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Chapter 9 - Capítulo 8

RÉEN.

Después de quedarme un buen rato bajo el agua fría, mi cuerpo comenzó a estabilizarse. El calor sofocante se fue apagando poco a poco, y con él la sensación de mareo. Ya no temblaba, aunque seguía con esa pesadez encima… como si no fuera del todo yo.

Guillermo me dejó solo un momento, y cuando regresó traía ropa en los brazos.

—Alan me dio esto para ti —dijo, dejándola sobre la cama—. Camisa, pantalón… y, por si acaso, pedí una manga larga. Ya sabes.

Asentí. Agradecí en silencio, aunque él entendió con solo mirarme. Me cambié despacio, sintiendo todavía el cuerpo algo flojo. El tacto limpio de la tela era extraño, más aún porque no olía a uniforme, ni a tierra, ni a pólvora… sino a suavizante.

Cuando terminé de ajustar la manga larga, Guillermo me observó desde la puerta, cruzado de brazos.

—Sigues con cara de que te cargó un tren, pero por lo menos ya no tienes fiebre.

Esbocé una mueca que podría haber sido una sonrisa.

—Con eso basta.

Él dio un paso hacia dentro y apoyó la mano en el marco.

—Tu familia te espera abajo. Prepararon el desayuno, pero más que nada… siguen preocupados por ti.

Tragué saliva. Esa palabra… familia. Todavía me pesaba cada vez que alguien la usaba conmigo.

—Ya se preocuparon demasiado —dije bajito—. No sé si… si estoy listo para que me miren como ayer.

Guillermo me sostuvo la mirada, serio, firme como siempre:

—Nunca vas a estar "listo". No es cuestión de preparación, Réen. Solo tienes que bajar y sentarte con ellos. Comer. Escuchar. Dejar que te miren, aunque duela.

Me quedé en silencio. Sentía el nudo en la garganta todavía. No sabía si podía soportar más lágrimas de esa gente… o las mías.

—Vamos —añadió él, dándome un pequeño golpe en el hombro, como hacía cuando entrenábamos—. Tienes que comer. Y ellos tienen que verte de pie.

Respiré hondo, mirando la manga larga que cubría mi mano marcada, mi brazo lleno de cicatrices que no iban a desaparecer.

—De pie, entonces… —murmuré.

Y lo seguí hacia la puerta, aunque por dentro sentía que iba marchando hacia otra batalla.

Bajé las escaleras con pasos pesados, como si cada peldaño me exigiera una decisión. Al llegar al final, el silencio me envolvió un instante… hasta que escuché el crujido de movimiento en la cocina.

Cristina apareció medio asomada por el marco, sus ojos curiosos, casi tímidos. En cuanto me vio, se escurrió hacia adentro como un gatito sorprendido. Apenas tuve tiempo de pensar qué significaba eso cuando otra figura surgió: mamá.

Ella se detuvo al verme, y su expresión cambió, brillando de alivio. Avanzó con pasos lentos, medidos, como temiendo que yo me desvaneciera otra vez.

—Me alegra tanto que hayas despertado… —su voz temblaba un poco—. No despertaste ayer. Dormiste todo un día entero.

No me moví cuando levantó la mano y la apoyó en mi mejilla. Esta vez no retrocedí. Sentí su calor, y aunque dentro de mí todo se revolvía, lo acepté.

—Me sentía cansado… —dije, bajando la voz—. Había… muchas cosas que me hicieron sentir mal. Lo siento.

Ella negó despacio con la cabeza, acariciando aún mi rostro.

—No tienes que disculparte, hijo. Descansar era lo que necesitabas. Tus abuelos regresarán más tarde. Tu abuelo Matías quiere hablar contigo.

Me tomó de la mano, y yo no la solté. Me guió hacia el comedor, donde todos estaban reunidos.

Alan se encontraba ya sentado, Violet a su lado con Beily en la silla para bebés, golpeando juguetonamente la bandeja con sus manitas. Gabriela y Cristina estaban juntas, observándome en silencio. Papá estaba en la cocina, moviendo algo en una sartén, pero levantó la mirada un instante para verme.

Todos se quedaron quietos cuando entré. Sentí sus ojos como un peso, y aun así murmuré:

—Buenos días…

Alan sonrió de inmediato, tratando de quitarle tensión al momento.

—Buenos días. Pensé que te quedarías dormido otra semana.

—Yo también lo pensé… —respondí con una mueca, sin saber si era sonrisa o no.

Cristina habló, casi como un susurro.

—Te ves… diferente.

—¿Diferente cómo? —pregunté, inclinándome un poco hacia ella.

—Más… despierto —contestó, encogiéndose de hombros.

Violet sonrió, mirando primero a su hija y luego a mí.

—Bueno, después de tanto sueño, cualquiera despierta con más fuerzas. ¿Quieres café?

Mamá respondió antes que yo:

—Le prepararé té. El café puede esperar.

Papá levantó la voz desde la cocina, sin dejar de mover la sartén:

—Los huevos estarán listos en un minuto.

Alan me miró fijamente, como evaluando si de verdad estaba bien.

—¿Cómo te sientes?

Me senté en una silla con cuidado, dejando que el respaldo cargara parte del peso.

—Mejor que ayer. Pero aún… pesado.

Gabriela, que no había dicho nada hasta entonces, inclinó la cabeza.

—¿Pesado como… enfermo?

—Pesado como… si me hubieran puesto todo el mundo encima por un rato —expliqué, aunque sabía que sonaba extraño.

Violet me miró con dulzura, como si ya entendiera.

—No necesitas explicarlo. Todos lo notamos. Lo importante es que estás aquí, sentado con nosotros.

Cristina volvió a asomarse por el borde de la mesa.

—¿Vas a comer con nosotros ahora?

La pregunta me sacudió. Algo tan simple… y me costó responder.

—Sí, Cristina. Voy a comer con ustedes.

Papá salió de la cocina con la sartén, colocándola sobre la mesa con un paño.

—Entonces es un buen día. —Me miró serio, pero con una chispa de orgullo—. Mi hijo despierto y desayunando con nosotros.

Mamá apretó mi mano todavía, como si temiera que me levantara y desapareciera de nuevo.

Respiré hondo.

—Gracias… por esperarme.

Alan entrelazó los dedos sobre la mesa, sonriendo apenas.

—Ya te dije, hermano… no íbamos a ningún lado.

La mesa estaba servida. Huevos revueltos, pan tostado, un poco de fruta en un cuenco. Algo sencillo, pero el olor llenaba la sala como si fuera un banquete.

Guillermo apareció en ese momento, bajando las escaleras con calma.

—¿Interrumpo? —preguntó, sonriendo de lado.

—Para nada —dijo Alan—. Siéntate.

Se acomodó frente a mí, dándome un vistazo rápido de inspección, como solía hacer cuando estábamos en la base. No me dijo nada, pero yo lo entendí: "te ves mejor".

Papá sirvió los platos, mamá el té. Todos comenzaron a tomar asiento. Por un momento, nadie habló, hasta que el sonido de Beily golpeando con sus manitas la bandeja de la silla rompió el silencio. Se rió a carcajadas, contagiando a Cristina.

—Creo que ella es la que más disfruta de este desayuno —dijo Violet con ternura.

Alan soltó una risa suave.

—Al menos alguien tiene buen apetito en las mañanas.

Mamá empujó un plato hacia mí.

—Come, cariño.

Tomé el tenedor con cierta torpeza. Me sentía observado. Cada bocado que llevaba a la boca parecía más importante de lo que era.

Cristina me miraba fijamente.

—¿De verdad comías así en Noruega? —preguntó de pronto.

—¿Así cómo? —arqueé una ceja.

—Despacio. Como si te diera miedo.

Me quedé quieto un instante.

—Supongo que… allá no había tantas mesas llenas. Comía rápido, o solo lo necesario. Aquí… se siente distinto.

Gabriela intervino, cortando un trozo de pan.

—Entonces aquí tendrás que acostumbrarte. Mamá siempre cocina para un ejército.

—Eso es verdad —agregó Alan, bebiendo un sorbo de café—. Y papá ni se diga.

Papá sonrió apenas, sirviéndose té en su taza.

—Más vale que sobre que falte.

Guillermo carraspeó y, con tono casual, dijo:

—Yo puedo confirmar que Réen nunca deja comida en el plato.

Todos lo miraron sorprendidos. Alan rió.

—¿Así que tiene testigos de su buen apetito?

—Bueno… —respondí, con un intento de sonrisa—, con Guillermo no me quedaba opción.

Cristina soltó una risita.

—Entonces él es como tu… ¿niñera?

Guillermo levantó una ceja, reprimiendo la carcajada.

—Prefiero "compañero". Pero si quieres llamarlo niñera, no me ofendo.

Violet sonrió divertida.

—Parece que ya tienes defensores aquí, Réen.

Me llevé un bocado más de huevos a la boca, masticando lento. Había calor, voces, risas suaves. Por un instante, se sintió… normal.

Mamá me miraba de reojo, como si memorizara cada gesto.

—Es la primera vez que desayunamos todos juntos desde que eras un niño —susurró.

El nudo en mi garganta volvió.

—No sé qué decir.

Alan respondió rápido:

—No digas nada. Solo come. Ya con eso es suficiente.

Y todos asintieron, como si ese simple acto fuera lo más importante del mundo.

El pan en mi mano sabía bien. Demasiado bien. La mermelada tenía un dulzor suave, nada empalagoso, y los huevos todavía estaban tibios. Pero mientras masticaba, mi mente empezó a irse.

De pronto ya no estaba en la mesa de mi familia.

La cuchara que sostenía se transformó en una de esas latas grises de raciones militares. El olor cambió: ya no era el de la fruta fresca ni el pan tostado, sino el metálico del envase, mezclado con ese sabor áspero que quemaba la lengua y sabía a cartón húmedo.

El agua ya no estaba en la jarra de cristal, sino en una cantimplora abollada, helada al tacto, con ese sabor rancio del metal.

Y en lugar de las voces suaves de mi madre y mis hermanas, escuchaba el golpeteo constante de la lluvia contra la lona de la tienda improvisada. Gotas que se colaban, helándome los hombros. El frío calaba hasta los huesos, y no importaba cuántas capas de ropa llevara: siempre se sentía como si el invierno me mordiera la piel.

A mi alrededor estaba el pelotón. Sargentos, soldados, rostros curtidos. Algunos con la mandíbula tensa, otros bromeando para romper la tensión. El vapor de las respiraciones formaba nubes blancas en la oscuridad.

—Cómetelo, no importa el sabor —decía uno, masticando como si tuviera piedras en la boca.

—Si cierras los ojos, hasta parece carne —respondía otro, arrancando risas secas.

Yo los miraba, con la lata en las manos. El metal helado me quemaba los dedos, y al mismo tiempo, el contenido estaba tibio, casi insípido. Una pasta marrón, que solo servía para engañar al estómago. Cada bocado era un reto, y aun así, lo devorábamos como si fuera oro. Porque allá, comer era sobrevivir.

El suelo bajo mis botas estaba encharcado. Cada paso que daba hacía un sonido de barro, como si me tragara. El uniforme estaba empapado, pegándose a mi piel. Los guantes pesaban, llenos de agua, pero era eso o dejar los dedos descubiertos al aire helado.

Uno de los cabos a mi lado masculló, con voz ronca:

—Al final, no sé qué es peor… la lluvia, el frío o la maldita comida.

Otro le respondió:

—El hambre. Siempre el hambre.

Y todos guardamos silencio. Porque era verdad.

Me vi a mí mismo, encorvado, con los huesos marcándose bajo la tela húmeda, el cabello pegado a la frente. Masticando en silencio, tragando sin sentir el sabor. Solo pensando en el siguiente día. Y en el siguiente. Y en que, de alguna manera, debía seguir vivo.

El ruido de un trueno me sacudió por dentro.

Pero no era solo un trueno.

Un estruendo distinto se coló, escondido tras el rugido del cielo: metálico, seco… demasiado familiar. Un segundo después, la explosión hizo vibrar el suelo bajo mis botas.

No pensé. El cuerpo se movió solo. Me puse en pie de inmediato, lanzando la lata al barro, y levanté la mano con una seña clara, firme, la misma de siempre: "Muévanse, ahora."

Nadie preguntó, nadie dudó. Confiaban en mí. En un parpadeo, todos estaban corriendo hacia las posiciones asignadas, buscando cobertura, deslizándose en la tierra empapada que tragaba las botas. El corazón me golpeaba el pecho, no por miedo, sino porque el cuerpo ya sabía lo que venía.

Me tiré al suelo, el barro helado pegándose al pecho. Llevé el rifle al hombro, la mira empañada por la lluvia. Respiré una sola vez, larga, hasta que la silueta apareció entre la bruma. Una figura moviéndose torpemente, con el arma levantada.

Apreté el gatillo.

El retroceso me sacudió el brazo, pero no fallé. La figura cayó.

El sonido seco del disparo se mezcló con otro, el de uno de mis hombres a mi derecha. Un eco de confianza.

Pero el silencio nunca duraba. Los proyectiles enemigos comenzaron a zumbar en el aire, cortando la lluvia. Silbaban, rebotaban en las piedras, arrancaban pedazos de tierra y agua a nuestro alrededor. Una nueva explosión cayó cerca, la onda expansiva levantó barro y agua sobre mí, haciéndome tragar tierra.

Alguien gritó:

—¡A la izquierda, cubran la izquierda!

Me giré sobre el hombro, la culata del rifle resbalando en mis manos mojadas. Disparé otra vez. Otro cuerpo cayó. El aire olía a pólvora, a humedad, a metal caliente. Mis oídos zumbaban, pero no dejaba de escuchar las órdenes, los jadeos, las maldiciones ahogadas de mi pelotón.

Otra explosión. Más cercana. El suelo tembló como si quisiera abrirse bajo nosotros. Mi corazón latió con tanta fuerza que pensé que se me saldría por la boca.

El intercambio de balas fue muriendo poco a poco, como si el mundo se hubiera quedado sin aire. El sonido de los cargadores vaciándose, el clic seco del gatillo sin respuesta… y entonces todo cambió.

Lo supe antes de escucharlo: pasos en el barro, figuras corriendo hacia nosotros. El enemigo venía encima.

Me levanté de golpe, lanzando el rifle vacío a un lado, y sentí la adrenalina en cada fibra del cuerpo. Una silueta emergió frente a mí, el rostro cubierto de lodo y furia. No hubo tiempo de pensar. Nos estrellamos uno contra otro.

El cuchillo apareció en su mano como un destello. Lo vi bajar hacia mi pecho. Giré el torso, y la hoja solo me rozó el costado, desgarrando tela y piel. El dolor fue agudo, un fuego instantáneo, pero no podía detenerme. Lo empujé con el hombro, haciéndolo perder el equilibrio, y hundí mi rodilla en su estómago.

El aire salió de sus pulmones con un gemido. Intentó recuperar fuerza, pero mi mano ya había atrapado su muñeca. La giré con violencia, escuchando el crujido de huesos. El cuchillo cayó al barro. No lo dejé caer: lo atrapé al vuelo y, en un solo movimiento, lo hundí bajo su clavícula. Sentí la resistencia de carne y hueso antes de que la hoja cediera y se hundiera.

Un grito ahogado. Un espasmo. Después nada.

No hubo tiempo de asimilarlo. Otro enemigo apareció a mi derecha, lanzándose contra mí con un grito. Su hombro chocó contra mi costado herido y el dolor me hizo soltar aire entre los dientes. Caímos al suelo revolcándonos en el barro. Su rodilla presionaba mi pecho mientras trataba de hundir un cuchillo en mi garganta.

El filo bajó, rozándome la piel, la punta vibrando por la fuerza que hacía. Mis manos temblaban sujetando la suya, mis brazos ardiendo, mis músculos gritando. El filo bajaba milímetro a milímetro, la lluvia resbalando entre la hoja y mi cuello.

Con un esfuerzo brutal, levanté la rodilla y lo golpeé en las costillas. El aire salió de su boca en un gruñido. Aproveché y giré el cuerpo, lanzándonos contra el suelo, mi hombro clavándose en la tierra. Logré quedar encima.

El cuchillo se soltó en el forcejeo, y sin pensarlo hundí mi frente contra la suya. El cráneo contra cráneo me hizo ver luces, pero él quedó aturdido. Su boca se abrió en un intento de respirar, y yo ya había tomado el cuchillo.

Lo hundí en su cuello. Una vez. Dos veces. El calor de la sangre me salpicó el rostro, mezclándose con la lluvia helada.

Me aparté de golpe, jadeando, sintiendo el pulso en las sienes, la garganta reseca de tanto respirar con furia. Miré a mi alrededor: sombras luchando, barro volando, gritos ahogados. Golpes sordos. El sonido metálico de cuchillos chocando. El aliento de la muerte en cada rincón.

Uno de los míos cayó a unos metros, un enemigo encima de él, golpeándolo con los puños. Corrí, grité su nombre, y sin pensarlo salté sobre la espalda del atacante. Lo derribé, clavando el cuchillo en su costado mientras mi compañero se liberaba.

El barro ya no sabía a tierra mojada. Sabía a hierro, a sangre.

Y ahí, en medio de ese infierno, entendí que las balas eran un lujo. Lo real, lo brutal, era sentir al enemigo respirando en tu cara mientras decidías quién vivía y quién no.

La explosión fue un sol que me arrancó de la tierra. El cuerpo de mi compañero y el mío volaron como muñecos, el barro, las piedras y la sangre estallando en todas direcciones. Sentí cómo el aire se me fue de golpe, cómo el estruendo me reventaba los oídos. Caí, rodé, todo se volvió un zumbido en mi cabeza…

Y entonces, silencio.

No, no era silencio. Era un sonido nuevo. Constante. Metódico.

Un golpeteo suave contra mi pecho.

Abrí los ojos de golpe. No había barro ni sangre, sino luz blanca. No había explosiones, sino el sonido apagado de una respiración que no era mía. Sentí algo frío sobre mi piel. Bajé la mirada: un estetoscopio.

El médico estaba ahí, a mi lado, inclinado, escuchando. Su voz retumbaba como a través del agua:

—Respire profundo, por favor.

Obedecí, aunque el aire me quemaba al entrar, como si todavía llevara humo en los pulmones. Inspiré y exhalé, con dificultad, la sensación de peso en el pecho recordándome que no estaba tan lejos de aquella explosión.

El médico movió el estetoscopio a mi espalda.

—Otra vez. Respire hondo.

Cerré los ojos y lo hice, aunque el recuerdo aún estaba ahí, pegado a mis huesos. El metal frío en la piel me anclaba a la realidad, pero por dentro aún escuchaba gritos, aún sentía la presión de un cuchillo en la garganta, aún veía los ojos vacíos de los hombres que había matado.

El médico hizo una pausa, retirando el estetoscopio.

—Bien. Su corazón está acelerado, pero dentro de lo esperado. Los pulmones... —se inclinó hacia la mesa, anotando algo— no noto algo crítico, aunque sería prudente una radiografía para descartar daños antiguos o mal curados.

Sentí la mano de Guillermo en mi hombro, firme, como para recordarme que estaba ahí. No en el barro. No con el cuchillo. Sino aquí. En una clínica. Rodeado de gente que no quería matarme.

El médico levantó la mirada hacia mí.

—¿Ha tenido episodios de falta de aire, mareos, palpitaciones fuertes?

Lo miré. No supe qué responder. ¿Qué quería que le dijera? ¿Que cada noche mi cuerpo pensaba que seguía en medio de la guerra?

—Sí —dije al final, con voz seca—. Algunas veces.

El médico asintió como si lo hubiera esperado.

—No se preocupe. Vamos a seguir con un chequeo más completo.

Me quedé quieto, sintiendo todavía el fantasma del barro en mi piel. Y dentro de mí, esa pregunta que me perseguía siempre: ¿y si nunca salgo del campo de batalla, aunque ya no esté allí?

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