ALAN.
Nunca pensé que me doliera tanto ver a mi hermano así.
Lo habíamos llevado a la habitación que preparamos para él desde hace días, esa misma en la que anoche se negó a dormir porque insistía en irse. Esta vez no hubo discusión. Se desplomó en la sala, agotado, y entre papá, Guillermo y yo lo llevamos a la cama. Le quitamos todas esas capas de ropa que siempre usa, dejándole solo una camiseta de manga larga y el pantalón ligero. Parecía… más joven de lo que es. Vulnerable, aunque sé que esa palabra le disgustaría si me oyera pensarlo.
Ahora estábamos todos en la sala. Mamá no dejaba de frotarse las manos, papá miraba hacia la ventana con el ceño fruncido, y las abuelas parecían contener las lágrimas todavía. Yo solo podía pensar en lo rápido que todo se había derrumbado para él en cuestión de minutos.
—Guillermo —rompí el silencio—, necesito que me digas la verdad. ¿Cómo está mi hermano? No solo físicamente, sino… aquí. —me señalé la sien.
Guillermo nos miró a todos, serio como siempre.
—Después de que lo sacamos del pueblo, lo primero que se hizo fue un examen médico completo. Nada grave. Desnutrición, cicatrices, fracturas pasadas… lo normal en alguien que sobrevivió en esas condiciones. Pero en lo mental… sí, se le prestó atención.
—¿Y? —preguntó mamá, nerviosa.
Guillermo respiró hondo antes de contestar.
—Se le brindó ayuda psicológica durante todo el año que estuvo con nosotros en Noruega. Según los especialistas, estaba bien, dentro de lo que cabe. El estrés era evidente, las causas del insomnio también. Rara vez tenía pesadillas, aunque cuando las tenía eran fuertes. Y sobre su antisocialismo… se estaba trabajando. El inconveniente es que ese proceso se hizo en un ambiente cerrado, una base militar, no en una vida normal.
Papá lo interrumpió, frunciendo el ceño.
—¿Quieres decir que nunca estuvo realmente expuesto a la vida fuera de una base?
—Exacto —respondió Guillermo—. Su mundo, después de escapar, se redujo a ese pueblo… y luego a nosotros en la base. No hubo nada más.
Yo apreté los labios.
—¿Y lo que vivió antes? Los primeros cuatro años, cuando… cuando lo tenían cautivo. ¿Se habló de eso?
Guillermo bajó la mirada un instante.
—No quiso dar demasiados detalles. Y tampoco se lo forzamos. Lo poco que dijo es que fueron años difíciles, lo suficiente para dejar marcas profundas. Después vino el escape… y ya saben, el resto.
Las abuelas se miraron entre ellas con preocupación.
—Dios mío… —susurró Agnes, llevándose la mano al pecho.
Mamá rompió en voz baja:
—Todo esto… y aún así ayer estuvo con nosotros, sonriendo aunque fuera un poco… ¿cómo puede aguantar tanto?
Guillermo se encogió de hombros.
—No lo sé. Su fortaleza está en lo aprendido. Sobrevive porque es lo único que sabe hacer. Pero aquí, con ustedes, con todo lo que representa volver a una vida que no recuerda… ahí es donde realmente va a ser difícil.
Me quedé en silencio, mirando hacia la puerta cerrada de la habitación donde dormía. Por dentro me ardía la impotencia. Quería haberlo protegido hace trece años. Quería haber estado ahí cuando todo se vino abajo. Y ahora que por fin lo tenía cerca, me preguntaba si realmente podía hacerlo.
El abuelo Matías, que hasta entonces había estado serio y callado, de pronto levantó la vista hacia Guillermo. Su tono fue seco, como quien va directo al punto.
—Dime algo, sargento. —lo miró fijo—. ¿Tenía marcas en los brazos?
El silencio en la sala se volvió pesado. Todos lo miramos a él. Guillermo tragó saliva y asintió, con cierta incomodidad.
—Sí…
—¿Marcas? —preguntó mamá de inmediato, alarmada—. ¿A qué te refieres con marcas?
Antes de que Guillermo pudiera responder, la esposa del abuelo Francisco, con una voz suave pero firme, intervino:
—Lo que Matías quiere decir… es si esas marcas son de intentos de suicidio.
Mamá se cubrió la boca con ambas manos. Papá enderezó la espalda, como si lo hubieran golpeado en el estómago. Gabriela y Cristina se miraron entre sí, confundidas, mientras Violet abrazaba más fuerte a Beily.
Yo me incliné hacia adelante, mi corazón latiendo rápido.
—¿Es cierto, Guillermo? ¿Mi hermano… intentó…?
Guillermo cerró los ojos un segundo y habló con calma, pero sin rodeos.
—Hubo señales, sí. No muchas, pero sí. La mayoría de las cicatrices en su cuerpo provienen de su vida en cautiverio, entrenamientos, peleas, supervivencia… eso es verdad. Pero también… —dudó, y nos miró a todos— también hubo un par de marcas en los antebrazos que los médicos no descartaron como autoinfligidas.
—¡Dios mío! —susurró la abuela Agnes, llevándose la mano al pecho, llorosa.
Papá, con voz baja pero cargada de dolor, preguntó:
—¿Cuándo fue eso?
—Antes de llegar a la base —contestó Guillermo, serio—. Se estima que fue durante su tiempo en el pueblo, cuando todavía cargaba con todo lo que vivió en esos años de encierro. No lo habló directamente, pero los médicos lo interpretaron así.
El abuelo Matías asintió despacio, con esa seriedad de soldado que lo caracterizaba.
—Lo imaginé. Se le nota en la mirada. —y después, con un tono más grave, agregó—. Si alguien sobrevive a lo que él sobrevivió, lo último que queda en pie es la voluntad. Y esa voluntad no siempre resiste sola.
Mamá comenzó a llorar de nuevo.
—Mi niño… ¡mi niño! Todo lo que tuvo que soportar…
—No podemos hundirnos en la culpa ahora —dijo la abuela Sara, abrazando a mamá—. Tenemos que estar para él. Eso es lo que necesita.
Yo apreté los puños.
—Lo voy a cuidar. —dije sin pensarlo—. No voy a dejar que vuelva a sentirse solo como antes.
Guillermo me miró y asintió.
—Él no está solo, Alan. No ahora. Pero deben entender algo: no va a hablar de esto fácilmente. No quiere preocuparlos. No quiere que lo vean como una carga.
—Él nunca será una carga —respondió papá, firme, aunque la voz se le quebraba—. Es nuestro hijo.
—Y mi hermano —añadí yo, sin apartar la vista de la puerta cerrada donde dormía.
El silencio volvió a reinar por un momento. Solo se escuchaba el llanto apagado de mamá y los suspiros pesados de los abuelos.
El abuelo Matías fue el primero en romper el silencio. Su voz era profunda, cargada de experiencia.
—Miren… yo serví en la Marina, treinta años, hasta retirarme como Capitán de Navío. —se pasó una mano por la barba canosa—. He visto a demasiados hombres volver de la guerra con más cicatrices por dentro que por fuera. No me cabe duda de que Réen carga con lo mismo.
La abuela Agnes, aún con lágrimas en los ojos, lo interrumpió con un tono quebradizo:
—¿Y qué podemos hacer? ¿Cómo ayudamos a nuestro nieto?
Matías la miró, con la paciencia de quien ya ha tenido esas conversaciones antes.
—Lo primero: no presionarlo. Si lo rodean con preguntas, se va a cerrar. Lo he visto mil veces. —su mirada pasó a papá y a mí—. Lo que necesita es confianza. Que sienta que este es un lugar seguro, donde no tiene que fingir nada.
La abuela Sara asintió de inmediato.
—Eso tiene todo el sentido. Si lo forzamos, solo lo alejaremos más.
El abuelo Francisco, que había estado callado, habló entonces.
—Y si alguna vez se siente al borde… tiene que saber que puede recurrir a cualquiera de nosotros. —me miró a mí y a papá con firmeza—. No importa la hora, no importa la razón. Si siente que ya no puede más, que nos llame.
—Exacto —añadió Matías—. Pero también hay que ser conscientes de que él puede no hacerlo. Muchos soldados no piden ayuda porque creen que es una señal de debilidad.
—¡Pero no lo es! —exclamó mamá, limpiándose las lágrimas—. No es debilidad…
—Claro que no lo es —dijo Matías, con un gesto solemne—. Pero él no lo ve así todavía. Por eso lo importante es estar atentos. Los silencios, el insomnio, el aislamiento… son señales.
Yo asentí, apretando la mandíbula.
Guillermo, que hasta ahora había escuchado en silencio, intervino con calma.
—Matías tiene razón. Él necesita sentir que está acompañado, pero sin que lo atosiguen. En la base, era igual. No hablaba de lo que cargaba, pero cuando se le daba espacio, poco a poco se dejaba ver.
—Entonces… —dijo Agnes, con voz baja, como pensando en voz alta— lo que debemos hacer es mostrarle que estamos aquí. Que no importa lo que haya vivido, siempre será nuestro niño.
Papá le tomó la mano a mamá.
—Y no dejaremos que se sienta una carga nunca más.
Violet, que hasta entonces había permanecido escuchando, habló suavemente, con su voz clara pero serena:
—Quizá lo más importante es que sepa que no tiene que "ganarse" el lugar aquí. Que ya lo tiene.
Sus palabras hicieron eco en la sala. Mamá la miró como si acabara de escuchar lo obvio que nunca había querido aceptar.
—Es cierto… —susurró mamá, llevándose una mano al pecho—. Ayer él mismo dijo que no quería invadir nada. Que no quería cambiar la vida de nadie.
Papá asintió, frunciendo el ceño con dolor.
—Lo repitió hoy. Y lo dijo con tanta convicción… como si creyera que nosotros no lo quisiéramos aquí.
La abuela Agnes apretó los labios, las lágrimas acumulándose otra vez.
—Ay, mi niño… ¿cómo puede pensar que no lo queremos?
El abuelo Francisco intervino con calma, pero con firmeza:
—Porque se lo cree. Porque todo este tiempo estuvo solo, porque aprendió que sobrevivir era no depender de nadie. Si en su mente eso es lo correcto, lo va a repetir una y otra vez.
Sara lo miró con una mezcla de acuerdo y tristeza.
—Entonces tenemos que contradecirlo con hechos, no con palabras. Que vea que su vida aquí no es un estorbo.
Guillermo, con su tono directo, añadió:
—Él no es de los que confían en discursos. Si le dicen "eres parte de la familia", él va a asentir, pero no lo va a creer. Necesita ver, día con día, que no es una molestia.
Yo respiré hondo, sintiendo el peso de la verdad.
—Eso significa paciencia. Mucha paciencia. Y yo… —me interrumpí un momento, porque la voz me temblaba— yo soy el que más debería mostrarle que no tiene que probar nada. Él es mi hermano, y punto.
Mamá se inclinó hacia mí, con la voz quebrada.
—Lo mismo digo yo. No me importa si no recuerda nada… yo lo parí, lo vi crecer. No necesito pruebas, ni historias. Solo necesito que sepa que es mi hijo.
—Y yo, su padre —dijo papá con firmeza, aunque la voz le tembló al final—. No hay nada que deba hacer para merecer este lugar.
El abuelo Matías asintió con solemnidad.
—Entonces actúen como familia, no como jueces. No lo pongan a prueba, no lo llenen de expectativas imposibles. Denle tiempo.
La abuela Sara añadió suavemente:
—Y cuando caiga, porque no va a caer, y si él cae, todos caemos… no lo dejen solo.
Cristina, que hasta ahora había estado callada con Beily en brazos, dijo en voz bajita, pero con la sinceridad de sus trece años:
—A mí no me importa si es un extraño todavía. Yo quiero conocerlo.
Gabriela, a su lado, apretó los labios y asintió.
—Yo también… aunque no lo recuerdo.
Todos voltearon a verlas, y en sus palabras se sintió un rayo de esperanza.
Violet sonrió, con esa calma que tenía desde que entró.
—Pues ahí está. Si hasta ellas lo entienden, el resto también puede hacerlo.
Papá suspiró, como si por primera vez desde ayer soltara algo del peso.
—No sé cuánto tiempo le tomará creer que pertenece aquí… pero lo que sí sé es que no vamos a dejarlo dudarlo ni un día más.
***
RÉEN.
Un golpe.
Otro.
Y otro más.
Me estrellaron contra el suelo con tal fuerza que sentí cómo el aire se me escapaba de los pulmones. El polvo y el hierro de la sangre me llenaron la boca. Intenté aspirar, pero un dolor en las costillas me lo impidió.
Las patadas me llovían como si fuera un saco inservible. Cada impacto era un recordatorio de que no podía mostrar debilidad. Quise levantarme, pero las piernas no respondían.
—Vamos, niño… —la voz del hombre me taladró los oídos—. Que traerte aquí y entrenarte no vaya ser una pérdida de mí tiempo.
Lo odiaba. Odiaba esa voz, ese tono de burla que escondía órdenes disfrazadas de "enseñanza".
Apoyé la mano contra el suelo, temblando, y me impulsé para intentar levantarme. Lo vi venir, la bota que buscaba hundirse en mi costado otra vez. Pero esta vez no me dejé.
El cuchillo en mi mano se movió solo, como si mi cuerpo actuara por instinto. La hoja se hundió en la pantorrilla del hombre. Un grito ronco salió de su garganta, y sin pensarlo, le hice otra herida en la pierna contraria. El gigante cayó de rodillas, maldiciendo.
Creí que tenía una oportunidad. Creí que podría escapar.
Pero en un segundo sus dedos me sujetaron del pelo y del brazo. Sentí el tirón brutal que me arrancó del suelo, y antes de entender lo que pasaba, mi cara volvió a estrellarse contra la tierra. El dolor me nubló la vista. Un codazo como un martillo cayó sobre mi espalda, arrancándome un jadeo seco.
El hombre se rió. Su risa era áspera, cruel, como el eco de una sentencia que ya estaba escrita.
—Sigue así… —dijo, inclinándose cerca de mi oído, con el olor de su sudor y su sangre mezclándose—. Y así tal vez logres sobrevivir a este infierno.
El suelo estaba frío bajo mi mejilla. Mi mano aún aferraba el cuchillo, pero cada músculo temblaba entre el dolor y el cansancio. No podía llorar. No podía rendirme. Tenía que aprender. Tenía que soportar.
Porque ahí, en ese lugar, sobrevivir no era una elección. Era la única salida.
El hombre levantó el cuchillo otra vez, apuntando con esa sonrisa torcida que siempre significaba dolor. Intenté retroceder, pero la fuerza que me sujetaba era demasiado. Clavé el cuchillo en su palma con toda la fuerza que me quedaba. La hoja se hundió en su mano.
—¡Ese es el espíritu! —gritó con esa voz que todavía retumba en mi cabeza—. Pero recuerda… lo que me hagas, te lo devolveré.
Antes de que pudiera reaccionar, el hombre cambió la posición del cuchillo, agarró mi muñeca y la presionó contra el suelo. Sentí la hoja atravesar mi mano. El grito que salió de mi garganta fue seco, desgarrador, como si toda mi vida se hubiera comprimido en ese instante.
Y luego… desperté.
El sudor empapaba mi cuerpo. Dolía todo. Las cicatrices ardían como brasas vivas. Miré mi mano. La herida que había dicho que fue de una máquina… no era otra cosa. Era ese mismo maldito cuchillo. Mi corazón se aceleró.
—Mierda… mierda… mierda… —susurré, cerrando la mano y agitándola en un intento desesperado de disipar el dolor fantasma.
Me levanté a tientas hacia la ventana. La luz entraba clara. Aún era de día. ¿Cuánto tiempo había dormido?
El mareo me golpeó de repente. Me pasé la mano por la cara, intentando limpiar el sudor, pero el calor que sentía era diferente. Mi cuerpo estaba hirviendo. Como si todo ese estrés, toda la presión, cada recuerdo de cada golpe, cada cuchillo clavado, se hubiera concentrado en mí mientras dormía.
El dolor fantasma, el cansancio acumulado… todo a la vez. Y yo… no podía escapar de ello.
Tenía que calmarme. Tenía que respirar. Tenía que salir de este estado antes de que me venciera.
Pero, mierda… todo dolía demasiado.
Me pasé ambas manos por el rostro, intentando despejarme, pero el calor en mi cuerpo no cedía. Sentía como si la fiebre me quemara desde dentro. Quise despertarme por completo, pero cada intento era como arrastrarme a través del fuego que sentía bajo la piel.
Me levanté de la cama, tambaleando un poco, cada paso pesando más que el anterior. Caminé hasta el baño, agarrándome de la pared para no perder el equilibrio. Abrí la puerta y me dirigí a la ducha, mi mente aún confusa, el cuerpo insistiendo en que no estaba bien.
Me arrodillé frente a la bañera, desatando mi cabello, agitando la cabeza de un lado a otro. Un dolor sordo me golpeó en el cerebro, recordándome que aún estaba vivo y al límite. Tomé la manguera, encendí el agua y dejé que el chorro frío me golpeara la cabeza. El contraste me hizo respirar más profundamente, el frío recorriendo cada centímetro de mi piel.
Moví la manguera, mojando mi cabello y mi cabeza, dejando que el agua se deslizara hasta los hombros. No me importó que la camiseta se humedeciera, ni que el frío calara hasta los huesos. Todo lo que quería era sentir algo que me despertara, algo que me sacara de la fiebre y del mareo que me mantenía atrapado.
El agua seguía cayendo, golpeando mi cuero cabelludo, y por un instante, el mundo pareció callarse. Solo el agua y yo, tratando de recomponerme, de traer de vuelta mi cuerpo a un estado en que pudiera funcionar, aunque fuera un poco.
De repente sentí algo detrás de mí. Mi instinto me hizo tensar los músculos, pero entonces escuché la voz de Guillermo:
—¿Qué haces?
No me moví. Seguí dejando que el agua fría me golpeara la cabeza y respondí con voz baja:
—Alivio el calor en mi cuerpo.
Él soltó una risa suave, con ese tono burlón que siempre usaba para aflojar tensiones:
—¿Con agua fría?
Sonreí apenas, sacudiendo la cabeza.
—Siempre me funciona.
Escuché sus pasos acercarse y luego lo sentí sentarse en la orilla de la bañera. Sin preguntar, me quitó la manguera de la mano y empezó a moverla despacio, dejando que el agua recorriera mi cabello, mi rostro, mis hombros.
—Dormiste un día entero —me dijo de pronto.
Levanté la cabeza, sorprendido, el agua goteando de mi barbilla.
—¿Un día entero? ¿En serio?
—Son las diez de la mañana —respondió tranquilo—. Yo dormí en el sofá. Tus padres venían a verte de vez en cuando, revisaban si respirabas bien.
Bajé de nuevo la mirada. El agua resbalaba por mis pestañas como si se llevara algo más que sudor.
—Tuve otra pesadilla… y volvieron los dolores fantasmas. Las viejas heridas… siguen ahí, aunque solo sean ecos.
—Eso imaginé —dijo en voz baja—. Anoche me levanté varias veces para vigilarte, por si despertabas gritando o… algo. Te movías mucho, parecías pelear con lo que fuera que soñabas.
Guardamos silencio unos segundos, roto solo por el chorro del agua. Entonces Guillermo habló, esta vez más serio que nunca:
—Jamás te lo he preguntado de frente, pero… ¿alguna vez intentaste suicidarte?
Seguí con la cabeza gacha. El agua fría seguía cayendo, pero ahora no era suficiente para apagar la verdad que hervía dentro.
—Muchas veces… —confesé con voz áspera—. Pero jamás me lo permitieron. Siempre me encontraban. Me trataban. Me obligaban a seguir vivo… y eso fue uno de los tantos detonantes para huir de ese lugar. No me dejaron morir.
Guillermo no respondió de inmediato. Solo mantuvo la manguera en movimiento, empapando mi cabello como si el agua pudiera limpiar lo que acababa de salir de mí. Al final, suspiró.
—Tu abuelo Matías parece tener las riendas de la situación. Ayer, cuando te dejamos dormir, empezó a hacer planes para ayudarte.
Lo miré de reojo, el corazón latiendo más fuerte al escuchar ese nombre.
—¿Planes?
—Sí —asintió Guillermo—. Y, por lo que vi, tu familia no va a dejarte caer. Ni dejarte a un lado. Son una fuerza en sí mismos… vaya que fuerza tiene esa familia tuya.
Me quedé callado, dejando que esas palabras calaran. No estaba acostumbrado a esa idea… a que alguien me sostuviera. Y menos a tantos.