El coliseo se alzaba imponente frente a mí, con sus gradas improvisadas repletas de gente que rugía como un solo monstruo. Banderas ondeaban al viento, caballos relinchaban nerviosos, y en el centro de la explanada los blancos redondos ya estaban alineados a la vista de todos. El polvo se levantaba con cada paso, impregnando el aire junto al olor a sudor, cuero y carne asada que venía de los puestos cercanos.
Yo era diminuto en comparación con todo lo que me rodeaba. Apenas seis años de vida, perdido entre hombres y mujeres cuyas sombras me triplicaban en tamaño. Y sin embargo, allí estaba, oculto bajo una capa amplia que me cubría de pies a cabeza. El gorro ocultaba mi cabello plateado, y hasta mis botas parecían demasiado grandes para mis pies pequeños. Nadie podía reconocer en esa figura encapuchada al príncipe que se había escabullido sin permiso.
Erryk se había opuesto con todo su ser a mi idea. Para él, infiltrarme en la prueba sin el consentimiento del rey era insensato. Pero al final no pudo detenerme, solo mantenerse a distancia. No podía acercarse más: su capa blanca lo delataría como Guardia Real, y con ello me delataría a mí. Así que, aunque separado, lo sentía cerca, vigilante, como un halcón cuidando de mí entre la multitud.
El redoble de los tambores retumbó en mis costillas. El heraldo avanzó hasta el centro de la arena, con la voz entrenada para silenciar hasta al público más ruidoso.
—¡Señoras y señores de Poniente! —tronó—. ¡En honor de Su Majestad el rey Viserys y de la augusta casa Targaryen, hoy seréis testigos de la prueba de tiro con arco!
Los vítores sacudieron el aire como un trueno. Mi corazón latía al mismo ritmo que los aplausos, rápido, insistente, lleno de expectación.
—Las reglas son simples —prosiguió el heraldo, alzando un pergamino enrollado—: cada competidor dispondrá de tres flechas por ronda. Los blancos están colocados a cincuenta pasos en la primera. ¡Con cada nueva ronda, se alejarán aún más: sesenta, setenta, hasta ochenta pasos si es necesario! —hizo una pausa dramática—. Quien falle dos veces quedará eliminado. Solo el más certero alzará la victoria.
El murmullo del público fue inmediato. Se escuchaban apuestas, nombres de favoritos, promesas de gloria. Algunos señalaban a caballeros conocidos, otros a hijos menores de casas nobles que buscaban su momento. Yo, en cambio, era un fantasma entre ellos. Nadie reparaba en el pequeño encapuchado que sostenía un arco más corto y ligero que el de los demás.
A mi alrededor, los arqueros adultos se preparaban. Unos mascullaban plegarias, otros golpeaban el suelo con las botas para templar los nervios. Uno incluso soltó una carcajada burlona al ver a un joven escudero tropezar con el carcaj. Yo permanecí en silencio, con las manos firmes sobre mi arco, respirando despacio para calmar el temblor de mis dedos.
El heraldo levantó los brazos.
—¡Competidores, preparaos! ¡La primera ronda comienza ahora!
De pronto, el bullicio se apagó. El mundo entero pareció reducirse al crujido de las cuerdas tensándose, al silbido del viento sobre las dianas. Yo levanté mi arco, coloqué la flecha y, por un instante, me olvidé de quién era. No era un príncipe, no era un niño… solo era un arquero frente al blanco.
El palco real se alzaba sobre el coliseo como un trono en miniatura, adornado con telas rojas y negras que flameaban con cada ráfaga de viento. Desde allí, el rey Viserys observaba el espectáculo con la copa en mano, sonriente, rodeado de su séquito más cercano. A su lado, la reina Alicent sostenía al pequeño Aemond en brazos, mientras Aegon jugaba distraído con un soldadito de madera y Helaena murmuraba palabras ininteligibles, absorta en su propio mundo.
Un poco más abajo, en una grada apenas menos distinguida, se encontraban Corlys Velaryon y su esposa, la princesa Rhaenys. Ambos vestían con la sobria elegancia de quienes no necesitan ostentación para imponer respeto. Los ojos oscuros de Corlys brillaban con interés al contemplar la alineación de arqueros que se preparaban para la primera ronda.
—¿Quién crees que saldrá ganando, su majestad? —preguntó con voz grave, lo bastante clara para que llegara hasta Viserys.
El rey soltó una risita mientras daba un sorbo de vino.
—He oído que hay hombres de renombre entre los competidores —respondió, acariciándose la barba—. Pero en las justas, en los torneos… siempre hay sorpresas.
Rhaenys, en cambio, permanecía en silencio, con los labios tensos y la mirada fija en los blancos. Parecía analizar con frialdad cada detalle, desde la postura de los arqueros hasta la dirección del viento que agitaba las banderas.
—La gloria atrae a muchos… —murmuró al fin, sin apartar los ojos del campo—. Algunos vienen por deporte, otros por fama. Pero será el temple lo que decida el ganador.
Corlys asintió, aunque una chispa de diversión cruzó por su mirada.
—Yo siempre apuesto por los que tienen hambre de victoria. Un hombre satisfecho raras veces gana.
El heraldo, abajo en la arena, levantó su mano para llamar al silencio.
—¡Comienza la primera ronda! ¡Arqueros, a vuestros puestos!
Los competidores se colocaron en fila. Entre ellos, encapuchado y oculto entre las sombras de cuerpos mucho más grandes, estaba yo. El arco corto descansaba en mis manos, ligero, casi como una extensión de mis brazos. Mi corazón retumbaba en el pecho mientras observaba cómo los primeros arqueros se preparaban.
El primero, un caballero fornido con blasones de una casa menor, tensó su arco con confianza y soltó la cuerda. La flecha voló recta, clavándose a pocos dedos del centro. El público estalló en aplausos.
Otro arquero falló por completo, la flecha hundiéndose en la tierra antes siquiera de llegar al blanco. Risas y silbidos lo acompañaron de regreso a su puesto.
Uno a uno fueron tirando, algunos con aciertos justos, otros con errores bochornosos. La tensión crecía en las gradas, y en el palco, incluso Viserys se inclinaba hacia delante, entretenido con el espectáculo.
Entonces llegó mi turno.
Avancé hasta la línea marcada en la tierra. Sentí el murmullo del público, el crujido de las botas a mi alrededor, el aire cargado de expectación. Coloqué la flecha en la cuerda y alcé el arco. El mundo entero se redujo al blanco frente a mí.
Respiré hondo.
Solté.
La flecha cortó el aire con un silbido limpio y se clavó de lleno en el centro del objetivo, con tal precisión que hasta el propio heraldo se quedó un segundo en silencio antes de anunciarlo.
El murmullo de la multitud se transformó en exclamaciones de asombro. Algunos aplaudieron, otros miraron desconcertados. ¿Quién era aquel arquero encapuchado que, sin pronunciar palabra, había logrado lo que ni los hombres más corpulentos habían conseguido?
Los ojos de Rhaenys brillaron con un destello curioso.
—Tiene el tamaño de un niño… pero dispara como un arquero entrenado —murmuró, apenas audible, sin apartar la vista de la figura encapuchada.
Corlys ladeó el rostro, intrigado. Una sonrisa apenas perceptible tensó sus labios mientras arqueaba una ceja.
—¿Y quién crees que sea, mi señora?
Ella no respondió. Sus ojos violetas permanecieron fijos en el arquero misterioso, como si en aquel instante el resto del mundo hubiese dejado de existir. Había algo en la manera en que tensaba el arco, en la seguridad del movimiento, que le resultaba inquietantemente familiar.
En el palco real, Viserys interrumpió el silencio con un comentario distraído, girando su copa de vino en la mano.
—A todo esto, lord Corlys… esta vez no has venido acompañado de tus hijos. —Su voz arrastraba una mezcla de jovialidad y leve reproche, como si notara una ausencia que esperaba ver cubierta.
El Señor de las Mareas soltó una leve carcajada que no llegó a sus ojos.
—La convocatoria fue apresurada, su majestad. Apenas hubo tiempo para reunir a los míos, y los muchachos se hallan en Marcaderiva, todavía bajo la estricta disciplina de sus tutores.
—Una lástima —replicó Viserys con un suspiro melancólico—. Hubiera sido bueno ver a los jóvenes Velaryon probarse en el campo, mostrar la sangre que corre por sus venas.
Rhaenys, finalmente apartando la vista del encapuchado, replicó con un tono sereno:
—Tendrán su momento. No hay prisa… y tampoco gloria en precipitarse.
Mientras tanto, abajo en la arena, el heraldo daba paso a la segunda ronda. Los blancos habían sido desplazados más lejos, y ya varios de los competidores mostraban incomodidad. Los músculos se tensaban, los arcos crujían, las miradas se llenaban de dudas. Y entre todos, aún permanecía de pie aquella diminuta figura encapuchada, el arco en mano, lista para disparar nuevamente.
El murmullo en las gradas crecía como un oleaje. Nadie lo sabía todavía, pero para mí cada tiro se volvía más difícil. No solo porque los blancos se alejaban con cada ronda, sino porque mi fuerza era limitada: mis brazos, aún los de un niño de seis años, temblaban al tensar un arco que parecía hecho para hombres formados.
Sentía el crujido de la cuerda en mis dedos, y el tirón en mis hombros me recordaba lo pequeño que era frente a los demás. A mi alrededor, hombres de brazos fornidos tensaban sin esfuerzo, sus músculos marcados brillando de sudor bajo el sol. Yo, en cambio, debía contener la respiración, aferrarme con uñas y dientes a la concentración para que la flecha volara recta.
El blanco parecía alejarse más con cada parpadeo, hasta convertirse en un círculo apenas visible. El corazón me latía con tanta fuerza que podía oírlo en los oídos. La multitud contenía la respiración, esperando el disparo de aquel extraño arquero encapuchado que desentonaba entre gigantes.
Cuando solté la cuerda, el tiempo pareció ralentizarse. La flecha cortó el aire, silbando como un suspiro. Alcanzó el blanco, no en el centro perfecto como en la primera ronda, sino un poco más al borde. Aun así, suficiente para mantenerme en la competencia.
Un rugido de voces se alzó en el coliseo. Algunos vitoreaban, otros murmuraban incrédulos. Nadie esperaba que aquella figura menuda resistiera la segunda ronda.
—Ese chico… —murmuró un caballero en las gradas, incrédulo—. ¿Cómo demonios logra tensar así el arco?
Yo inspiré profundamente, disimulando el ardor en mis brazos. Sabía que cada ronda sería más dura, que mis fuerzas flaquearían más rápido que las de los demás. Pero también sabía otra cosa: lo que me faltaba en fuerza lo compensaba con puntería. Y eso, en un torneo de arquería, podía marcar la diferencia entre caer eliminado… o seguir avanzando.
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