tanto, tanto… Y ahora que te tengo aquí, no pienso dejarte ir.

—Eres nuestro hijo —añadió mi padre, con la voz quebrada, sus labios junto a mi oído—. No tienes que disculparte por nada. Nunca. Tú no decidiste lo que pasó.

Alan, aún con el brazo sobre mis hombros, apretó con fuerza.

—No vuelvas a decir que lo sientes, ¿sí? No es tu culpa, hermano. —Se inclinó un poco para mirarme a los ojos—. Si supieras cuánto recé para que estuvieras vivo…

Gabriela, tímida, se aferró a mi brazo, como si temiera que desapareciera en cualquier instante.

—No te vayas otra vez… —dijo en un murmullo apenas audible—. Ya no.

Cristina, más pequeña y valiente, me miró directo, sus ojos húmedos.

—¿Por qué lloras si ya estás aquí? —preguntó con inocencia, pero con un tono que me golpeó el corazón.

Las voces de mis abuelos se unieron poco a poco.

Agnes fue la primera, con sus manos aún sobre mi rostro.

—Amor mío… pensé que nunca volvería a verte. Mira lo grande que estás… mira cómo la vida te golpeó. Pero estás aquí, con nosotros. —Sus dedos temblaban mientras acariciaban mi mejilla—. Eso es todo lo que importa.

—Eres fuerte, muchacho —dijo Matías, con esa voz áspera de veterano, pero cargada de orgullo—. Has sobrevivido a cosas que ninguno de nosotros puede imaginar. Y aun así… aquí estás, de pie. No sabes lo que significa para mí verte así.

Sara se acercó, rodeándome con sus brazos, aún llorando.

—Mi niño, mi hermoso niño… Yo no dormí anoche pensando en ti. Trece años preguntándome cómo estarías, dónde estarías… Y ahora te veo, tan delgado, tan cansado, pero vivo. ¡Vivo! —apretó más fuerte—. Es un milagro.

Francisco, su voz grave y temblorosa, me tomó de los hombros.

—No vuelvas a cargar culpas que no son tuyas. Lo que sufriste… no fue tu elección. —Me miró fijamente, con lágrimas corriendo por sus mejillas—. No nos debes nada. Al contrario… somos nosotros los que te debemos todo el amor que no pudimos darte en esos años.

Las parejas de mis abuelos también hablaron, aunque con un respeto contenido.

La esposa de Francisco me acarició el brazo suavemente.

—No puedo imaginar lo que has vivido, hijo. Pero quiero que sepas que aquí también tienes un lugar, si lo deseas. No somos sangre, pero te queremos desde el momento en que supimos de ti.

El esposo de Sara añadió con una sonrisa triste:

—La familia no siempre es perfecta ni entera… pero tú la completas de nuevo. Aunque no lo sientas ahora, aunque te cueste creerlo, eres parte de nosotros.

El llanto de todos se mezclaba con el mío. Cada palabra era un peso y a la vez un alivio.

—Yo… —intenté hablar, pero la voz se me quebró. Respiré hondo—. No sé qué decir. No sé cómo… sentir todo esto. Ayer apenas volví a ver a mis padres, a mis hermanas, y hoy… hoy están ustedes. Y me miran como si… como si nunca me hubiera ido.

—Porque para nosotros nunca te fuiste —respondió Agnes, firme.

—Exacto —añadió Sara—. Siempre has estado aquí, en cada recuerdo, en cada oración, en cada conversación.

Mi padre sostuvo mi rostro entre sus manos, como si temiera que me apartara otra vez.

—Reen… hijo… no tienes que forzarte a sentir todo ahora. Llévate tu tiempo. Pero no te alejes. Permítenos caminar contigo.

Alan me dio un leve golpe amistoso en el hombro, intentando romper la tensión.

—Y además… ya tienes un sobrino que te necesita, ¿o qué? ¿Quieres que Beily crezca sin conocer al mejor tío que va a tener? —sonrió entre lágrimas.

Cristina, con la sinceridad de una niña, añadió:

—Y yo quiero jugar contigo. No me importa si no recuerdas nada.

Gabriela asintió, mirando al suelo, pero aferrada a mí.

—Yo… yo solo quiero que estés aquí.

Me quedé en silencio, tragando saliva, mi pecho aún dolía, pero algo dentro de mí se aflojaba.

—No sé cuánto tiempo pueda quedarme —dije al fin—. Pero… quiero intentarlo. Quiero… conocerlos.

Las lágrimas en sus rostros se transformaron en sonrisas llenas de alivio y esperanza.

—Ese es el mejor regalo que podías darnos —susurró mi madre, besando mi frente.

—Bienvenido a casa, hijo —dijo mi padre, apretando mi hombro.

Y por primera vez desde que volví, las palabras no dolieron tanto.

De repente, el abrazo colectivo empezó a disolverse poco a poco, pero yo ya no tenía fuerza para sostenerme. Sentí las piernas pesadas, como si estuvieran hechas de plomo. El pecho me ardía y cada respiración me costaba más. Todo lo que había aguantado durante años —el insomnio, las noches en vela, las pesadillas, la tensión constante— parecía caer sobre mí de golpe, empujándome hacia el suelo.

Me llevé una mano a la frente, como si eso pudiera sostenerme.

—¿Estás bien, hijo? —preguntó mi madre, preocupada al ver que me encorvaba un poco.

—Sí… yo… —intenté responder, pero la voz se me quebró. Sentía como si me estuviera desmoronando por dentro. Nunca había sentido mi cuerpo tan débil, ni siquiera en medio del frío, ni después de las heridas. Esto era distinto: un agotamiento del alma, que ahora reclamaba su precio.

Alan se inclinó hacia mí.

—Reen, te ves pálido. ¿Quieres sentarte?

—Estoy bien… —murmuré, aunque sabía que no lo estaba.

Fue entonces cuando sentí una mano firme en mi hombro. Al voltear, vi a mi abuelo Matías mirándome con esos ojos que habían visto tanto. No dijo nada al principio, pero en su mirada encontré un reconocimiento silencioso. Él sabía. Sabía exactamente qué era esto.

—Ese cansancio… —dijo con voz baja, grave, como si hablara para mí más que para los demás—. No es del cuerpo, ¿verdad? Es otra cosa.

Me quedé en silencio, incapaz de contestar, pero mi respiración lo decía todo.

Matías asintió despacio, como quien confirma una sospecha.

—Lo conozco. —Su voz se endureció—. Yo también lo sentí. Después de volver de allá, después de escuchar los disparos noche tras noche en mi cabeza… El cuerpo no se derrumba en medio del combate, hijo. Lo hace cuando ya estás a salvo.

Mis abuelos, mis padres y mis hermanos lo miraron sorprendidos, como si no entendieran del todo a qué se refería.

—Papá… —dijo mi madre, confundida—. ¿De qué hablas?

Matías no apartaba la vista de mí.

—De lo que pasa cuando has vivido demasiado tiempo en guerra. —Su mirada se suavizó, aunque mantenía la dureza de un veterano—. Cuando tu mente y tu corazón llevan demasiado peso, el cuerpo finalmente se rinde.

Yo apreté los puños sobre mis rodillas, temblando. Quería decir que no, que no era eso, pero en el fondo sabía que tenía razón.

—No… no estoy cansado de estar aquí —alcancé a murmurar—. Es solo que… todo me cae encima, de golpe.

—Lo sé —dijo Matías, inclinándose un poco hacia mí—. Créeme, muchacho, lo sé. Y no tienes que cargarlo solo.

El silencio se extendió un momento. Mi padre miró a su suegro, sorprendido, luego volvió la vista hacia mí.

—Reen… ¿es verdad? ¿Es eso lo que sientes?

No pude responder con palabras. Apenas asentí, bajando la cabeza.

Mi abuela Agnes, con lágrimas en los ojos, tomó mi mano.

—Entonces descansa, mi amor. No tienes que demostrar nada. No aquí.

Sara se acercó por el otro lado, acariciando mi cabello.

—Nadie espera que seas fuerte ahora. Solo sé tú.

Alan respiró hondo, mirándome con seriedad.

—Hermano, si necesitas parar, hazlo. Nadie te va a juzgar.

El peso seguía en mi pecho, pero al ver las manos de todos sobre mí, el calor de sus palabras, sentí algo que hacía mucho no sentía: permiso. Permiso para bajar la guardia.

Y por primera vez en años, cerré los ojos y dejé que mi cuerpo se rindiera un poco.

More Chapters