Entrada 4 – Día 60
“La risa con sopa y ceniza”
Ocupaba un tiempo para mí. Después de todo, me di cuenta: me estaba consumiendo poco a poco.
Ni siquiera Selaris podía mantener la Respiración del Demonio Celestial tanto tiempo.
Resultó que la teoría de los lectores era cierta, pero seguía llena de peligros.
Con el método tradicional, creo que tu racionalidad podría durar más… a costa de un mayor desgaste y una alta tasa de mortalidad.
Ahora, con la versión de los lectores, siento que mi razonabilidad se desmorona más rápido, pero mi cuerpo se desgasta menos, algo que agradezco. Después de todo, si usara la versión tradicional con este cuerpo… ya estaría muerto.
Por eso decidí darme unas mini vacaciones, Por primera vez desde mi transmigración. Salí de la mansión del Duque. Ocupaba tocar la hierba.
Fui de noche a los barrios bajos. Dónde no me reconocen.
Después de todo en mi estado actual no podía seguir tolerando la opulencia de la nobleza.
Me dirigí a Callmora: el jardín podrido de la nobleza.
Pero solo la conocía por los ventanales opacos de la biblioteca, o por los mapas que cubrían los libros de historia.
Calles empedradas, adoquines mojados con sangre vieja.
Puentes de mármol que ya no conducen a gloria alguna.
Todo rodeado por la peste dulce de las frutas podridas en plazas donde los niños nacen sin apellido.
Me puse una capa sencilla, la capucha hasta los ojos.
No llevaba el anillo familiar.
Ni siquiera mi nombre.
Solo hambre… y cansancio.
Mientras recorría las calles, mi estómago rugió. Sabía que la comida aquí no sería ni de lejos comparable con la de la mansión del Duque, pero había venido a salir de esa prisión sofocante. Por eso me dirigí a la primera posada que se me cruzó.
Y al cruzar el umbral de la puerta… me encontré con una escena desagradable.
Cuatro hombres.
Vestidos con armaduras de combate rudimentarias pero tecnológicamente avanzadas, brillando con núcleos de luz tenues.
Trampas mecánicas orientales.
Provenientes del continente oriental, tal y como lo describía la novela.
Funcionaban con pequeños fragmentos de núcleos dejados por cadáveres del Arrastre. Caros. Frágiles. Mortales.
Los reconocí por sus placas al pecho: mercenarios de tercera.
Robustos. Carentes de ética.
Y rodeaban a una mujer.
Bastante bonita, si me preguntas.
Estaba a punto de dar media vuelta.
Después de todo, eran mis mini vacaciones.
Pero crucé miradas con ella.
Y algo en mí se movió.
Sí… fueron mis piernas.
—Mierda… ¿por qué ahora? —murmuré, mientras agarraba una silla y me acercaba al primero, cabeza rapada. Medía casi treinta centímetros más que yo.
Pero no sentí miedo.
Mientras no activaran los trajes… eran como cualquier otro humano.
Y con un golpe seco, la silla se hizo añicos contra su cráneo.
La posada cayó en un silencio sepulcral.
Como el cuerpo de cabeza rapada al suelo.
Y todas las miradas giraron hacia mí.
Entonces olí sangre.
Sangre fresca.
Sangre que me arrancó la poca racionalidad a la que me aferraba.
Ya no pude controlarme.
Solo podía reaccionar violentamente a mis instintos.
Los matones estaban en formación circular, y en medio, la chica.
Antes de que pudieran procesar la situación, lancé una patada alta a la cabeza del segundo.
Pero mi suerte no duraría.
Una voz áspera me alcanzó desde un rincón:
—¿A dónde crees que vas?
Provenía del más robusto.
Melena oscura, cicatriz de mejilla a mejilla.
Me sujetó la pierna y me alzó como si fuera una pluma.
Su brazo brillaba con un tono azul pálido.
Un guantelete metálico activado.
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Mi cuerpo trazo una hermosa media luna antes de estrellarse contra una mesa circular.
Botellas volaron. Algunas se rompieron en mil pedazos.
Hasta el suelo de madera crujió.
Desde el suelo, oí cómo los tres aún en pies se acercaban.
Pasos pesados. Risas. Maldiciones.
Y el chasquido metálico de una espada siendo desenvainada.
Sabía que tenía que hacerlo.
Aunque no quería.
Lo dejé salir.
Desde mi centro, sentí la energía brotar asquerosamente.
Mis venas se tornaron oscuras.
Mis ojos, rojos.
Mi cuerpo tronó.
Pero me dio igual.
Me levanté de un salto.
Enfocando la vista, fui directo por el que me estrelló.
Sus articulaciones brillaban: el traje le daba fuerza.
Lanzó un golpe letal.
Me pareció lento.
La adrenalina hacía su trabajo.
Agaché la cabeza, esquivé por poco.
Pisotón firme en el suelo, tomé sus hombros, y le metí una rodilla entre las piernas.
Él jugaba sucio.
Yo también.
La aleación del traje se deformó.
Su cara también.
Otro vino por la derecha.
Un moicano imponente.
Me metió un uppercut directo al hígado.
Sentí y oí cómo crujían mis costillas.
Pero no retrocedí.
Apretando los dientes, empujé al sin bolas hacia el espadachín que estaba detrás. Con la esperanza de que me ganará unos segundos.
Doblé los talones y lancé una patada recta al moicano.
Bloqueó con su brazo izquierdo.
Entonces lo sentí: el sello vibró en mi nuca.
Me tiré al piso justo a tiempo.
Una espada pasó rozando mi cabello rubio.
Pero el del moicano no desperdició la apertura.
Rodillazo en la nariz.
No podía evitarlo. Si no me agachaba, me habrían degollado.
Y con un golpe sordo, terminé otra vez en el suelo.
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Me sacó de mis pensamientos el dolor de los cristales clavándose.
Vi los restos de la mesa rota.
Brillante idea.
Agarré los fragmentos con mi mano desnuda.
Concentré energía demoníaca en ellos.
Y los lancé directo a los ojos del moicano.
No lo vio venir.
Y espero que no vuelva a ver nada.
Pero el sello vibró de nuevo.
Rodé por el piso mientras una espada se clavaba donde estaba.
Lenta.
Demasiado lenta.
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Me levanté por segunda vez.
Me lancé al espadachín, que ya tenía su arma lista.
Viejo. Experimentado.
Pero desde el suelo, el sin bolas me sujetó el tobillo izquierdo.
Y claro, el viejo no se quedó quieto.
El sello ardió. Advertencia.
Pateé al sin bolas en la cara.
Concentré mi energía en las manos.
Apreté con mis propias manos la hoja de la espada.
Ya no estaba cuerdo.
Pero entonces para que no me faltará suficientes desgracias el cabeza rapada me hizo un agarre de oso por detrás.
—Maldito, no eres mi tipo —le grité.
Él solo resopló y apretó más fuerte.
Mis huesos crujían.
Mi espalda ardía.
El viejo intentaba liberarse de mi agarre sobre su arma.
Y entonces, la idea más estúpida que vi en un viejo anime me cruzó la cabeza.
Desesperado, con la espada en las manos, la inserté entre mis costillas y los brazos del cabeza rapada.
Me atravesé a mí mismo y a él al mismo tiempo.
Me recordó a la escena de un marciano atravesando a dos simios con un rayo láser.
No me soltó.
Así que empecé a revolver la hoja.
El dolor fue un infierno.
Pero para mí confort.
El agarre que me aprisionaba se aflojó.
Lo suficiente.
Para que cuando lanze un cabezazo.
Me soltara.
Y con una sonrisa maniaca, le metí una patada al viejo entre las piernas.
Ahora era el segundo sin bolas.
Tomé la espada y la saqué de mi abdomen, eso sí ahora la sostenía por el mango.
Y volteando a ver al viejo la clavé en su espalda.
Una humillación para cualquier espadachín.
Me di vuelta.
Dos oponentes en pie: sin bolas 1 y cabeza rapada.
El moicano aún se revolcaba en el suelo.
Ya sabíamos que no le deberían quedar fragmentos de núcleo.
Y ellos sabían que yo no tenía mucho tiempo. Literalmente me estaba desangrando.
Estábamos en un punto muerto.
